Empujado al vacío
El James Stewart de Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958) se aterraría ante la premisa de Al borde del abismo: un hombre se sube a la cornisa de uno de los pisos más altos del Hotel Roosevelt de Nueva York, y ni los esfuerzos de una bellísima Elizabeth Banks por hacerle entrar en razón, ni el clamor, entre aterrado y triunfante, de la muchedumbre que le observa desde la seguridad que supone sentir los pies aferrados al suelo, van a conseguir que se eche hacia atrás.
La que sí va hacia atrás es la propia película, dirigida por el director de origen danés Asger Leth (hijo de Jørgen Leth, responsable junto a Lars von Trier del experimento cinematográfico 5 condiciones -2003-). En su debut hollywoodiense, firma una cinta con una premisa interesante pero que acaba por mostrar una alarmante falta de personalidad, y que hace un uso fatal de la idea con la que arranca. Se podría decir que pasamos el mismo o menos tiempo en la cornisa que recuperando por medio de flashbacks acciones pasadas situadas en entornos mucho más posibilistas que treinta centímetros de hormigón, o en un segundo escenario que aúna una colección de escandalosos clichés del subgénero de robos. En todo momento estás deseando volver a esa cornisa. Pero, a fin de cuentas, ¿para qué?
No se engañen: esto no es Buried (Rodrigo Cortés, 2010), ni siquiera Última llamada (Joel Schumacher, 2002). En la primera Cortés daba una clase maestra presentando un ejercicio modélico de conocimiento y utilización del espacio y de los (escasos) recursos disponibles. No engañaba a nadie, y se permitía incluso ir un paso más allá (sin salir nunca del ataúd) lanzando al patio de butacas dardos envenenados en forma de implacables críticas al sistema. En la segunda había una idea sencilla y efectista pero al mismo tiempo efectiva, una traslación de la cabina de Mercero a suelo americano, con Colin Farrell enfrentándose a una amenaza más tangible y por tanto menos terrorífica que de la que era presa José Luis López Vázquez.
En Al borde del abismo, o el director no quiere aprovechar la claustrofobia y el vahído que evidencian contemplar el mundo desde las alturas, o no sabe, y al final lo que ocurre es lo que veías venir desde el primer minuto: que el director, el protagonista y hasta el espectador mismo se dejan caer hacia el inapelable vacío que envuelve esta propuesta. Y ni Ed Harris es capaz de salvarnos.