Soñar en vivo y en directo
En el documental Videocracy (Erik Gandini, 2009), que destapa con mirada analítica en lo que se ha convertido la televisión italiana desde la llegada al poder de Berlusconi, asistimos a la frustrada experiencia de un joven cantante (cuyos ídolos son Van Damme y Ricky Martin) que tiene su única meta puesta en actuar en televisión para alcanzar una gloria que su triste realidad le niega. Casting tras casting, audición en audición, la evidente falta de talento no parecerá un obstáculo para hacerle dejar de creer que lograr la fama es posible e indispensable. En ese mundo vivía, eran los valores que le habían inculcado; si no sales en televisión no existes. Comprender este contexto sirve para introducirnos al protagonista de Reality (Matteo Garrone, 2012), un pescadero napolitano y timador de poca monta al que su familia y entorno condicionan -prácticamente obligan- a participar en un casting de Gran Hermano. Su sentido del humor y origen humilde le hacen creer que tiene posibilidades de entrar, una bola que irá creciendo ante la presión familiar y vecinal a la que se somete, siendo aquí donde su ilusión traspasa los límites de lo real, llegando al punto de pensar que está siendo vigilado y de dejarlo todo por el concurso. Obsesionado con ser seleccionado para no decepcionar a sus amigos y familiares, lobotomizado, olvidará incluso la conciencia de sí mismo, dispuesto a perder poco a poco su vida por el sueño que cree poder cambiarla para siempre. Hasta siempre.
Dándonos cuenta y sin tratar de evitarlo, asistimos a la evidencia del modelo de sociedad que se nos está inculcando. La televisión como aparente único acceso a un éxito social y económico que no podemos alcanzar en la vida real, la salida a los problemas de Europa, convertida ahora en un gigantesco plató de televisión. El único Dios que guía nuestros actos y controla nuestros pensamientos, al que rendimos tributo sentados en el sofá esperando a cruzar algún día al otro lado. El Gran Hermano somos nosotros. En contraste, lo que Matteo Garrone plantea a lo Fellini, con un sentido del humor ahondado en la surreal cotidianidad y humanidad puramente italianas, no es ni más ni menos que el cruel cuento de hadas de nuestros días. La excelente banda sonora de Alexandre Desplat contrasta con esta imagen cotidiana del film e incide en ese punto mágico y fantástico que tienen los sueños. Todos quieren ser Rafa Mora, rapea en su canción -por llamarla de algún modo- pero razón no le falta, vivimos en una sociedad que encuentra a sus ídolos y modelos a seguir en concursantes televisivos cualquiera que desfilan por platós y discotecas a precio de oro.
Esta cambio contemporáneo de valores queda inmortalizado con un plano secuencia de irónica belleza, por su ejecución y planteamiento, en el que el director de Gomorra (2010) amplía su perspectiva de la cuestión lanzando un guiño mordaz a su inevitable próxima víctima. En él vemos a Luciano (Aniello Arena) caminando con su mujer e hijos junto a la cola de acceso al casting del Gran Hermano italiano. Un travelling acompaña de cerca su recorrido, hasta que al llegar a la puerta del edificio la cámara se eleva y descubrimos que el evento se celebra ni más ni menos que en Cinecittà, el clásico estudio cinematográfico de Roma, desacralizado y convertido ahora en campo de entrenamiento de los futuros ídolos mediáticos. Donde antaño los más grandes fabricaban sueños y habitaban las estrellas, ahora se plantan los gérmenes de la nueva realidad televisada. Definitivamente, los tiempos han cambiado.
Andy Warhol profetizaba que en el futuro todos tendríamos quince minutos de fama, pero con sus palabras lo que también hacía era adelantar la obsesión que perseguiría al ciudadano corriente por conseguirla, no cesando hasta protagonizar el universo audiovisual en el que ahora está inmerso. Una fábula que tuvo su espejo más demoledor en el segundo episodio de Black Mirror (15 Million Merits), una distopia (no tan) futurista en la que el ser humano vive encerrado entre pantallas de imágenes que muestran como única escapatoria a la libertad la participación en un concurso musical de talento, mutación de los realities. Y funciona, al igual que Reality, no solo como emocionante crítica a estos programas, llega a servir de oscura revelación para sus propios concursantes y espectadores, engañados y convertidos en parte del traidor sistema, alejados de encontrar la libertad a no ser que la confundamos con dinero. La onírica secuencia final del film de Garrone nos la recuerda por su ruptura total de tiempo y realidad, conservando únicamente un espacio, la casa televisiva como nuevo castillo del cuento de una rana convertida en príncipe, encerrado en libertad, sin otra princesa que rescatar más que su propia alma.