Hace un par de semanas, Christopher Nolan estampaba sus manos y pies en el cemento del Teatro Chino de Hollywood, en una ceremonia que pretende honrar a aquellos que de algún modo han contribuido o contribuyen, en presente, a forjar la historia de lo que precisamente se proyecta en el interior del legendario teatro: el séptimo arte. Una vez su baldosa pase a engordar las innumerables filas del patio central del mismo, el nombre de Christopher Nolan, o al menos sus huellas, quedará para siempre unido a este negocio. Ello supondrá el reconocimiento a la aportación del director británico al mundo del espectáculo cinematográfico, que a raíz de sus últimos éxitos le ha reportado una libertad creativa total. Creatividad, justamente, de la que parece no querer desprenderse, buscando constantemente la forma (también el fondo, aunque parezca a veces tener más problemas en encontrar el tono adecuado para este) de hacer nuevo lo viejo, de dar la vuelta a la tortilla de siempre presentándola como la enésima revisión del huevo. Aunque, en el fondo (o en la forma) no deje de ser un huevo.
Christopher Nolan está viviendo un sueño del que no quiere despertar. La bufanda que siempre oteamos abrazada a su cuello parece ser su tótem particular, no se desprende de ella. A menudo sus personajes aparecen reubicados en distintos sueños, en roles diferentes que su subconsciente les asigna, casi siempre con sorprendente éxito. Las inflexibles reglas que éste sigue obedecen a la imperiosa necesidad del británico nacionalizado también americano a no dejar nada al azar, a ser el mago que da un porqué hasta al más pequeño detalle. A veces se pierde en el camino, espoleado pudiera ser por la ambición de que su nombre, como sus manos en el cemento, quede inscrito en los anales de un arte que él concibe más del lado del entretenimiento, con reservas.
Al igual que todos, no obstante, él también debe despertar. Lo hace cada vez que entrega a sus discípulos y verdugos parte de sus sueños. Acostumbra a demorarlo todo lo posible, aferrándose celoso a lo que considera suyo, dejando ver con cuenta gotas el producto de sus ensoñaciones, hasta que se hace imposible retener por más tiempo lo que por justicia, o por castigo para algunos, pasa a pertenecernos a todos.
Debutó en 1998 con Following, una cinta de bajo presupuesto sobre un escritor en sequía creativa, un rara avis que rodó junto a un grupo de amigos. Para su siguiente proyecto, Memento (2000), tomó prestada una historia corta de su hermano, Jonathan Nolan, y la convirtió al largo. La labor conjunta de los hermanos dio como fruto una historia que empezaba la casa por el tejado, retrocediendo en la narración conforme ésta avanzaba. Paradójicamente, y aunque ello debería haber supuesto (y supone, en cierto modo) la muerte del suspense, Nolan consigue que incluso éste se incremente, al posicionarte siempre un paso adelante, haciéndote cómplice de unos actos cuyas causas aún no conoces. Un experimento osado que le salió relativamente bien, aunque, como ya hemos dicho, resulta siempre más interesante cómo te lo cuentan que lo que te cuentan.
En Insomnio (2002), remake de una cinta noruega, trabajó con Al Pacino y Robin Williams. Hablamos de su largometraje más convencional, más apoyado, por una vez, en las actuaciones que en un discurso narrativo rompedor. La historia de un detective a vueltas con su pasado en un entorno opresivo en el que no se pone el sol le reportó el aplauso de gran parte de la crítica, que ya empezaba a reconocer la valía del británico.
A continuación se lanzó a dar un lavado de cara al hombre murciélago en Batman Begins (2005), una cinta de acción trepidante pero no por ello vacía de contenido, con la que consiguió de nuevo que las miradas se centrasen en él. Público y críticos no podían estar equivocados. El joven director era la opción adecuada, con sus obsesiones y sus claroscuros, para insuflar vida a un personaje cuyos impulsos dramáticos habían sido a menudo confundidos con piruetas y maneras triviales. El destino (o la Warner Bros., poseedora de los derechos del célebre personaje de cómic) quiso que ésta fuese la primera de una serie de tres películas.
El truco final (2006) continuaba por la senda del thriller, enmarcado aquí en el siglo XIX. De nuevo la obsesión hacía acto de presencia en esta guerra de mentes entre dos magos en la que Christian Bale (que repetía con el director tras Batman Begins) robaba la función. El guión, basado en la novela El Prestigio, corría por vez primera a cargo de los hermanos Nolan, una conjunción de talento que desde entonces han exportado al resto de la filmografía del director. El libreto del que sería la obra subsiguiente es una muestra de que si Nolan sabe armar una película en pantalla, su hermano destaca en levantarla sobre el papel.
Una vez concluida El truco final, comenzó a preparar la secuela de Batman, con lo que hacía oficial que el nombre Christopher Nolan estaría asociado a una nueva trilogía, separada de lo hecho antes, del caballero oscuro, con un corte más dramático, más humano y más apegado a la realidad. Fue aquí cuando se alzaron las voces. Fue aquí, en vista del curriculum del británico, cuando muchos proclamaron que el día llegaría en que Nolan firmase su mejor obra. Quizás tras la segunda parte del murciélago. El director llamado a estampar su nombre en el período actual de la historia del cine seguramente lo haría con una historia original, quizás más alejada del cine comercial y de buen seguro en las antípodas de la ciudad gótica.
Sin embargo ocurrió lo que pocos o ninguno habían previsto. El caballero oscuro (2008) tomó la figura del enmascarado justiciero y la emplazó en un terreno perteneciente casi al cine negro. Convirtió lo que debía haber sido una ligera evasión en una tragedia griega, con personajes de carne y hueso que bien podrían haber salido de los más crudos thrillers. Heath Ledger asombró al mundo con su actuación póstuma convirtiendo el semblante del Joker en el centro de nuestras pesadillas. Nolan firmó una obra profunda, inteligente. Su obra maestra, un nudo que sólo catalogamos como género de superhéroes porque alguien nos lo dice.
Antes de embarcarse en dar un final a su particular visión de las correrías del multimillonario playboy, consideró que el momento había llegado para dar salida a un guión en el que llevaba trabajando la friolera de ocho años. Rodeado por un reparto estelar, con Leonardo DiCaprio como cabeza de cartel, nos propuso un viaje al interior de los sueños, en una experiencia visual grandiosa, monumental, apoyada en una historia con la misma valía, algo quizás no muy dado a suceder en superproducciones de este calibre: Origen (2010), obra maestra para algunos, insultante tontería para otros, que basan sus argumentos en el empeño del director en tratar al espectador de tonto diseccionando cada pequeña parte de lo que luego te va a mostrar. Para quien esto suscribe, el término master piece le queda terriblemente grande, tratándose no obstante de un entretenimiento de primer nivel.
Llegamos a lo último que se ha sacado el director de su chistera. El caballero oscuro: La leyenda renace (2012), un título (en español) tan desmedido como la propia película. Las primeras sensaciones tras (disfrutar, eso sí) más de dos horas y media en este último viaje a Gotham son encontradas. Resulta algo decepcionante comprobar cómo la que debiera ser la pieza cumbre de la re-lectura propuesta por Nolan queda lastrada por un exceso de autocomplacencia. No faltan aquí críticas al sistema financiero, a la crisis monetaria convertida en excusa del terrorista Bane para imponer una sociedad totalitaria disfrazada de movimiento revolucionario, con autoridad para dictar sus propias reglas al margen de los órganos que elegimos para ello. Un escenario temible en el papel, deudor casi de novelas de ciencia ficción futuristas, pero que en su poco creíble paso a la pantalla pierde todo halo de complejidad y por tanto interés en su devenir.
El director, algo menos en forma que en anteriores coyunturas, sí acierta al colocar al murciélago en el tortuoso camino del héroe, haciéndole descender a los infiernos y aupándolo finalmente al clamor de un pueblo que, ahora sí, reconoce a su ángel guardián, símbolo anónimo que se revela hereditario en un giro de guión que contentará a los fans, por la prudencia y el respeto con que está llevado. No así el aparatoso clímax, que no parece firmado por la misma persona que nos hizo revisar el atlas para cerciorarnos de que Gotham no figuraba en él.
“Ahora ya no les debes nada. Les has dado todo”, dice casi al final del filme el personaje de Anne Hathaway, que sale airosa del reto que suponía seguir llenando la metrópolis de enmascarados. “Todo no. Aún no”, responde el héroe, apoderándose de la que entendemos como obsesión de Nolan. El caballero oscuro no podía ser superada, y lo sabíamos, aun cuando pedíamos a gritos una conclusión en forma de tercera y última parte. Que no es mala, pero podría ser mejor, que tiene más en ella del espectáculo palomitero de la primera que del noir de la segunda.
Haciendo honor a la mitología que arrastran ya estos filmes, podríamos decir que no es el final que este Batman merecía. Con todo, el mayor logro de esta serie reside en haber ofrecido, incluso en su parte más floja, algo tan sustancial como para escapar, por muchos años, de ser carne del ya temido reboot.
En resumidas cuentas podríamos concluir que Christopher Nolan, venerado y repudiado a partes iguales, es un artesano al que habría que, si no agradecerle, sí reconocerle su capacidad de hacer lo comercial compatible con lo reflexivo, de saber entender y manejar los engranajes del blockbuster y conjugarlos con un tipo de cine más interesante, que intenta alejarse, o disfrazar, la fórmula de la Coca-Cola. Quizás esa grandiosidad, esa trascendencia que parece querer imprimir a sus obras, pese, en último término, tanto o más que los quilos de hormigón que recibieron sus huellas. Pero ello no debería impedirnos constatar que detrás de la marca Nolan, tan exportable y exportada en función de los intereses propios, yace un director que sabe lo que hace, que remueve conciencias aunque lo haga al ritmo de fuegos de artificio y que, tarde o temprano, tendrá que volver a despertar. Estaremos allí para cerciorarnos de que lo hace.