The Act of Killing: Una historia de violencia

Que The Act of Killing no es un documental al uso se deduce pronto. No podría serlo por el terrible pasado de la historia indonesia del que levanta acta, ni por el seguimiento en la actualidad a quienes llevaron a cabo la matanza de más de un millón de ciudadanos acusados de comunistas. Pero cuando especialmente aturde, o incluso provoca una carcajada como única protección frente al horror, es por el modus operandi de su realización. Cuenta con tres directores, uno de ellos firma como anónimo, como gran parte del equipo técnico, pero el principal responsable es Joshua Oppenheimer, que tras varios años de investigación consigue integrarse y ganar la confianza de sus responsables, de tal manera que por momentos el resultado final parece sufrir de síndrome de Estocolmo. Y aunque esto no sea finalmente cierto, sus consecuencias en el espectador ante la impunidad de lo que acontece por sus ojos sí que lo son.

Como sostiene Carlos Reviriego en su blog de El Cultural, “The Act of Killing interviene así en uno de los debates más irresolubles que ha recorrido la segunda mitad del siglo XX entre los teóricos cinematográficos. Son históricas en este sentido las desavenencias y distintas posturas que mantuvieron en su momento Claude Lanzmann, el autor de Shoah, Jean-Luc Godard y Susan Sontag, en torno a la legitimidad moral de representar cinematográficamente la ‘solución final’ nazi”, el film abre dicha herida cinematográfica y es inevitable que cause no poca polémica. La recreación de los hechos, tanto la testimonial como el propio film que se realiza en honor de los héroes de la historia oficial, atestiguan el estado mental que reina en el gobierno de la zona, absolutamente alejado de toda humanidad. Que el film documente el rodaje de una película sobre aquella matanza protagonizada por los propios autores es un regalo envenenado, una oportunidad única para filmar lo que nunca pudo ser filmado, los crímenes que no existieron ni fueron reconocidos. Que su forma sea la de una película de serie Z, constata que de existir, los horrores cometidos por el ser humano no merecen otra categoría.

También hay otra(s) película(s) en su interior, conviven diversos géneros –cine negro, bélico o musical- y una fascinación por el séptimo arte de la que el propio director se siente partícipe, transmitiendo una sensación de incomodidad y llevando a plantearnos los motivos de nuestro asombro y terror por sus imágenes, incluso por las que son mera representación. Cuando el documental presenta a los gangsters, mercenarios llamados a sí mismos “hombres libres”, descubrimos que únicamente trataban de imitar a los protagonistas de las películas americanas que veían en el cine. Un sentimiento de identificación que, unido a sus actos criminales, desencadena una nueva conclusión acerca de las consecuencias de la violencia en el cine. Para ellos su vida no deja de ser parte de una gran película, y por supuesto, son los protagonistas.

Aunque sea involuntariamente, la fascinación por el cine también sigue presente cuando observamos atónitos cómo, en plena campaña electoral, el representante político recorre las calles con una camiseta de Transformers puesta. ¿Imaginan a Mariano Rajoy Brey dando una rueda de prensa llevando una camiseta de Los Soprano? ¿De hecho, imaginan un documental sobre la memoria histórica española capaz de cruzar los límites y despertar las conciencias que logra The Act of Killing? Su existencia vuelve a certificar que no es que se hagan muchas películas españolas sobre la Guerra Civil, es que quizás no se hacen las suficientes, y por tanto, las adecuadas.

Al figurar como productores ejecutivos, Errol Morris y Werner Herzog aseguran que aunque quizás ellos mismos no habrían llevado a cabo el film con semejante barroquismo y simpatía por el diablo, sí que comparten efusivamente las conclusiones de su estilo documental. Quim Casas en su crítica en Sensacine resalta que “Como en los filmes de Panh sobre otra dictadura, la de los jemeres rojos camboyanos, Oppenheimer da la palabra a los torturadores, a los esbirros del régimen. Porque si en el caso de Camboya los que realizaron las matanzas, torturas, violaciones e interrogatorios creían –más o menos– en lo que hacían, razón que no los exime, por supuesto, de su tenebroso papel en la historia moderna de aquel país, los asesinos y torturadores en Indonesia no eran fervorosos anti-comunistas, sino gánsteres”. Esta falta de responsabilidad por su parte es lo que les convierte en entes más bien salidos del deformado haz de luz de una gran pantalla que miembros de una sociedad. Fantasmas condenados a seguir vagando, arrepintiéndose o recordando con orgullo sus crímenes. El desenlace del film es lo suficientemente descriptivo. Al final de toda proyección la película acaba, pero en la vida real hay que convivir con el deseo de protagonizar una historia de violencia.

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