Secretos y mentiras
Escrito por Antonio M. Arenas
Uno de los mayores aciertos de J. Edgar es el de posicionar la narración desde el punto de vista del propio Hoover. Este gesto, tan perverso como honesto, nos ayuda a entrar en las profundidades de su atormentada vida, desvela los secretos y mentiras que él, como reflejo da la sociedad americana, trató de ocultar por lo que creía el bien de su cargo y de su país. Clint Eastwood lejos de acusarle, empatiza con este ambicioso personaje, tan poco honorable y miserable al mismo tiempo, pieza clave para entender los problemas políticos y sociales que acontecieron a lo largo del siglo pasado en los Estados Unidos. Quizás esta sea la razón por la que la propia crítica y el público norteamericano no hayan compartido su entusiasmo por el film, no alcanzan a entender que Clint no solo se identifique con él, sino que lo muestre sin pudor como un monstruo a nuestros ojos, pues al fin y al cabo, el monstruo también forma parte de ellos.
El controvertido guión de Dustin Lance Black (ganador del Oscar por Milk y reconocido activista gay) arroja con discreción una impúdica mirada a la vida y personalidad del Hoover más íntimo. No es un guión gratuito ni polémico, como tampoco pretender ser uno fidedigno, pero si uno valiente con el que Eastwood aborda con complejidad no solo la vida del fundador del FBI, sino los entresijos de unos Estados Unidos de los que fue juez y parte en su lucha por el poder. A través de los recuerdos más íntimos y los fantasmas de Hoover, se nos muestra su lucha por proteger un sueño americano que en el fondo es una pesadilla. En sus casi cincuenta años como director del FBI vivió desde la lucha contra el crimen organizado y la ley seca, hasta el asesinato de Kennedy, pasando por la caza de brujas, por lo tanto, habríamos de considerar que llegado cierto punto, la biografía de Hoover no es solo la de su vida, sino que es prácticamente la de todo un siglo.
Si hay un elemento que se apodera de la película, aparte de la convencida interpretación de Di Caprio, es el uso de la fotografía como metáfora. Esta, repleta de claroscuros, no podría ser más adecuada para dotar de atmósfera y capas a una obra que saca a la luz turbios momentos de la vida de Hoover y de la propia historia norteamericana, desde Roosevelt a Nixon, por lo que J. Edgar no solo resulta una película necesaria para superar el pasado, sino una fundamental para comprender el presente.
Contra el imperio del crimen
Escrito por Pablo Vigar
El personaje de J. Edgar Hoover, director del mismo FBI que hace unos días clausuró cierta web de alojamiento de contenidos, ya aparecía en la película de Michael Mann Enemigos públicos (2009). Lo interpretaba con solvencia Billy Crudup, adelantando muchas de las particularidades de un personaje que ahora Leonardo DiCaprio, en su primera colaboración con Clint Eastwood, hace suyo por completo. Un tipo reservado, ambicioso y que logró sobrevivir al frente de la Oficina Federal de Investigación a siete presidentes, prueba latente de obstinada y férrea índole.
En la película de Michael Mann su rol era secundario: era su presencia la que empujaba al agente Purvis a lanzarse a la persecución y captura del afamado atracador de bancos John Dillinger. En los créditos finales de dicho filme se nos revelaba el destino último de Melvin Purvis: su renuncia al FBI y su posterior fallecimiento. Renuncia que se descubre en esta cinta como destierro instigado por un Hoover receloso de su escasa popularidad en pos de la del agente. Quizá por eso el director de Poder absoluto (1996) confiere ahora a Edgar toda la atención que siempre buscó y que nunca llegó a merecer del todo, a tenor del relato.
Son muchos los episodios de la vida de este defensor del pueblo americano los que se nos muestran en una película que sobrepasa las dos horas de duración. Entre medio de los avances en forma de métodos científicos que ayudasen a combatir el crimen, Eastwood encuentra tiempo, como es de obligación en este tipo de propuestas, para ojear la biografía íntima de J. Edgar, a tres bandas con una madre dominante, la compañera y secretaria del temible dignatario y un cómplice masculino venido a más.
Cerca de cincuenta años (desde la juventud hasta la edad anciana, con un maquillaje más logrado en algunos personajes que en otros) comprendidos en un título que no logra conmover al presente y que está lejos de ser una de las grandes obras de un director que hasta hace poco nos tenía acostumbrados a una obra maestra detrás de otra. La película patina en su voluminosa y enredada narración en dos tiempos, agravada por la naturaleza del filme de fiel crónica intimista y política. El problema quizás resida en que esta vez la tarea era demasiado teórica, aunque se agradece el empeño, o en que quizás los tipos buenos, los que se sientan del lado de la ley aunque siempre se empeñen en quebrantarla con acciones de dudosa moral, nunca serán tan extraordinarios como los que corren libres del otro lado (y) de ella.