Acordes y desacuerdos
Uno de los instantes más precisos de El último concierto (A Late Quartet, Yaron Zilberman, 2012) muestra al personaje de Christopher Walken, pulmón dramático que insufla aire al film, recordando a sus alumnos su encuentro con el célebre Pau Casals. Tras tocar frente a él cuando era un torpe aprendiz, en lugar de señalar sus múltiples defectos, Casals destacó sus virtudes, aunque fueran involuntarias. Y lo demás, dejémoslo para otros. Una lección que deberíamos aplicar más a menudo a la propia crítica cinematográfica, a veces más preocupada en destruir y alabar sin término medio, que en resaltar esos hallazgos que convierten cada película en única, que la integran en la historia del cine. Por ello, quizás más que nunca sea el momento de escribir sobre películas de las que realmente tengamos algo noble que decir, que nos necesiten, que pidan a gritos que alguien las rescate. Y probablemente este tampoco sea el espacio en el que hacerlo, he ahí el reto. Acerca de El último concierto resulta tentador pensar en una retahíla de tópicos y lugares comunes, en ocasiones la película no escapa de ellos, desde resaltar el gran nivel de sus cuatro protagonistas hasta la comparación con la reciente El cuarteto (Dustin Hoffman, 2012), en un ejercicio que no sólo no llevaría a ningún sitio, sino que probablemente alguien ya habrá hecho antes.
El último concierto aborda con estricta planificación narrativa -quizás excesiva- el devenir de un exitoso cuarteto de cuerda de Nueva York, que se enfrenta a la enfermedad de uno de sus miembros y a su posible desaparición. Asistimos a su fragilidad profesional tras 25 años de carrera, pero también a la personal, la de un matrimonio y la de una amistad en las que afloran todas las disputas, los resentimientos y los celos que estaban silenciados por el sonido de la música y el éxito. Frente a la adversidad y la sensación de traumática soledad con la que conviven todos sus personajes, observamos la necesidad de búsqueda de armonía y compenetración musical entre los intérpretes, otro de los temas que trascienden en el guión de Seth Grossman co-escrito por Zilberman, llegando hasta el punto de que los propios actores aprendieron a tocar sus instrumentos para dar credibilidad a la película. Las referencias a la música clásica también son constantes, ya sean explícitas en conversaciones o a través del diseño artístico, como veladas a los reconocidos cuartetos Brentani o Guarneri, por lo que en realidad la historia del cuarteto no tiene mayor relevancia, sino que ésta sirve de escenario para esbozar las consecuencias que la música clásica deja tras de sí en sus vidas, sus acordes y sus desacuerdos.
Pese a su fuerte construcción dramática, casi terapéutica, el film adolece de cierta espontaneidad en la puesta en escena, de algún sonido o imagen improvisados que estremezcan más allá de la banda sonora de Angelo Badalamenti. El rol de la hija de Seymour Hoffman y Keener y su relación con Mark Ivanir -sustituto a última hora de Ethan Hawke-, junto al carisma y la integridad de Walken (cada una de las palabras de su discurso final pueden servir como despedida a su paso por la gran pantalla), son los mayores alicientes de una trama demasiado ajustada y contenida, con miedo a desafinar, pero que afortunadamente, en lugar de melodramatizar con el parkinson, resuelve su último concierto con estoica naturalidad. Tal es así, que concluye en off, viendo el escenario desde la platea. Porque la existencia se afronta mejor mientras la música suena, antes de bajar el telón.