El artista que hacía reír por no llorar
“No cabe duda de que cuesta más hacer una comedia que una obra seria. Y tampoco hay duda, a mi modo de ver, de que la comedia tiene menos valor que el drama.” Woody Allen
Músico, escritor, actor, cómico, guionista, genial cineasta, padre de sus hijos y marido de su hija, pero siempre ante la misma cuestión: Ser un bufón en este mundo de muertos vivientes o un filósofo que nos recuerde nuestro doloroso -aunque siempre demasiado breve- paso por la vida. Woody Allen es las dos cosas, su cine adquiere la intrascendencia necesaria para aliviar los males ajenos con el profundo toque capaz de hacernos hincar las rodillas y reflexionar sobre nuestra existencia. De despertar una risa inteligente que al pillar el chiste ya no tenga tanta gracia.
Allan Stewart Konigsberg, para los enemigos, nació en 1935 en Nueva York, pero no le pregunten cuándo morirá, él no estará allí para saberlo. Me pregunto si de haber nacido sesenta años después no sería ahora una twittstar con ingenio para dar y regalar, ya que casualmente su primer empleo fue el de escribir sus ocurrencias para los periódicos neoyorquinos en los cincuenta. Ahí fue cuando cambió su nombre por el que lo recordamos, con el que colaboraría en numerosos guiones televisivos hasta firmar como guionista para la NBC e iniciar ya en los 60 su carrera de monologuista junto a los productores Jack Rollins y Charles Joffe, que le acompañarían en sus aventuras cinematográficas casi para siempre.
Pero su salto al cine se produjo de manera accidentada con tres películas que más bien son tres grandes bromas, cada una a su manera. Escribió el guión de What’s New Pussycat? (1965), en la que actuaba junto a Peter O’Toole y Peter Sellers, que le robaron todo el protagonismo de una comedia destapada rodada en París de la que Allen, aparte del rodaje en la capital francesa, no guarda demasiado buen recuerdo por el control del productor en el resultado final. Tampoco lo hace de su aparición como sobrino patoso de James Bond en Casino Royale (1967), que afirma no haber visto, y eso que podría parecer la mejor película de la historia si decimos que está dirigida por John Huston y escrita por Billy Wilder. No sería mentira, aunque faltaríamos un poco a la verdad, ya que se trató de una adaptación cómica de James Bond dirigida por seis directores distintos y atribuida a casi tantos guionistas como habitantes tiene San Marino. El resultado fue calamitoso, lo mejor que se puede decir de ella es que sirve como retrato de lo que fueron los sesenta para el cine, sobre todo de lo peor. Pero si una de las tres merece un comentario, o incluso un texto aparte, esa es What’s Up Tiger Lily? (1966). Su peculiar ópera prima es un trabajo de doblaje digno de chinos, en este caso japoneses. Allen consiguió los derechos para doblar una película de espías japonesa a la que alteró el montaje y cambió escenas dándole un significado delirante. Ya es curioso que este fuera su debut, pues adelantaba lo que en un futuro acabarían siendo en cierta manera algunas de sus películas, un doblaje alterado y personal del cine de los autores que más admiraba, como Bergman o Fellini.
Considerando la primera película de Allen tras las cámaras Toma el dinero y corre (1969), una comedia disparatada en la que juega con el falso documental narrando las andanzas de un desastroso ladrón, Virgil Starkwell -su primer y reconocible álter ego-, inicia con ella una etapa de puro humor absurdo que se gestaría con la parodia revolucionaria Bananas (1971), el cúmulo de sketchs maravillosamente irracionales de Todo lo que siempre quiso saber el sexo (pero nunca se atrevió a preguntar) (1972) y la extravagante pero certera distopía de El Dormilón (1973). Todas ellas se formulan en torno a breves e inagotables gags físicos de influencia slapstick frente a los que ya empieza a dialogar sobre ciertas constantes en su filmografía, tales como el sexo, la política, la sociedad, la religión y, por encima de todo, el sentido del ser humano y su trágica existencia. Esta maduración se consolida en La última noche de Boris Grushenko (1975), una revisión paródica de Guerra y Paz en la que por primera vez es capaz de equilibrar brillantemente la comedia con su vertiente dramática. El título original habla por si solo, Love & Death. La muerte, tan presente desde entonces en su cine, aparece físicamente. Su irónico baile final con ella nos recuerda inevitablemente a la poderosa conclusión de El Séptimo Sello (1957).
“Annie Hall es un filme que despertó una gran pasión. Y me parece bien, pero he hecho películas mejores, aunque es posible que esta transmitiera una calidez y una sensibilidad que tocaron la fibra del público.”
Los huevos, Woody, al final siempre son los huevos. Con Annie Hall llegó el reconocimiento. Cuatro Oscars (película, dirección guión original y mejor actriz para Diane Keaton), el BAFTA y el Premio del Círculo de Críticos de Nueva York, cómo no, la gran manzana por primera vez era otro personaje más de su cine. Woody se encarnaba en Alvy Singer, un intelectual neurótico y torpe con las mujeres que le definiría para siempre, al que será involuntariamente recordado cada vez que se ponga delante de la cámara. El estilo, a golpe de recuerdos, nos habla sobre el caprichoso devenir del amor idealizado. El mismo que perfectamente retrataría a blanco y negro en Manhattan (1979), una de sus obras cumbres y por la que será eternamente recordado, rapsodia en blanco y negro de su mundo (el Nueva York de las películas de su infancia) y sus obsesiones.
“Confiaba en que aquello (el éxito que alcanzó con ‘Toma el dinero y corre’ y ‘Bananas’) me llevara a hacer cosas más serias con las que disfruto más. Porque yo personalmente, y ahora hablo solo como espectador, disfruto con cosas más serias.”
A partir de los ochenta sus películas estuvieron marcadas por un fuerte crecimiento formal y narrativo por el que sus aspiraciones de cineasta superaron a las de cómico. Una pretensión ya anticipada en Interiores (1978), un drama familiar con marcada influencia de Bergman al que continuaría Stardust Memories (1980), en la que reflexionaría sobre su lugar en el cine con ecos de Fellini, ocho y medio (1963). Hannah y sus Hermanas (1986) o Delitos y Faltas (1989) son el brillante resultado de abordar esta cuestión. En ambas se reserva dos papeles cómicos ajenos a la trama principal al tiempo que es capaz de abordar la miseria humana. Humor y dolor de la mano, perfectamente conjugados.
Paralelamente, la dirección fotográfica de Gordon Willis o Carlo Di Palma cobró tanta importancia que su cine alcanzó una calidad técnica incuestionable, de hecho, la selección de un buen director de fotografía se ha convertido desde entonces en una obsesión constante para que su cine “se haga solo”, centrándose en el trabajo del guión con los actores y los movimientos de cámara, siendo (re)conocida de sobra su apatía en los rodajes y su milimétrica planificación de los mismos, casi siempre producidos en la misma época del año, como si se tratara de una factoría. Incluso él mismo, a medio camino entre un ataque de sinceridad y otro de modestia, ha llegado a afirmar que su estilo de largos planos secuencia que tanto ha perfeccionado a lo largo de los años realmente es el trabajo del mínimo esfuerzo. Bendito sea.
“Soy un director perezoso. No me gusta ir a rodar a lugares mugrientos o peligrosos. No me gusta trabajar con calor o frío excesivos.”
En los noventa encontramos algunos de sus años de mayor plenitud creativa. Lejos de encontrar un Allen cansado, pese a que su polémica vida privada diera para ello, vimos recuperar al más atrevido con el género de sus inicios, ahora con toda la experiencia y el saber hacer del veterano que quería recuperar a su público. Buena muestra de ello fueron el uso del falso documental cámara en mano de Maridos y Mujeres (1992), antes de que el cine dogma existiera o The Office ni siquiera fuera una idea, todo un homenaje al expresionismo alemán como Sombras y Niebla (1992), la comedia de intriga en Misterioso Asesinato en Manhattan (1993), el delirado meta-guión de Desmontando a Harry (1997), su inmersión en el musical con Todos dicen I Love You (1996) o el falso biopic de Acordes y Desacuerdos (1999). Es difícil encontrar más capacidad de inventiva por metro cuadrado que en este párrafo.
Sin que pueda parecerlo, por la sutileza que caracteriza su estilo, resulta definitorio comprobar cómo Woody Allen ha tocado con total libertad casi todos los estilos que el humor posibilita, indagando en el lenguaje de múltiples maneras, a veces de manera tan perspicaz que ni siquiera el espectador descubre que está asistiendo a algo corrosivo, realmente original e incluso revolucionario como puede ser el caso de Zelig (1983).
“Para mí la comedia es algo que sale solo y que tengo la sensación de que controlo, tengo esa sensación que tienen los músicos que saben tocar.”
Últimamente se ha malacostumbrado a considerar cada estreno suyo como película “menor”, un término que en el caso del neoyorquino más que peyorativo es todo un elogio por el alto nivel que acostumbra, pero minusvalora su constante e incalculable aportación. Algunas de ellas como Granujas de medio pelo, y su atrevido golpe de efecto a lo Psicosis; Un final made in Hollywood, que probablemente solo sería bien acogida en Francia; o Melinda y Melinda (2004), dos películas en una inventada que resulta de una conversación en un restaurante; todas ellas comedias capitales que reflexionan de manera aparentemente involuntaria pero decidida sobre el acto de hacer reír.
La primera es capaz de asesinar a su protagonista en la ducha antes de la mitad del metraje, es decir, acaba con una trama cómica brillante para dedicarse a contar otra cosa, la decisión no es casual. El argumento de la segunda no puede ser más directo, rodar una película con el director ciego sin que nadie lo sepa, además de estar repleta de un cargado contenido autobiográfico que la enriquece. Y por último, comprendemos que la decisión del guionista de convertir una historia en un drama o en una comedia es suya y de nadie más, no de los propios personajes, la realidad, ni sus circunstancias, completamente moldeables al ojo de cada uno. El arte de sus guiones hecho película. No se puede pedir más, pero además sale Will Ferrell, aunque esa opinión es a título muy personal.
“He tenido muchas oportunidades. Durante 35 años me han dado el dinero y la libertad para hacer lo que quisiera. ¿Un musical? ¿Una historia policíaca? ¿Un drama? ¿Otro drama, aunque el primero fracasara? No he tenido ningún motivo para no hacer grandes películas […] y nunca he realizado una gran película. No estoy hecho para hacer grandes películas, no tengo la profundidad de visión necesaria para ello?”
Y entonces llegó ella. Tras tantas grandes (por pequeñas) películas, pero como si se tratara del punto de partido que decidiera o no su victoria triunfal en la historia del séptimo arte, Match Point (2005) recuperó su capacidad para el drama dejando de lado por completo la comedia, reencontrándole con crítica y público al unísono. Es irónico que tuviera que renunciar a lo que mejor sabe para lograrlo, duele pensar que como él mismo reconoce, la comedia por muy brillante que sea, siempre estará menos reconocida que el drama, aunque en esta ocasión sea uno excelentemente filmado, con frío espíritu de thriller en cuerpo de libro de filosofía, o al revés.
En ese dilema reside uno de los mayores atractivos de su cine, por no hablar de su vida, si es que no se cruzaran en demasiadas ocasiones. Como le dijera un extraterrestre a Sandy Bates, su álter ego de Stardust Memories: “Eres un cómico, ¿quieres hacerle un favor a la humanidad? Cuenta chistes más graciosos.” Pero tenía que gustarle el cine sueco.
Desde el estreno en 1982 de La comedia sexual de una noche de verano no ha habido un solo año en el que no se haya estrenado una película de Woody Allen. Incluso en alguno dos, que se dice pronto. Tres décadas y 32 películas después, sin incluir sus cortometrajes, trabajos televisivos y teatrales, el genio se ha tomado unas vacaciones financiadas por Europa en las que sigue derrochando ingenio. Ni un solo pero a estas alturas, tan solo pedirle que siga acudiendo a la cita durante tantos años como pueda hacer trampas para ganarle la partida de ajedrez a la muerte, esa en la que no puede dejar de pensar mientras se le ocurre un nuevo chiste que contar.
- Citas recogidas del libro Movie Icons – Woody Allen, editado por Taschen.