¿Qué le sucedió a James Bond?
El cómic de Neil Gaiman y Andy Kubert Batman: ¿Qué le sucedió al cruzado enmascarado? (2009) se permitía trastear con la idea de la posición que ocuparía el hombre murciélago tras décadas y décadas de servicio ininterrumpido a Gotham. Como si de un sueño se tratara (en la estela de las secuencias oníricas más inspiradas de Los Soprano) el féretro abierto de Bruce Wayne, con éste a su vez contemplando incrédulo desde fuera, facultaba la aparición de acólitos y antagonistas del huérfano multimillonario, convocados a rendir un último adiós a tan imponente y representativa figura. Años de tradición comiquera confluían en lo que finalmente se revelaba como un renacer del vigilante encapotado, pues, como nos han recordado ya este año, Batman no puede morir, porque allá donde las personas caen, los símbolos perviven.
En Skyfall (Sam Mendes, 2012), a la que podríamos empezar a considerar como la película definitoria de James Bond, se juega también con la idea de la muerte y el renacer. Ya en los espléndidos títulos de crédito, entre calaveras y tumbas, atisbamos el nombre del héroe, al que creemos muerto, inscrito en una lápida. Su regreso al mundo de los vivos tras disfrutar de la muerte en un infierno tropical entronca con el que dice ser su pasatiempo, la resurrección. Algo que podríamos extrapolar a la realidad, y que nos da la clave de este portentoso acercamiento del director Sam Mendes al espía británico. Al igual que la historia de Gaiman, la que es la cinta número 23 de 007 reconcilia, a través de guiños referenciales perfectamente colocados, el ayer del agente secreto con su presente y su futuro. Si The Artist fue definida por muchos como una carta de amor al cine de otra época, Skyfall es una carta de amor a los Bond de todas las épocas, al que ahora Mendes aporta su particular y estimulante visión.
Uno de los mayores aciertos de la cinta es el aparente vacio que ocupa respecto a la línea temporal establecida en Casino Royale (Martin Campbell, 2006). Aquí se incide en la trayectoria pasada de Bond y se subraya el largo tiempo que lleva entregado al servicio de su majestad, lo que posibilita otorgar al personaje una concepción casi de regreso del héroe, al que además se echa en cara el no haber permanecido muerto. Se cuestiona también por el camino la funcionalidad y necesidad de un sistema, personificado en una excelsa Judi Dench como M, que se ve como obsoleto tanto por el propio país al que sirve como por el villano que compone Javier Bardem, al borde de la caricatura pero sin caer nunca en ella, deudor de los grandes antagonistas de la saga que consigue tocar nuevos e interesantes palos. La acción, magníficamente rodada y fotografiada -el nombre de Roger Deakins suena estos días como nunca antes- devuelve a Gran Bretaña al primer plano, escenario por cuyas sombras vuelve a moverse un espía que reflexiona sobre sus propios medios expresivos, acompañado de los vítores de una platea que reconoce a su héroe al verle regalar un brindis a sus oponentes o colocarse bien los puños de la chaqueta tras arrollar un tren, sin tener que justificarse o pedir perdón por ello. Se recupera, además, el concepto -más literario que cinematográfico- de chica Bond como femme fatale trágica, gratificante trabajo de la francesa Bérénice Marlohe.
Así, medio siglo después de su bautismo cinematográfico, Bond muere para renacer; perfectamente consciente de su pasado, sobre el que una revelación final ayuda a profundizar, y en sintonía ya propia con un mañana que comienza, paradójicamente, como lo hacía el ayer, y que otorga un sentido acabado a la pregunta que encabeza esta crítica.