Los Vengadores

Lo mejor de cada casa

A Sam Raimi le llovieron mil y un vituperios por rematar su saga arácnida con nada menos que tres villanos: demasiado collar para tan poco perro, pensamos algunos. Si ya resulta complejo enarbolar un libreto con más de una presencia enemiga, incluir el triunvirato debe ser algo cercano a la inmolación. Suele pasar que no se distribuye bien el tiempo destinado a cada uno y acaban, en el mejor de los casos, algo desdibujados. Ahora la pregunta es: ¿y si en vez de más de un villano hubiese más de un superhéroe? ¿Muchos más?

Tan monumental acontecimiento tiene nombre propio: Los Vengadores. Basada en el cómic homónimo, pretende ser la maniobra definitiva en cuanto a películas de encapuchados y sus inacabables cruzadas en pro de la salvaguarda de los débiles. Marvel, la casa de las ideas, es la responsable última tras este, por envergadura y expectación, hito. Desde que adquiriese total control sobre las películas basadas en sus historietas ha ido cementando el camino de baldosas amarillas hasta llegar a la cinta que nos ocupa. La jugada ha sido maestra, y el resultado más digno de lo que podía entreverse juzgando las solo adventures por separado.

Es de agradecer que Los Vengadores no venga a tratar de bobo al respetable. Ágil en su encadenamiento de vertiginosas set pieces, poseedora de un ritmo memorable, extrañamente divertida y endiabladamente entretenida. Es el sueño húmedo de cualquier adolescente. Mejor dicho, de cualquiera que pasase su infancia pegado al tebeo en lugar de al iPhone. El Don Cristal de El protegido (2000) sería un buen ejemplo.

Y precisamente es Don Cristal, o más bien su alter ego, Samuel L. Jackson, quien tras un conciso prólogo avisa al espectador del estado de guerra ante una amenaza que no es de este mundo. Una contienda que no se puede ganar en solitario, que precisa por tanto de una reunión de superhombres: a saber, Iron Man, Thor, Capitán América, Hulk, Viuda Negra y Ojo de Halcón, una especie de Legolas marveliano. La colisión de dos mundos se queda en  pecata minuta ante el choque de egos de tan variados caracteres, obligados por circunstancias artísticas y monetarias a compartir minutos de metraje en una película que arrastra ciertos desarreglos y comportamientos del cine puramente comercial, pero que se beneficia también, para gozo y deleite de la platea, de todo lo bueno de este.

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