El estilo ensimismado
Podríamos decir que el cineasta húngaro Béla Tarr (Pécs, Hungría, 1955) hace mucho tiempo decidió explorar los territorios siempre resbaladizos de la vanguardia cinematográfica, para luego asentarse apoyándose en los preceptos estilísticos que trabaron maestros como Dreyer o Tarkovsky. Esto le llevó a convertirse en uno de los grandes énfants terribles del cine europeo de los últimos 20 años que, en un afán de rupturismo con el mainstream imperante, decidió crear una marca, un sello inconfundible que ha causado tantas simpatías rayanas en la idolatría como furibundas animadversiones entre quienes aborrecen cualquier ejercicio de expresión cinematográfica que escape de los dominios del entretenimiento.
Hasta el momento, en la obra de Tarr siempre conviven varios elementos a nivel narrativo y formal que conforman un estilo tan personal como imitable. Son el uso del blanco y negro (según el cineasta, como recurso para distanciar al espectador de la acción narrada), el plano secuencia kilométrico que muestra el devenir de las vidas de unos personajes cuyas acciones paradójicamente tienen más de calculado mecanismo supeditado a los movimientos de la cámara que de espontaneidad; el repetitivo uso de sencillas y melancólicas melodías; la rutina, los espacios acotados, la lluvia, el viento, los cielos plomizos, los árboles deshojados de un otoño permanente, la constante sensación del preludio de un fin, una irremediable y densa melancolía que precede a un hecho inevitable… No es el cine de Tarr un dechado de alegría en el que retozar sin remordimientos, sino más bien una mirada desencantada, casi impotente, a través de una ventana que nos muestra espacios arrasados.
No debe escapar tampoco, para entender la obra del cineasta húngaro, el componente sobrenatural que impregna muchas de las películas. Son elementos insertados en la narración que provocan una reacción del todo incongruente desde nuestra perspectiva de la realidad pero extrañamente verosímiles en el universo que crea. ¿De dónde proviene ese telúrico sonido constante en Sátántangó (id., 1994)?, ¿cómo cunde el caos en pueblo sórdido de Werckmeister Harmonies (Werckmeister harmóniák, 2000)? En El caballo de Turín (A Torinói ló, 2011) asistimos en un momento determinado a una especie de apagón del sol. La única reacción de los dos protagonistas es “¿qué es esta oscuridad?”, sin alarmarse, como si fuera un hecho que viene a corroborar el vacío al que se ha abocado su existencia.
Con todos estos elementos Tarr construye discursos que desde el primer momento de cada filme suyo sabemos que poco tienen de superficiales. Sin embargo, como hemos dicho, es su marcada personalidad artística lo que provoca que su mensaje no consiga difundirse ni calar hondo. Que una película como Sátántangó dure 7 horas y media o que cada uno de los eternos planos secuencia muestre gente caminando, gente comiendo, gente vistiéndose, gente caminando otra vez, o un rebaño de vacas, no ayuda a que podamos reconciliar nuestras posturas acerca de su obra. Tampoco ayuda esta dilatación del tiempo y el espacio a formarnos un mensaje coherente con la propuesta del director. Sin embargo, son estos recursos los que Tarr utiliza para desmarcarse de una aspiración naturalista del cine, buscando a través de la metáfora de lo sobrenatural y una puesta en escena artificial, crear un estilo vanguardista, una deshumanización del cine que huya de toda superficialidad, apelando directamente a nuestra inteligencia.
Es por esto que cuando me acerco a cada nueva obra de Béla Tarr nunca espero el instantáneo golpe de efecto. Me gusta acercarme a Béla Tarr como una rareza del cine, que me sorprenderá con el próximo movimiento de cámara parsimonioso o el próximo parlamento existencialista de alguno de los iluminados (o chiflados) personajes que pueblan sus historias. Es, en definitiva, un cine árido, sin absolutamente ninguna concesión al espectador, observador del devenir de las vidas de sus protagonistas.
Esto debería haber sido El caballo de Turín, pero en la opinión de quien firma esto, la propuesta se queda en la intención y no consigue afirmarse durante la narración. Al menos no siempre. La última película de Tarr podría ser un par de secuencias al estilo de Sátántangó o The man from London, pero en esta ocasión Tarr filma ensimismado hacia un punto demasiado concreto de un paisaje de su obra y lo estira hasta la extenuación, diluyendo un mensaje que debería haberse amparado en una narración mucho más concisa. En El caballo de Turín es patente la sensación de estar observando de pasada las vidas de dos individuos, subrayada por el uso del plano secuencia para mostrar acciones cotidianas y repetitivas (el viejo y la mujer comiendo patatas, el viejo mirando por la ventana, la mujer yendo a por agua) y un plano final que tiene más de frase inacabada que de conclusión. He de confesar que me pasé más tiempo jugando a ver cuántos árboles se movían por el viento que parándome a reflexionar sobre la hecatombe que poco a poco se va adueñando de la historia. Al final lo único que queda claro es que se ha empleado demasiado tiempo en contar una historia demasiado pequeña.
¿Es el peor Béla Tarr? Sin duda es el más aburrido, para los que no lo consideren como tal. Es también el más explícitamente crepuscular, quizá en paralelo con su afirmación de que esta será su última película. Esperemos que no sea así.