Adorad al dios digital
En Después del cine. Imagen y realidad en la era digital (Acantilado, 2011), una obra imprescindible para comprender los cambios que recientemente la tecnología ha provocado en nuestra manera de ver y entender el cine, Ángel Quintana siembra ciertas dudas sobre el concepto actual de “realismo” que merece la pena rescatar: “¿Podemos indicar que el proceso de irrupción de la tecnología digital ha afianzado el valor realista de las imágenes y ha sacado los discursos sobre lo real de la situación de descrédito que vivían hace unos años, cuando eran considerados engaños ilusionistas? ¿Acaso no estamos viviendo una nueva reconfiguración del término realismo a partir de la hibridación que ha experimentado la imagen contemporánea?”
Estas cuestiones alcanzan toda actualidad con el estreno de La vida de Pi (Ang Lee, 2012), que en manos del cineasta taiwanés, tan dado a cambiar de estilo y género cinematográfico sin perder su conciencia como storyteller, no solo aspira a ser el último juguete visual que confirma el reinado del 3D en la industria, para regocijo de James Cameron, sino que propone un interesante dilema sobre el poder de la narración y las historias. Es por ello que su uso del digital y las tres dimensiones como factibles herramientas de lenguaje la aproximan más al brillante juego narrativo de En la casa (François Ozon, 2012) que a la creación del universo de Avatar (James Cameron, 2009), a la que sin embargo debe su razón de ser.
No se asusten (o más bien sí), nos encontramos ante una película bigger-than-life, de tintes épicos, religiosos y fantásticos, con un joven náufrago de por medio que comparte balsa junto a un tigre de bengala realizado digitalmente, al igual que el resto de animales y la gran mayoría de escenarios del film (incluso hasta la breve aparición de Obélix Depardieu podría serlo), por lo que los efectos especiales -llevados a los límites de lo kitsch- ya no resultan solo un bonito añadido, son la base sin la que la película no podría existir. No ya al nivel de Avatar, pero sí a otro distinto de construcción del relato. Porque precisamente, La vida de Pi es la reconstrucción visual de una historia hablada que se nos hace imágenes al tiempo que su protagonista conversa relatando su infancia y hazañas. La tecnología digital posibilita la existencia de una presunta vivencia real que necesita de los poderes de la ficción para ser puesta en imágenes, o de otra manera no tendría la capacidad de ser mostrada.
¿Cómo nos puede llegar a parecer veraz una historia que necesita de múltiples componentes fantásticos para transmitirse? ¿Afianza o no la realidad de las imágenes la existencia de un tigre digital que parece más real que uno auténtico? En ocasiones decimos que la realidad supera a la ficción, ¿pero y si la ficción se confundiera con la realidad para establecerse por encima de ella? ¿No es esa al fin y al cabo una de las ambiciones del cine? En ese sentido el uso de la tecnología encuentra por completo su razón de ser, ya que en definitiva, la película se resuelve como un engaño ilusionista más potente y creíble que la realidad misma, una incómoda verdad en la que se nos permite la opción de creer o no, pero que durante dos horas captura la esencia de un relato, de una vivencia que perfectamente podría no serlo. Otra cuestión bien distinta es que este relato consiga distanciarse de su envoltorio o emocionarnos, algo que dudo. De hecho, en su resolución tanto el uso de la banda sonora como la dirección de Lee parecen ofrecer un punto de vista bastante agnóstico, distanciándose de la emoción no-terrenal en lugar de forzar un giro que casi convierte la película en una absurda farsa sobre la creencia en Dios, pero que gracias a la visión de su director es capaz de orientarse para adorar a otra deidad: la tecnología digital.
Por si no quedaba claro, realmente la película prefiere ser difusa en ese aspecto, ya en la primera pregunta de esta entrevista concedida a Fandor, Ang Lee confirma la sensación que deja su último film tras los créditos. Su interés se aparta del obvio fondo religioso de la novela de Yann Martel, que por momentos parece una “inspiradora lección de vida-y-religion” como la de El viaje de Teo, pone en duda toda creencia y narración de historias, incluso la propia de su película. Un punto de vista que le honra como cineasta, sin duda, pero que quizás no se ve fructificado por la plana y convencional estructura del resultado final, curiosamente poco dada al riesgo, asentada paso por paso en el poder visual y espiritual del viaje y la supervivencia como mayor de sus atractivos, cuando precisamente era fuera del relato, en esa reveladora conclusión digna de un humilde titiritero, el instante en el que la película cobra sentido y sensibilidad propia. Porque ya sea en celuloide o digital, al final todo lo que nos queda es el deseo por tener una historia que contar.