La conquista del oeste
Si hablamos de cancelaciones, hay que reservar unas líneas para describir la injusticia cometida con una serie de ecos fordianos, de blasfemias anacrónicas y de nombre Deadwood, ideada por David Milch, y por él mismo defendida hasta su prematura e inmerecida ejecución. Tómese nota de que este western televisivo (en su formato) llegó a alcanzar el nada desdeñable número de tres temporadas. Treinta y seis episodios que contrapuestos a los diez que ha tenido Luck (también pensada por Milch, al pobre hombre parece que le haya mirado un tuerto) antes de su muerte pueden parecer un mundo. Es un número sustancioso de episodios que pueden llevar a alguno a pensar que dado el recorrido de ésta no tendría sentido incluirla en esta lista. La realidad, como siempre, es más compleja.
Deadwood, al igual que productos como Los Soprano, A dos metros bajo tierra o The Wire, pertenece a la cantera de la cadena HBO. Esto es importante porque hablamos de una cadena que funciona con suscripciones, por lo que en principio una audiencia moderada o incluso baja no debía ser motivo de extinción para sus caballos de batalla. The Wire fidelizó durante sus cinco años en antena a un determinado público, pero sus cifras nunca fueron tan escandalosas como los disparatados y astronómicos números de Lost, que parecían evidenciar una calidad que a veces se hacía difícil entrever. El hecho de que Deadwood siguiera la senda de The Wire en este sentido no debía por tanto suponer ningún peligro para su continuidad en el aire. El que hablemos de ella en un especial de series canceladas pone fin a la intriga.
Deadwood es una serie que habla sobre la forja del continente americano, sobre los individuos que contribuyeron con sus actos a fraguar aquello que sus descendientes disfrutan hoy. Los temas que trata son tan atemporales que podrían aplicarse, y encajarían como piezas de un puzzle, a cualquier sociedad de este siglo. Aquí en España no habría muchos problemas para encontrar a algún Al Swearengen o a cientos de George Hearst. De hecho la serie en un comienzo iba a desarrollarse en Roma, pero ya que la BBC (junto con la HBO) estaba con su Roma particular, se pidió a Milch que cambiase el escenario. La elección del antiguo oeste no pudo ser más acertada.
Porque Milch pretendía tratar la conformación, desde el caos, de cualquier civilización. Qué mejor manera de hacerlo que a través del género cinematográfico americano por excelencia. Ya lo dijo Eastwood. La serie de Milch se localiza en 1870, en el poblado de Deadwood, asentamiento minero que funciona como foco de atracción para magnates, bandidos, empresarios, hombres de ley y pistoleros. El conjunto es terriblemente atractivo. Por el día a día del poblado desfilan figuras reales como la deslenguada Calamity Jane, el pistolero Wild Bill Hickok, Seth Bullock o el ya referido Al Swearengen, interpretado colosalmente por el actor Ian McShane, que por méritos propios se convierte en la más poderosa razón por la que dejarse embaucar por la serie. Asistimos al proceso de metamorfosis del poblado hacia un lugar habitable, con sus leyes, su política, sus construcciones y sus antes colonos, más tarde ciudadanos.
Las razones de la cancelación fueron, a pesar de todo, monetarias. Poco público para demasiado espectáculo. Y es que el poblado fue construido en su totalidad, llegando incluso a haber rincones de este que nunca fueron filmados. Llegó un momento en que la rentabilidad no hacía ya acto de presencia, y la cadena decidió no renovar a los actores, y por ende, la serie. Se habló en su momento de dar un final a las tres temporadas mediante un par de películas para televisión, que sirvieran como broche, pero las buenas intenciones se las llevó el viento. Había arcos argumentales preparados para al menos dos temporadas más. Existe un extra del DVD en que David Milch avanza lo que podría haber sido el futuro de la serie. Casi mejor ni saberlo, porque hoy sabemos que nunca lo veremos.
Durante sus tres años de vida Deadwood se encargó de regalar a sus espectadores una hora semanal de auténticas proezas cinematográficas, que aunque se vieran en televisión discurrían en los mismos términos que cualquier western estrenado en salas. No en vano, si Sin perdón supuso la consagración definitiva de un género en aquellos momentos olvidado y la última palabra al respecto de alguien que había supuesto tanto para éste, Deadwood vino a desarmarlo, trayendo no obstante una revitalización del mismo, alejada, y a la vez tan cercana, de las grandes epopeyas y últimas cabalgatas de antaño legendarios pistoleros.
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