Desde la década de los noventa la cinematografía danesa ha sido sin duda una de las más profusas y controvertidas de Europa. Paralelamente al impulso del movimiento Dogma 95 y el éxito de Lars Von Trier por festivales de todo el mundo, otro cineasta igualmente radical y polémico emergía entre los bajos fondos daneses. Aunque no haya sido hasta sus últimas películas cuando Nicolas Winding Refn ha logrado cosechar un fuerte prestigio internacional, nos encontramos ante un cineasta hecho a sí mismo, cuyas señas de identidad se encuentran en su obra pretérita con similar contundencia. Porque NWR no es un director cualquiera, incluso ha sido objeto de dos excéntricos documentales sobre su forma de hacer cine, cuyo estilo atmosférico y violencia sensorial nos atrapan e impiden apartar la vista de sus imágenes. De la trilogía Pusher a Solo Dios perdona, tratamos de desentrañarlo con el estudio crítico de su filmografía.
Trilogía Pusher: Paseando por el abismo
Escrito por Gonzalo Ballesteros
Tres años antes de dirigir Pusher (1996), Nicolas Winding Refn (NWR), protagonizó y realizó un corto homónimo sobre los bajos fondos de Copenhague. Con este escueto bagaje, dijo no a la exclusiva Escuela de Cine Danés para gastar el dinero que tenía ahorrado en producir su ópera prima.
Echó mano de actores aficionados, amigos, incluso traficantes de verdad, para realizar una película sobre el tráfico de drogas en Copenhague cuya atmósfera realista y cercana al documental creó una suerte de diálogo involuntario con el floreciente movimiento Dogma en Dinamarca. Pero más allá de coincidencias estilísticas y temporales, Pusher I está marcada por dos rasgos de la personalidad de su director: la valentía y la arrogancia. La valentía por rodar una película de acción tan ambiciosa con bajo presupuesto y escasos medios y la arrogancia por creer que iba a salir bien parado sin apenas tener experiencia fílmica. En este contexto, la película se revela mucho más interesante, no sólo porque en ella se hallan los elementos recurrentes de su filmografía, sino porque además inicia sin saberlo una trilogía que marcará su carrera.
En Pusher I: Un paseo por el abismo acompañamos a Frank un camello introvertido, impredecible y miserable que se ve envuelto en una serie problemas con peces mucho más gordos que él. En este ambiente de bandas, traficantes y mafias, el código de honor brilla por su ausencia y reina una selección natural despiadada. Frank está solo, aunque tenga familia y amigos, cuando hay problemas todo el mundo está por su cuenta y en esa huida hacia adelante de sus problemas empezará a cavar un pozo buscando la salida. No hay solución, no hay esperanza, no hay oportunidades.
La jugada de NWR resultó ganadora y el éxito -más fílmico que comercial- de Pusher I, le permitió seguir haciendo cine. Tras rodar Bleeder (1999), fracasó estrepitosamente con Fear X (2003) un nuevo salto al vacío que esta vez resultó fatal. Las puertas de la industria se le cerraron y el director danés se vio al borde de la bancarrota. Fue entonces cuando le ofrecieron realizar dos nuevas entregas de Pusher, propuesta que en principio detestaba pero que no tuvo más remedio que aceptar para poder pagar sus deudas.
Al menos, su precaria situación económica se veía compensada con la experiencia que le otorgaban tres películas y muchos errores cometidos. En 2004 realiza Pusher II: Con las manos ensangrentadas con Mads Mikkelsen a la cabeza. El que fuera escudero de Frank en la primera entrega, sale de la cárcel con el objetivo de hacer algo provechoso con su vida, es decir, ganar dinero sea como sea. Lo intentará de varias formas -ilegales, claro-, con su padre que regenta un taller de coches que a su vez es una tapadera para el robo de vehículos, llevando a cabo “recados”, trapicheando con un conocido camello… Demasiados frentes abiertos para un ex-convicto que no encuentra su sitio y que se verá empujado al vacío para intentar encontrarlo.
Pusher II consiguió un doble objetivo, salvar la carrera de NWR y reconciliarlo con una idea -la de Pusher- que creía superada, pero que aún le reservaba alguna que otra alegría. Con estos vientos favorables, rodó un año después Pusher III: Soy el ángel de la muerte, película en la que radicalizaría su propuesta consiguiendo proporcionales reacciones. El punto de partida era el mismo, un día en la vida de un traficante que se verá arrastrado por una serie de sucesos que le llevaran al límite. Esta vez el protagonista lo encontramos en un escalón por encima de sus predecesores, se trata de Milo el capo de la droga con quien se las tuvo que ver Frank en la primera entrega. El acercamiento a su vida nos sirve para comprobar que por muy importante que parezca alguien siempre hay un pez mayor en el estanque y Milo se tendrá que enfrentar a unos cuantos.
Pusher III (2005), la favorita del director, es quizá la mejor de la trilogía; poco o nada hay que reprochar a un film que es más en todos los elementos que le pedimos a una secuela de Pusher: más drogas, más violencia, más tensión, más sangre… Sin embargo, la recepción en Dinamarca fue bastante fría, lo que NWR achaca al rechazo de los daneses a una película que está protagonizada por inmigrantes en su totalidad. De aquella aventura, Nicolas Winding Refn salió con las deudas saldadas, una trilogía impecable a sus espaldas y la promesa de que nunca más volvería a rodar en Dinamarca. Afortunadamente no fue así, aunque sí es cierto que cerró una etapa que duró una década, con cinco películas, con errores y fracasos pero que vio nacer un autor diferente en la cinematografía europea.
El gélido atractivo de la obsesión
Escrito por David Ontoria (Cinempatía)
Cualquiera diría que Only God Forgives (2013) es la última película de Nicolas Winding Refn, ya que en Fear X (2003) muestra mucha más madurez y contención. Tal vez por eso pasara desapercibida y le provocara al director una crisis tanto existencial como financiera, expuesta en el documental Gambler (2006). En Fear X vemos a un cineasta que, pasada la racha de juguetear con la estética, la pone al servicio de algo aparte de sí misma. En la primera escena, vemos cómo la nieve cae sobre un recuerdo y los ojos de John Turturro se clavan sobre alguien a quien no va a dejar escapar tan fácilmente. Es su mujer fallecida. El ambiente aséptico de su trabajo refleja el vacío emocional dejado por la muerte de su esposa. La rigurosidad con la que compila recortes en su casa nos habla del comienzo de una obsesión, y la absorbente banda sonora de Brian Eno transforma detalles cotidianos en algo perturbador y alienante; una extensión de la mente obsesiva del protagonista y de su progresivo desapego del mundo real. Conforme la película va avanzando y el protagonista se va acercando al asesino de su esposa, las predominantes cromáticas van cambiando a rojo. La rabia y la frustración explotarán entre los pasillos de un hotel hasta crear un mar con esas emociones negativas, en un claro homenaje al Kubrick de El resplandor (1980).
Es una lástima que el final no acabe de estar a la altura, recurriendo a la ambigüedad más como comodín que como destino orgánico del relato. El ritmo es a veces algo plomizo también, pero no puedo hacerle muchos achaques en ese sentido porque es algo deliberado. La película quiere sumergirnos en el tedio del personaje y acompañarle en su creciente obsesión, viendo cómo su percepción de la realidad muta y cómo las respuestas que va encontrando pueden estar sólo en su cabeza. La lentitud es un canal por el cual estas nociones van fluyendo. Y poco importan las respuestas. Importa que el camino para llegar a ellas está imbuído de un misterio siempre seductor, gracias en gran parte a su banda sonora (Brian Eno es el compositor ideal para Refn; encaja como anillo al dedo, como un Angelo Badalamenti a un David Lynch). Puedo afirmar sin ningún titubeo que, por momentos, esta es la mejor película de Nicolas Winding Refn. Por momentos. Ah, y tiene la mejor y más tensa escena en un ascensor de su filmografía. Después, por supuesto, de la de Drive (2011).
La leyenda de un gilipollas
Escrito por Pedro Villena (De la B a la Z)
Las conversaciones de Demian (Demian: Historia de la juventud de Emil Sinclair, Herman Hesse, 1919) con el joven Sinclair casi siempre tenían carácter de revelación mística. La novela de Herman Hesse perfila una sociedad decadente que avanza inexorablemente hacia el primer gran conflicto bélico a escala mundial. Por encima del conformismo imperante se elevan los cainistas, marcados con el estigma bíblico de quienes ven más allá; un poder entre místico y telequinético que los coloca a la vanguardia de una nueva sociedad, renovada, pura, mejor. Para Demian, lo de elevarse era una metáfora muy válida para explicar a su discípulo cómo podía categorizar a sus semejantes en aquellos momentos de incertidumbre: estaban los miembros del rebaño, a ras de suelo, y los que habían visto más allá y eran capaces de alzar el vuelo. Pero claro, la frontera entre la locura y la verdad es muy difusa, y los elegidos llevan incorporado un sistema de frenado que les permite controlar el vuelo mientras pilotan hacia su interior. Los otros son los locos, los que intuyen algo y se sienten diferentes, pero no pueden hacer otra cosa que flotar sin control.
Uno de esos locos le revelaba este secreto ancestral a Charles Bronson -o Michael Petersen-, el preso más violento del Reino Unido, durante una de las múltiples paradas en su larguísimo periplo carcelario. Bronson, convenientemente drogado para evitar otro de sus arrebatos violentos no estaba nada a gusto entre locos. El manicomio estaba lleno de gente que volaba sin control y él siempre había sido de tener los pies en la tierra.
Si para el Nicolas Winding Refn priorizar la forma por encima del fondo es casi un dogma cinematográfico, la elección de Michael Petersen para realizar su primer biopic no podría ser más acertada. Tampoco es que hiciese falta indagar mucho en el origen de su conducta violenta, o al menos al director danés aquello no le parecía interesante: “no sé muy bien quien era Petersen, solo sé que era muy violento”.
La película tiende un puente con La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971) a través de las miradas alucinadas de Malcolm McDowell y el excepcional -adjetivo que se queda corto- Tom Hardy, que ofrece en Bronson (2008) un recital de boxeo interpretativo de primera calidad. NWR convierte las escenas violentas en un ballet de sangre y rabia en el que el protagonista siempre tiene todas las de perder, pero ese es el sino de un hombre sin objetivos, o más bien con uno muy poco definido: para el tal Peterson el fin justifica los medios, aunque tal fin sea hacerse famoso y la forma de conseguirlo pegar mamporros a diestro y siniestro como modus vivendi.
Tampoco se aborda ni de soslayo el tema de la reinserción social. Ni él la quería, ni nadie estaba dispuesto a poner sobre la mesa los mecanismos que la hiciesen posible. ¿Pero qué es lo que quería él? Como poseído por el espíritu de Johnny Rotten, en una de las escenas más inquietantes de la película, un Bronson bastante enajenado negocia con el alcaide de la prisión sin saber muy bien qué pedirle.
Don’t know what i want but i know how to get it
(Anarchy in the UK, Sex Pistols)
La ruptura con lo conocido
Escrito por Rubén Collazos (Cine Maldito)
Para hablar de Valhalla Rising (2009) resulta, más que inevitable, necesario echar la vista al frente, y es que si hubiese que encontrar película de la filmografía de Winding Refn con la que compartiese rasgos la cinta protagonizada por Mads Mikkelsen, esa sería Only God Forgives (2013). Más que resultar paradójica por el bagaje del cineasta danés tras las cámaras, esa conexión es definitoria, y es que se podría decir sin temor a equivocarnos que Valhalla Rising supuso el punto (o uno de ellos, al menos) de ruptura en el cine del autor de Pusher (1996), quien hasta entonces con sus ensayos estilísticos -que alcanzaron su cumbre en Drive (2011)- había logrado establecer algunas de las características del mismo, pero quizá sin dotar de una uniformidad a su discurso que si poseen sus últimos trabajos. En ese sentido, resulta curiosa la estructura episódica de Valhalla Rising, que no es precisamente fruto de un capricho y atiende a razones que, más que narrativas, parecen girar en torno a una progresión tonal que Winging Refn establece con lucidez y acierto a medida que el relato se encierra en sí mismo.
De entre esas características compartidas con Only God Forgives, destacan especialmente la imponente y hierática presencia de su protagonista, las pesadillescas visiones que se van dando cita a lo largo del relato y, en especial, la conciliación y modulación de unos matices que, entorno a densas atmósferas, otorgan un tono homogéneo a la propuesta. Esos pocos trechos que, en apariencia, podrían no poseer un gran peso, resultan fundamentales para comprender tanto la direccionalidad de un cine que vira hacia un terreno más sensitivo, como las intenciones de un cineasta que rehúsa estructuras clásicas sin por ello tener que apuntar constantemente y de un modo absurdo a terrenos oníricos o ilusorios que reducirían la propuesta y mitigarían sus cualidades centrales. De hecho, y al contrario que en Only God Forgives, Winding Refn parece buscar evitar en Valhalla Rising entrar en el campo de lo onírico, trasladándose más bien al plano mitológico para así no fragmentar el discurso construido.
Otra de las diferencias centrales que separa ambas cintas, es esa modulación de la que hablaba, capaz de resultar imperceptible en su último trabajo, y escindida en capítulos en esta Valhalla Rising, probablemente por el hecho de encontrar en ella partes tan marcadamente distintas como una progresión muy pronunciada. Buena muestra de ello es uno de los episodios centrales, donde One-eye avanza en una barca con un grupo de vikingos cristianos hacia una presunta tierra prometida, y en la que el cineasta nos sumerge en su pasaje más irreal: carente de escenario (de hecho, el espectador lo reconstruye al ser las únicas referencias una barca y la niebla) y en el que sólo se atisban siluetas, la derivación tonal entre su arranque y lo que vendrá, es más que patente. La contraposición cromática (rojos y azules), la distancia entre el protagonista y el resto de personajes (visceralidad frente a rasgos más humanos en el peor sentido de la palabra), la portentosa atmósfera sostenida… todo ello marca un camino único alejado del simple recreo que cerca territorios inimaginables para un espectador que deberá afrontarlos como lo que el cine realmente es: una experiencia pura y única.
La brillantez del silencio
Escrito por Juan Avilés
Driver sólo conduce, No tiene otro nombre ni otra vida. Se nos presenta en una persecución, huyendo de la policía y escapando gracias a su conducción eficiente, que no ingeniosa. Durante el día es conductor especialista de cine para películas de acción. No hay conflicto alguno entre los dos trabajos, sólo conduce. Interpretado por Ryan Gosling, que sigue la tradición del héroe solitario americano, a lo Clint Eastwood en la conocida como Trilogía del dólar de Sergio Leone, no tiene una familia, historia que le preceda, nombre que le identifique ni aparentemente emociones que mostrar. Es un héroe existencial, definido por completo a través de su comportamiento.
Drive (2011), que podría parecer a través de su sinopsis, otra película de acción con multitud de colisiones, efectos digitales y tiroteos sin sentido, es más un ejercicio de estilo en la línea de Nicolas Winding Refn y una muestra de sentimientos que no aparecen de forma ruidosa, pero subyacen y conforman una poderosa base sobre la que sustentar el enorme edificio de la composición final. El enigmático conductor refleja un principio básico del cine negro clásico, la película no vive a través de su héroe y la luminosidad que destella, sino de las sombras que le van rodeando en su camino.
Driver vive en un barrio deprimido de Los Ángeles, su vecina Irene (Carey Mulligan), una joven de carácter templado, que al mismo tiempo refleja una situación de soledad y desánimo, con su hijo Benicio, establecen una relación con él que crece de manera muy rápida, hasta que aparece Standard Gabriel (Oscar Isaac) su marido recién salido de la cárcel. En contra de lo que podríamos esperar, la relación no se detiene por los celos de Standard, sino por el compromiso laboral que Driver adquiere con él para saldar su deuda. Este será el rail que conducirá el resto de la película, con el trasfondo del peligro que corren Irene y Benicio, que provocará una lealtad insospechada en la figura de ese personaje que arriesgará su vida sin conseguir beneficio alguno.
Ambos, Driver e Irene, quieren algo, pero deben reprimir sus sentimientos, no pueden alcanzar lo que desean. Las cosas que no se dicen son mucho más importantes que las que se acaban diciendo. La escena del ascensor, demuestra a Irene que Driver ya no es el caballero de armadura reluciente, está cubierto de barro, se ha involucrado en todo lo turbio que implicaba Standard Gabriel, la pureza queda atrás. Driver expresa con su mirada que ya nunca podrán acabar juntos, lo que ha ocurrido les ha separado para siempre, ese hecho le arrastra a una espiral de violencia desatada. La cinta nos lanza a una sombría geografía emocional, a un tono desesperanzado acompañando a gente que no puede esquivar su dramático destino.
El director danés tiene el talento de moverse entre el homenaje reverencial y la caricatura que señala los defectos de esas películas de acción a las que remite, con una historia violenta y triste, tensa y sentimental, sugerente y compleja, deudora en el argumento de una temática explotada una y otra vez pero con personalidad propia. Las escenas que envuelven persecuciones de coches tienen un aire realista, alejándose de la estructura habitual de los filmes de acción, persecución y crímenes, tan repetidas y tediosas. Hay momentos que traen a la memoria a Bullit (Peter Yates, 1968), que alcanzó cotas mucho mayores que cualquiera de las películas que inspiró posteriormente. Otro paralelismo reside en la evocación de Steve McQueen a través de la figura de Ryan Gosling, ambos actores carismáticos que rezuman presencia y sinceridad, siendo asombrosa su capacidad para atraer la mirada de un espectador que no le puede dejar de observar, escucharle hablar es secundario.
Visiones de un futuro escrito
Escrito por Antonio M. Arenas
Durante los títulos de crédito iniciales, rotulados en tailandés, la primera imagen de Solo Dios perdona (Only God Forgives, Nicolas Winding Refn, 2013) hace acto de presencia en un entorno abstracto. Del fondo negro se introduce por el lado derecho el largo filo de una espada, similar al arma que más adelante descubriremos porta el policía que imparte justicia del film. Una señal que nos indica que aunque la película tenga lugar en Bangkok, sus claves no se encuentran en la historia, los personajes ni la ambientación, nos movemos en otro campo, entramos en el territorio de las imágenes. Con el argumento de un joven renegado de la justicia (Julian, interpretado por Ryan Gosling) que dirige un club de kickboxing en Tailandia como tapadera para el narcotráfico, Winding Refn podría haber continuado la propuesta de Drive (2011) sin variar un ápice sus intenciones, pero el danés es consecuente con su condición cinematográfica, ampliamente demostrada en su larga carrera previa, dando un aparente paso atrás para ir veinte más allá. De la reformulación estilizada del cine negro nos adentramos en su absoluta y profunda conceptualización.
La atmósfera lumínica y sonora con la que la fotografía de Larry Smith y la música de Cliff Martinez dotan el film sostienen las visiones que asaltan a su protagonista, dando forma a una narración que se mueve entre la realidad y lo imperceptible, si es que todo no forma parte del mismo gran y manierista guiñol. La trama se deconstruye entre sonidos y sensaciones, pero resulta irremediablemente atrayente al estar cargada de simbolismos e interpretaciones. El asesinato del hermano de Julian dará pie a una venganza ante la que se clamará justicia desde dos lados. La ley, encarnada por un misterioso y omnipotente policía llamado Chang, frente al mal, la llegada del extranjero de una madre insaciable, una Kristin Scott Thomas que se apodera de todas los mitos y tragedias griegas posibles para construir los misterios que rodean a su familia. Quebrando expectativas, descubrimos que el personaje de Ryan Gosling no es el héroe de la función, es un Edipo reprimido, impávido ante las amenazas del pasado que caen con todo el peso de su conciencia en el futuro inmediato que le acecha.
Entre neones y sombras hipercoloreadas de rojo -el trabajo de iluminación resulta asombroso- las visiones que asaltan a Julian recorriendo pasillos pueden recordar a las del pequeño Danny en El resplandor (Stanley Kubrick, 1980), de la que precisamente fue iluminador Larry Smith. La diferencia, como también podríamos establecerla con el cine de David Lynch, es que mientras Danny sufre visiones acerca de un mal oculto tras las apariencias, las de Gosling se temen por su confusión y deseo, realmente acaban siendo su única redención posible, el mal ya se ha extendido en su cuerpo. Por ello cada plano de sus manos cobra especial relevancia, especialmente aquel de ellas manchadas con sangre saliendo del grifo, tanto para resolver su pasado como predestinar su futuro, si es que no están ambos escritos. Pero no es el único que tiene visiones, antes de recibir un ataque por parte de una banda criminal, el policía (Vithaya Pansringarm hacia lo sublime) presagia lo que va a suceder, conecta su mirada lejana con la de su contraria en sendos planos yuxtapuestos, saliendo ileso del ataque como si de una deidad se tratara. Y los dioses perdonan, pero no olvidan.
Este duelo sostenido en la distancia encuentra su apogeo en la pelea entre Julian y Chang. Una secuencia que resume el poder hipnótico del film, el juego de lecturas que propone (y dispone) a través del montaje, su fascinación por la escenografía, la potencia del sonido y el contraste de texturas que elevan la experiencia. El final se acelera y desvela al verdadero ser que todos representan. Cada acto tiene su consecuencia en forma desatada de violencia. Cada ojo paga cada mentira, cada gesto bondadoso la evita. Pero no hay punto de retorno, como comprueba introduciendo sus propias manos Julian, volvemos la vista atrás (¿o era adelante?) hacia la secuencia abstracta de los títulos de crédito. Un brazo ejecutor, un arma que irrumpe invisible de la nada, una presencia aparece entre las sombras y suena la melodía, otro día más, la jornada ha terminado. Cantemos. Bienaventurados sean los misericordiosos. Bienaventuradas sean las obras maestras.