Woody Allen (I): La comedia absurda

En Revista Magnolia iniciamos un especial temático sobre la filmografía de Woody Allen, que según lo previsto, continuaremos cada mes hasta febrero marzo con un dossier específico y un vídeo de presentación. Arrancamos, como no podía ser de otra manera, con sus primeros pasos (y resbalones con cáscaras gigantes de plátano) tras las cámaras mediante la comedia absurda. Del doblaje de una película japonesa de espías a un falso documental y su primer contrato con United Artists, donde por medio de un sentido del humor que reverencia a Bob Hope, los Hermanos Marx y el slapstick, demostró su personalidad afrontando sin tapujos temas propios de su época, cuestiones políticas, religión, sexo o dudas existenciales. Aunque para ello no dude en transmutarse, presentándose como un cómico que hace reír desde lo absurdo buscando nuestra razón. Por algo el cerebro es su segundo órgano favorito.

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El peligro es mi pan y la muerte mi mantequilla

Escrito por Antonio M. Arenas

Aunque no falta razón al mencionar Toma el dinero y corre (1969) como la primera película de Woody Allen, el dato no es del todo cierto, pero tampoco del todo equivocado. Siendo monologuista y guionista en televisión, un treintañero Allen daba sus primeros pasos en el cine de forma poco ortodoxa, utilizando la película de de espías japonesa International Secret Police: Key of Keys (Senkichi Taniguchi, 1965) para doblarla y montarla a su manera, dando como resultado la chanante What’s up Tiger Lily? (1966). Una estrategia que, visto con perspectiva, no dejó de ser la que el cineasta neoyorquino emprendería en buena parte de su obra, apropiándose, guiñando, asimilando o imitando el material de cineastas que admiraba, como Federico Fellini, Orson Welles o Ingmar Bergman, en ocasiones con sentido del humor y en otras no tanto.

Sin presentación alguna, ni tampoco subtítulos, la película arranca como si del propio film japonés se tratara. Son pasados varios minutos cuando en mitad de una pelea la cinta se detiene, momento en el que el propio Woody Allen presenta su propuesta y explica su realización, respondiendo hasta qué punto se le puede considerar o no como autor. Conviene detenerse para apreciar los mecanismos que utiliza. Suprime al completo la banda sonora del original, es decir, diálogos, música y efectos de sonido, e introduce otros nuevos. Para ello, utiliza cualquier herramienta metacinematográfica a su alcance, cuenta con las canciones originales de The Lovin’ Spoonful e imágenes de la banda actuando, pero mediante el doblaje paródico, al contrario que en las spoof movies, su finalidad no es que cada diálogo o escena constituya un gag por sí mismo, sino que formen parte de un todo. Ridiculizar el género ridiculizándose a sí mismo, aunque para ello incluya insultos como “serpiente rusa” o “mosca española”. Por increíble que parezca, Woody Allen respeta la narración, pese a modificar a su antojo las secuencias y el sentido de estas, no destruye su ritmo interno.

Sea suficiente o no, la gracia fundamental (y fundacional) no es otra que convertir la trama de una película japonesa de espías en la absurda búsqueda de una receta de una ensalada de huevo. Y no le faltaba sentido, bien sabemos que acabaría necesitando los huevos.

El maestro a día 1

Escrito por Alejandro Arroyo 

“El 1º de diciembre de 1935, la señora Starkwell, legítima esposa de su legítimo esposo, dio a luz a su primer y único hijo. Le pusieron de nombre Virgil y de sexo varón…”

Estas son las primeras palabras de la fructífera y promiscua obra de uno de los pilares del cine norteamericano y mundial del cine de siempre. Los comienzos de una historia memorable, compartida, pasional. Una luz permanente y anual; una cita con el cine puro, gremial, excelso. Toma el dinero y corre (1969) es una divertidísima ópera prima; fugaz e ingeniosa manera de llamar al timbre de cada cinéfilo. Y como parte de esa primera etapa que forma a Woody Allen como maestro de la comedia, el teatro, el papel y el cine, no resultan sus vicios acotados por la falta de medios. Casi al contrario.

La primera obra de Allen no es esa “pequeña historia que contiene muchos trazos de su futuro manual como cineasta”. Es más que eso. Es un acierto. Una película despegada de la brillantez de otras obras redondas que destacan en su catálogo como actor, director y guionista, pero a la postre una de sus películas más reivindicadas. Un falso documental con un sensacional equilibrio entre ritmo, montaje, arranque y voz en off, sostenida por un certero conocimiento del gag como recurso cómico y estilístico. Allen, casi 50 años después, sigue clavando el tempo de cada gag pero en su primer contacto con el lenguaje que le hizo mito, borda en ligereza y simpatía cada acción cómica de su personaje.

Virgil Starkwell es otro de los incontables avatares de su trayectoria. Es un nombre fantástico, a la altura de los mejores. Siempre fue el neoyorquino un talento natural para crear personajes, para darles identidad, desde su personal manera de actuar, no demasiado versátil pero siempre genuina, conquistadora, lúcida y mordaz. Como Harry Block, Leonard Zelig, Alvy o Danny Rose. Toma el dinero y corre se ríe de sí misma como de todo lo que ha vivido y bebido. Aparece el rabino y su eterna relación con los judíos, su gusto por mezclar exterior e interior o su facilidad para soltar frases imperecederas. Los créditos, eso sí, no serían aún con la famosa tipografía “Windsor Light Condensed”. Estaba empezando.

Banana o muerte

Escrito por Gonzalo Ballesteros

Tras el experimento fílmico de What’s up Tiger Lilly? y el brillante falso documental Toma el dinero y corre, Bananas (1971) supone el primer largometraje de ficción -más o menos- convencional de Woody Allen. Una cinta donde la sátira política y el slapstick se dan la mano (o la bofetada) demostrando que los gags físicos y el humor inteligente no tienen por qué estar reñidos.

Ese es quizá el mayor mérito de Bananas saber aunar la tradición del cine mudo, de los hermanos Marx o Chaplin, sin renunciar al mensaje político en una época de cambio para América: la crítica, en todo caso, está supeditada a unos diálogos sardónicos que no dejan títere con cabeza. El comunismo, el capitalismo, el FBI, J. Edgar Hoover, la televisión, la religión… nadie se libra. La inestabilidad política de las denostadas repúblicas de América Latina, las llamadas Repúblicas Bananeras, es el centro de la película de Allen pero el absurdo no es monopolio de dictaduras militares o guerrillas marxistas, el sistema judicial estadounidense o la CIA no se libran de las bofetadas. En un momento del film, los soldados americanos se preguntan sobre el destino del avión que los traslada al campo de batalla, “San Marcos” acierta a decir uno de los militares, “¿estamos luchando por el gobierno o en su contra?” pregunta uno de ellos, ante lo que el mando responde: “la CIA no va a correr ningún riesgo esta vez. Algunos vamos a estar a favor y otros en contra”. Memorable.

Y en esa vorágine de marxistas, dictadores e imperialistas intentando imponer su falta de cordura, se encuentra un excéntrico Fielding Mellish, interpretado por el director y guionista neoyorquino, que no acierta a encontrar estabilidad laboral, social o romántica en su vida y se descubrirá protagonista en diversos frentes muy a su pesar. Aunque la película es un esbozo de lo que vendrá después, cómo no podía ser de otra manera, ya dibuja la personalidad del Woody Allen que todos conocemos: neurótico y escéptico, inteligente y absurdo, obsesionado con el sexo y la muerte. También su película funciona más allá de su contexto histórico original, pues, mal que nos pese, muchas veces la política internacional bebe más de la comedia absurda que del sentido común. Al inicio de Bananas el reportero americano que retransmite el golpe de estado en San Marcos se acerca a la escalinata dónde yace el presidente recién tiroteado y le pregunta: “Supongo que ahora que está muerto tendrá que anunciar su retirada”. ¿Un presidente dimitiendo? eso si que es absurdo.

Freud 1 – 0 Jung

Escrito por Pedro Villena

En el documental, Maradona por Kusturica (2006), el cineasta serbio reflexiona sobre la volatilidad de los principios básicos de la psiquiatría. La teoría de Jung es que el instinto de supervivencia orienta a los humanos hacia el alimento, mientras que Freud clama que el hombre se reproduce a través del impulso sexual para que su especie no desaparezca. Para Kusturica la influencia del juego de Maradona es el tercer factor instintivo que guía a la humanidad. El Pelusa tenía tan solo 12 años en 1972, quizás por eso, o porque por aquel entonces estaba bien económicamente como para comer tres veces al día, Woody Allen tiró por el camino freudiano para construir una de sus comedias más recordadas.

Ante esas tres opciones Woody Allen no tardaría en elegir lo que más le importa, y que también le perturba, ese miedo escénico del que hablaba Valdano, pero en partidos que se juegan en la cama y no en el Santiago Bernabéu.

En Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo… (1972) se lanza a un terapéutico viaje de aprendizaje y redención a través de sketches que siempre rozan (o sobrepasan sobremanera) el absurdo. Para ello se atreve incluso a investigar la raíz de los problemas sexuales de la humanidad, ejemplificados en un relato erótico-medieval sobre la mojigatería y como la sociedad actual sería mucho más abierta si lo hubiesen sido nuestros antepasados.

Travestismo, perversión sexual e incluso una metamorfosis que convierte al director en un espermatozoide con preocupaciones pre-existenciales. ¿Qué podía salir bien de una cita en la que Woody Allen está en el pene y Burt Reynolds controla el cerebro? Todo, porque al final lo importante es reproducirse, o hacer como que nos reproducimos. Freud gana a Jung por KO técnico ante la incoparecencia de Maradona, y mientras Woody Allen corre por un prado, perseguido por una teta gigante. Por cierto, una teta con forma de balón.

2174: Una odisea de Miles Monroe

Escrito por Gonzalo Ballesteros

Los años 70 fueron una década especialmente prolífica para el cine de ciencia-ficcion: la carrera espacial entre EEUU y la URSS, los nuevos efectos especiales y  aumento del presupuesto en la industria; fueron claves para el advenimiento de títulos legendarios desde 2001: Una odisea en el espacio (Stanley Kubrick, 1968) o Solaris (Andrei Tarkovsky, 1972) hasta La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977) o Alien (Ridley Scott, 1979). Entre estas se cuela una parodia, la quinta película de un neoyorquino empeñado en compararse con los grandes del cine mudo.

En El Dormilón (Sleeper, 1973) hay referencias obvias a Buster Keaton, Harold Lloyd, Chaplin, Jacques Tati y otros maestros del género. Woody Allen cada vez más perfeccionista en la dirección nos muestra un mundo futurista que descubrimos dos siglos después de que nuestro protagonista quedara criogenizado contra su voluntad, estamos en 2174 y Miles Monroe (Woody Allen) acaba de despertar de un sueño de 200 años. Sin grandes alardes de efectos especiales, Allen reconstruye el siglo XXII con vestuario propio de un anuncio de lejía, coches diseñados por Homer Simpson y edificios dignos de un Calatrava resacoso.

Con todo, al igual que hiciera en Bananas, el slapstick predominante no acapara todo el argumento, también hay lugar para los diálogos ácidos y frenéticos y la crítica social y política ante el mundo que se presenta. Hay McDonalds en todas partes, máquinas para sustituir el sexo, y frutas transgénicas del tamaño de un coche. El gobierno se rige por un sistema capitalista y controlador hijo del Gran Hermano de Orwell y la alternativa es un grupo rebelde marxista, asalvajado, hippie e indisciplinado. El alter ego de Woody Allen no cree en los sistemas políticos, tampoco en la ciencia, ni en Dios; “entonces, ¿en que crees?”, le pregunta Diane Keaton al final de la película, “en el sexo y la muerte, dos cosas que llegan una vez en la vida, pero al menos después de la muerte no sientes nauseas.”

Una partida a las damas contra la muerte

Escrito por Antonio M. Arenas

Love and Death, título original de La última noche de Boris Grushenko (1975), resume perfectamente no sólo las intenciones de la película en cuestión, sino buena parte de las claves de la filmografía de Woody Allen. En el film, el miedo a la muerte genera su particular evasión hedonista, que tiene a Napoleón, Tolstói, Dostoyevski y Bergman como telón de fondo. Con estos referentes cualquiera diría que es su comedia mejor calibrada entre el humor absurdo que pueblan sus escenas y los diálogos trascendentales sobre nuestra existencia, una combinación perfecta que serviría de puente para su obra posterior.

Desde el inicio, la presentación de su familia conlleva la de sí mismo como autor, intelectual marginado en un mundo que no comprende sus diatribas, demasiado complicadas para una vida mundana en la que es suficiente con tener tierras, aunque sea un pedazo de ella. Las conversaciones de Boris Grushenko con su prima Sonja bien podrían ser las de cualquiera de sus films ambientados en Nueva York, siendo el situar sus reflexiones e incertidumbres en la Rusia que se enfrentaba a Napoleón donde reside su mayor acierto. Y en la capacidad de Woody Allen para quebrar con comicidad cualquier atisbo de lógica, también.

No se puede ser lógico en un mundo el que no hay lógica, matar a Napoleón para salvar la patria despierta todo un debate interno e universal, mientras la guerra se convierte en un tiovivo musical en el que los muertos lo son por obligación y los héroes por equivocación. Por ello se permite hacer humor con espadas, cañonazos y duelos, al igual que citando con descaro a los hermanos Karamazov o hablando del trigo mediante el cine de Ingmar Bergman. Un chiste que golpee desde lo más básico junto a otro que provoque el interés por lo más alto, al fin y al cabo no dejamos de ser un cerebro y un cuerpo, no siempre este último se va a llevar toda la diversión. Y es que en el fondo, su personal partida de ajedrez contra la muerte realmente es una de damas, pero no el juego de mesa, sino el de perseguir el amor, el romance, el sexo, satisfacer el placer carnal es lo único que sardónicamente afirma dar sentido a nuestra existencia. Que al acabar, con su monólogo final mirando a cámara ya desde la otra vida, Woody Allen nos adelanta que “hay cosas peores que la muerte, si alguna vez has pasado una tarde con un vendedor de seguros sabes exactamente a lo que me refiero”. Después de aguantar eso, quién no va a bailar.

El camaleón humano

Escrito por Pablo Vigar

La voluntad de encajar y sentirse parte de un todo es compartida por todos los seres humanos. Nos aferramos a cualquier gusto compartido o característica común que encontremos en otro igual a nosotros, para así pasar a formar parte de un grupo, de una banda, o de una comunidad. Cuántas veces habremos simulado participar de una tendencia para allanar el sinuoso camino hacia la inclusión en una colectividad, con el objetivo de sentirnos apreciados, evitando así, de todas, permanecer aislados.

Leonard Zelig personifica ese deseo expreso de insertarse en su ambiente. De niño fingió haber leído Moby Dick para poder participar, junto a sus compañeros de clase, en una conversación sobre el libro. A partir de dicho suceso clave, y cual niño que imita a su padre, Leonard se empeñó en mimetizar el comportamiento de quien fuera que estuviese a su lado, obteniendo así una integración perfecta indistintamente del entorno en que se hallase. Con la mera pretensión de encajar, este camaleón humano consiguió destacar, convirtiéndose en toda una celebridad sobre la que se investigó, se escribieron libros e incluso se hicieron películas.

De haber sido real, Leonard Zelig hubiese sido un caso de estudio. Rodado en formato de falso documental (y con el efecto Forrest Gump antes de que ésta existiera), lo arriba comentado es sólo una muestra más de la inagotable imaginación de un Woody Allen que se reserva el papel principal de esta originalísima y terriblemente simpática cinta que se vale casi exclusivamente del blanco y negro para entregar una comedia que, al igual que Leonard, destaca por encima de sus contemporáneas.

La primera parte aplica casi únicamente el perfil de documental, a través de secuencias que emulan los noticiarios de los años 20 en que se sitúa la historia. Hacia la mitad del reportaje éste se interrumpe para mostrarnos grabaciones de las sesiones entre Zelig y la doctora interpretada por Mia Farrow, que nos permiten disfrutar de un enfrentamiento verbal que ahonda en la comedia aunque ralle en la tragedia. Finalmente, es la moral del pueblo americano la que termina por condenar a Zelig al ostracismo del que siempre intentó huir, ocasionado casualmente por su voluntad de ser aceptado.

Siguiente – Woody Allen (II): New York, New York

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