A través del dibujo y lo que Jackson encontró allí
La Tierra Media existe, y está en Nueva Zelanda. Es lo que se encargan de proclamar a los cuatro vientos, en una estrategia de atracción turística para una tierra que en realidad no precisa de tal, los gobernantes y políticos del país oceánico. La verdad es que si alguna vez nuestro mundo dio cobijo a elfos, enanos y magos, con total seguridad estos fueron los paisajes por los que transitaron.
Es por ello que, con el estreno de la primera parte de El hobbit, amén de estar deseando ver la cruzada de esos trece enanos en busca de su reino perdido, tenemos también el aliciente de volver a adentrarnos en tan paradisiaca y ya olvidada Tierra.
Sesenta años antes de la formación de la comunidad que decidirá el destino de los pueblos libres, La Comarca permanece inalterada, sus habitantes, entre ellos Bilbo Bolsón, protagonista de esta historia, disfrutando de una vida sencilla y sin demasiados sobresaltos, y, quizás, algo solitaria. También inalterado ha permanecido, desde el final de rodaje de la trilogía de El señor de los anillos hasta el comienzo del de esta nueva epopeya, Matamata, el pueblo que hace en la pantalla las veces de Hobbiton –exceptuando las visitas turísticas a los 17 agujeros hobbits que quedaron como recuerdo de los 37 construidos para las películas y el simpático y temporal asentamiento de un rebaño de ovejas hace algunos años–.
Para traer la Tierra Media al celuloide, el director Peter Jackson no sólo se contentó con haber encontrado su homóloga en nuestro mundo, sino que se rodeó de dos de los más importantes diseñadores conceptuales de las novelas de los anillos, Alan Lee y John Howe. A ellos pertenece el mérito, entre muchísimos otros, de hacer de los agujeros hobbit sitios tan acogedores como en los libros se describe. Las ilustraciones de ambos artistas sirvieron en último término de reflejo fiel en que habrían de convertirse los decorados, miniaturas y hasta caracterizaciones de ciertos personajes.
Especialmente revelador es el caso de la fortaleza de Isengard, baluarte del malvado mago Saruman, en concreto de su torre central, Orthanc. Para la portada de una de las ediciones de Las dos torres, Alan Lee trazó la entrada y la parte inferior de la torre, ocupando la verticalidad de la cubierta, parando donde el margen así se lo señalaba. Cuando Jackson lo reclutó para su causa (a tenor de esto se produjo el primer encuentro entre Lee y Howe) le rogó que le dibujase el resto. Cuál fue la sorpresa cuando Lee proclamó que lo que había en esa portada era lo único que había dibujado nunca de la torre, y que no sabía cómo continuaba. Superado el momento de pánico, el dibujante cogió la ilustración original y fue añadiendo hojas hacia arriba continuando la ascensión de la atalaya, hasta dar con el inspirado diseño que hoy conocemos, y del que se llegó a construir una “maxitura” (como las llamaban durante el rodaje) de casi cinco metros de alto para su utilización en el rodaje.
Este es sin lugar a dudas uno de los puntos fuertes de la adaptación de Jackson y su equipo, que se mueve en las antípodas de lo que hizo George Lucas con las precuelas: esto es, hacer uso del CGI sólo cuando sea estrictamente necesario, confiando antes en maquetas, miniaturas y parajes reales para transmitir todo el poderío de lo visual. Ya fuese en Rivendel, las Montañas Nevadas o las minas de Moria, la conjunción que se hizo de todos estos elementos alcanzó un nivel digno de admiración, en palabras de Sam Gamyi, “regalo para los ojos”.
En los comentarios del DVD de la trilogía Jackson afirmaba que en El retorno del rey las águilas no hablaron porque no fue necesario, pero que nunca quiso pasar por alto este detalle tan propio de un amante de la naturaleza como era Tolkien. A este respecto, fueron muchos los que se preguntaron si los trolls de El hobbit serían capaces de articular palabras en su translación al cinematógrafo, lo que arrebataría quizás esa sensación de amenaza que vivimos por ejemplo en La comunidad del anillo con el troll de las cavernas. Ahora, a tenor de la maquinaria de marketing, ya sabemos que Jackson ha mantenido esta capacidad vocálica. No podía ser de otra manera para una resolución lógica de la escena.
Así, con el estreno de El hobbit: Un viaje inesperado, además de ver a trolls parlantes volveremos a recorrer los escarpados pasos elevados de las Montañas Nubladas, que ya transitara la Compañía del Anillo antes de verse obligada a adentrarse en la oscuridad de Khazad-Dum. Si de acuerdo a la biblia tolkieniana la cordillera surgió como treta de un Dios por cortar el paso a otro, en la realidad fueron los alpes neozelandeses de la isla Sur, entre ellos el Monte Cook, los encargados de entorpecer el camino de Aragorn y compañía.
Antes, sin embargo, de atravesar las Montañas Nubladas habremos hecho un alto en el camino en Rivendel, donde el Concilio Blanco hará las veces, en lo que se refiere a la estructura narrativa, de Concilio de Elrond. La arquitectura del último refugio élfico nació de los esfuerzos combinados del diseñador de producción Grant Major y de los esbozos a lápiz de Alan Lee: una mezcla de pinturas, composiciones por ordenador y un escenario a tamaño real que permitía rodar desde cualquier ángulo. Cosa que también ocurría con Minas Tirith, capital del reino de Gondor, ante cuyas puertas se librará una de las batallas decisivas entre las fuerzas de la Luz y la Oscuridad, capitaneadas, respectivamente, por Alan Lee y John Howe. Y es que a excepción de la torre de Orthanc, Lee se dedicó más a dar forma al lado del Bien mientras que los diseños casi góticos de Howe servían de escaparate perfecto para las fuerzas del Mal (a pesar de que, y así se equilibra la balanza, el diseño de Bolsón Cerrado corrió a cargo de Howe).
Poniendo en perspectiva el alcance y la valía de las ilustraciones de ambos artistas es lógico que Jackson y Guillermo del Toro (cuando este aún estaba al frente del proyecto) se apresurasen a convocarlos de nuevo para comenzar con el diseño de los diferentes espacios, armas, criaturas y demás elementos del legendarium de Tolkien para El hobbit. Se aprecia y se agradece, por tanto, una apuesta tan clara por establecer una continuidad en lo visual, y, quizás, corregir también algunos errores –el caso del diseño de los huargos, vistos en Las dos torres y que nunca fueron del agrado del director, y que ahora han sufrido ligeras modificaciones–.
Podríamos afirmar, en definitiva, que Jackson encontró en su Nueva Zelanda natal el escenario idóneo donde enmarcar las ilustraciones de Lee y Howe, y que gracias a esta conjunción de talentos naturales pudimos colgar el espejo en que habríamos de contemplar, por muchos años, la magnitud de la obra de Tolkien.