Fantástico México lindo
Sumergirse entre los pringosos márgenes del cine de género fantástico producido en México es apasionante, toda una experiencia. Desde la década de los 30 no han dejado de parir numerosas historias de mad doctors, cócteles de monstruos al estilo del ciclo de la Universal en su decadencia, leyendas autóctonas como la Llorona o invasiones de la Tierra a cargo de amazonas cañón llegadas de la Luna. Y por supuesto, muchos productos de luchadores enmascarados. Docenas. Cientos. Demasiados.
Su periodo de esplendor está comprendido más o menos entre 1950 y 1970. A partir de esta década aparecen puntualmente cintas de mucho interés y propuestas novedosas, pero ya dejando de lado casi siempre los ambientes góticos de cartón piedra que predominaban anteriormente. Podemos encontrar una serie de directores muy prolíficos y especializados, que ruedan rápido y barato una producción detrás de otra. Chano Urueta, además de actuar en el Grupo salvaje de Peckinpah es el autor de la mezcla entre western y terror El jinete sin cabeza (1957), de El barón del terror (1962) con la Inquisición por enmedio o de Blue Demon vs. El poder satánico (1966). Alfredo B. Crevenna (más de 150 en su haber) firma la deliciosamente naif El planeta de las mujeres invasoras (1967) o El látigo contra Satanás (1979). Hay que destacar El vampiro (1957), de Fernando Méndez, que lanzó a la fama a Germán Robles como el conde Karol de Lavud, repitiendo el papel como si de un Bela Lugosi se tratara en posteriores comedietas como El castillo de los monstruos (1958). Y es que esa capa encasilla demasiado. Habría que destacar también a la saga de los Cardona, abuelo, hijo y nieto, cada vez más orientados a la explotación conforme desciende el árbol genealógico.
Más reconocidas son las películas de Carlos Enrique Taboada. Hasta el viento tiene miedo (1968) o Más negro que la noche (1975) entre otras, de un nivel mayor a lo que se venía haciendo, más graves pero menos desenfadadas y divertidas. Un tono que lo asemeja con Guillermo del Toro, primera figura actual del fantástico de aquel pais junto a Robert Rodríguez, que si bien ha llevado una carrera casi siempre fuera de sus fronteras, en Cronos o El espinazo del diablo los ambientes y personajes recuerdan a estas películas de Taboada.
Como pequeña muestra de la abundante variedad de temáticas y propuestas que esta cinematografía ofrece dentro del fantástico, hemos elegido dos películas muy diferentes para programar en nuestra Sesión Doble. Empezaremos con Cementerio del terror, de 1985, un slasher que recuerda (o más bien, copia) a varios clásicos. Si salimos vivos, se proyectará a continuación Cien gritos de terror (1964), dividida en dos historias que mezclan fantasmas, cementerios, catalepsia… Dos óperas primas de dos directores que por diferentes razones no tuvieron la carrera que se esperaba de ellos.
– Porque es el sexto día, del sexto mes y la hora sexta
La noche de Halloween meets Posesión Infernal. Así podría llamarse la ópera prima de Rubén Galindo Jr., hijo de director y una persona realmente precoz, porque rodó esta película con sólo 23 años. Dos años antes ya había terminado sus estudios de audiovisuales en UCLA, California, y vuelve al D.F. dispuesto a levantar su primera obra. Tras esta, haría dos nuevas incursiones en el terror. El secreto de la ouija (1988) y Ladrones de tumbas (1990), siendo la segunda la más interesante, con bastante gore y que recuerda a producciones italianas como Demons. Con un par de películas más en su haber, alejadas del género, Galindo Jr. abandona el cine y realiza numerosos videoclips para gente como Ricardo Arjona o Luis Miguel antes de dar con sus huesos en la televisión azteca, desempeñando funciones de ejecutivo. Igual de rápido que llegó, se fue.
Filmada en Texas para aumentar la sensación de estar ante una producción USA, Cementerio del terror (1985) está dividida en dos partes diferenciadas a hachazos. La primera está protagonizada por los típicos adolescentes (salidos, claro) que quieren pasarlo bien la noche de difuntos. Esta es la parte de slasher puro, con los chicos cayendo uno detrás de otro en una casa abandonada. Tenemos un muerto clavado en la pared, tenemos un Necronomicón apócrifo y tenemos un doctor que avisa a las autoridades del peligro del robo de un cadáver, auténtico trasunto del papel que Donald Pleasence interpretara en la película de Carpenter, y al que le pone cara el entrañable Hugo Stiglitz (El triángulo diabólico de las Bermudas, La invasión de los zombies atómicos). Las muertes tardan en llegar, pero cuando empiezan no paran. Por baja de actores la historia se centra ahora en unos niños (que actúan mejor que los jóvenes de antes) que se pierden en un cementerio mientras hacían el truco o trato por las casas. En una cuesta abajo hacia el todo vale, unos zombis que parecen salidos de una película de Bruno Mattei se unen a la fiesta.
Sin tener un solo elemento original, la calidad de la película no está lejos de los numerosos remiendos que surgieron a principios de los ochenta del éxito de Viernes 13 y La noche de Halloween, y podría pasar perfectamente por una producción estadounidense. Sin un estilo visual propio, Galindo Jr. trata de mimetizar los recursos estéticos de las películas en que se inspira, como los planos subjetivos. A pesar de tener dos localizaciones escasas, la casa y el cementerio, están muy bien aprovechadas y ambientadas, y deja escenas potentes como la salida de los revividos de sus tumbas (que desde La plaga de los zombies se ha hecho cientos de veces, pero siempre funciona) o la lectura del libro que desata el lio. También tiene sus problemas, y no pocos, como son el ritmo lento de su primera parte, la precariedad de los FX (no hay un Tom Savini detrás) y lo poco carismático que es el asesino en serie, sin máscara y con pinta de vagabundo. Aún así, una digna explotación y la primera obra de un director que parecía que iba a ser la nueva esperanza del terror mexicano, pero que se quedó a medio camino.
– La auténtica pesadilla moderna está en el despertar
La biografía de Ramón Obón tiene un regusto amargo. Nacido en Costa Rica, hijo de inmigrantes españoles, fue un prolífico guionista para cine con más de noventa colaboraciones entre las que destacan para interés nuestro El jinete sin cabeza, El vampiro (ambas nombradas al principio de este artículo, y de gran importancia en el fantástico mexicano), El pantano de las ánimas (1957) o El ataúd del vampiro (1958). Pero lo que realmente quería hacer este hombre era dirigir películas, oportunidad que tuvo por primera y única vez con esta Cien gritos de terror. Meses después de terminar la cinta moría de un ataque al corazón con 47 años. Así se truncó la posibilidad que iba a tener de rodar varias adaptaciones televisivas para la televisión americana y privó a los aficionados de un cineasta de gran talento de forma prematura.
Compuesta por dos mediometrajes, Cien gritos de terror se divide en Pánico y Miedo supremo (un tanto pretenciosos estos títulos, pero no del todo). El primero trata sobre la llegada de una joven pareja a su recién adquirida casa, toda una mansión situada en mitad de ninguna aparte y sobre la que los lugareños de los alrededores hablan de una maldición relacionada con su anterior inquilina. Parece una historia sacada de un comic de la EC, y no desentonaría en alguna de las antologías de la Amicus. El buen uso de los efectos de sonido y la profundidad de campo provocan varios escalofríos, y hasta el desenlace no sabremos si algo sobrenatural ha permanecido en esa casa o si solo nos encontramos delante de una conspiración pasional. En cualquier caso, como en una fábula, la justicia moral se sigue a rajatabla y quien la hace la termina pagando. En esta vida o en la siguiente…
En el segundo capítulo nuestro protagonista pretende visitar la tumba de un familiar, sepultado en una enorme cripta donde se está velando el cadáver de otra joven. Con claras influencias del Poe del Entierro prematuro, y una mayor reflexión y mundo interior de los personajes, lo que le acerca en tono a los capítulos más existenciales de La dimensión desconocida o Historias para no dormir, es el más destacado de los dos. Aquí destaca el uso de las sombras (estupenda fotografía en blanco y negro de la película) y el buen aprovechamiento del escaso escenario, que conforme avanza el metraje se vuelve más y más claustrofóbico, hasta el punto de casi sentir que nos falta el oxígeno. Obón no se corta en cierto momento de ofrecer un montaje experimental cercano al video arte y de utilizar la repetición de planos para provocar desasosiego en el espectador. Y lo consigue, porque la cara de asombro que nos deja su visionado es similar a la de los dos obreros que aparecen al final. Esta película es una gran excusa para darle una oportunidad al fantástico mexicano.