Tras los inicios con la comedia absurda, sus películas en las que la Gran Manzana es la protagonista y su cine bajo la influencia, continuamos nuestro Estudio: Woody Allen con una de las épocas más tumultuosas y dispares de su filmografía. Por no decir de su vida tras una polémica ruptura con Mia Farrow repleta de acusaciones y juicios, tanto frente a la ley como públicos. Hablamos de su cine de las noventa, aunque esperamos nos permitan que hayamos estirado el concepto hasta 2001, incluyendo las dos comedias que podríamos decir claudican esta etapa difícil de clasificar, alejada de lo más representativo de su filmografía pero que nos reencuentra con su disparatada faceta cómica.
A lo largo de la presente selección de nueve películas encontramos un Allen amargo y desencantado que se niega a estarlo, dispuesto a reinventarse en cada guión y a experimentar sin límites con el género: Falso documental, musicales, adaptaciones teatrales para televisión, coros griegos o crisis autorales. En todos ellas trata de conservar su integridad como cineasta, enfrentando dudas y conflictos personales con forma de entretenimiento cada vez más surrealista, quizá como vía de escape a una realidad que le superaba y que desembocó en uno de sus periodos creativos más generosos. Aquellos locos noventa…
Mia Farrow de los espíritus
Escrito por Antonio M. Arenas
Más allá del análisis textual, quizá seria conveniente tratar de esquivar la polémica gratuita y el amarillismo para adentrarse en el cine del neoyorquino como si de una consulta de psicoanálisis se tratara. Resulta fascinante comprobar cómo durante los últimos años de su relación junto a Mia Farrow, las películas de Woody Allen parecen responder a íntimos impulsos personales, pudiendo estar escritas y dirigidas por un subconsciente que desvela sus temores vitales. Véase el trasfondo edípico de su fragmento en Historias de Nueva York (1989), cuyo dilema se soluciona una vez que el personaje de Mia Farrow y sus hijas le abandonan, la estrecha relación con su cinéfila sobrina en Delitos y Faltas (1987), única mujer que le comprende y que acaba vestida como si de Annie Hall se tratara, la persecución expresionista de Sombras y niebla (1991) o una separación ya del todo consciente en la posterior Maridos y mujeres (1992). Durante ese tránsito, Woody Allen presentó una película plenamente dedicada a su ex-mujer como Alice (1990), que a día de hoy podría verse como el lado iluso y soñador de Blue Jasmine (2013), con la que comparte no pocos puntos en común. En su crítica de la alta sociedad neoyorquina, ambas están protagonizadas por dos mujeres que habitan una Nueva York fantasmal, sin auténticas amistades, de palabras crueles y despiadadas, viviendo ausentes en un matrimonio sumido en el poder y el autoengaño.
De traje y sombreros rojo pasión, Alice (1990) es la representación de Mia Farrow tras cruzar el espejo del subconsciente de Woody Allen: Infeliz en su matrimonio con un hombre de negocios que no le valora, siente el deseo de iniciar un romance con un padre de familia que ha conocido en el colegio de sus hijos. Para lograrlo, Alice visitará a un peculiar curandero chino que le ofrecerá diversas pócimas y mejunjes para facilitar su conquista. Como si Allen tras las cámaras formara también parte del ritual, el guion dispone elementos a cada cual más surrealista para hacer avanzar la trama: sesiones de psicoanálisis que se tornan reales, capacidad de invisibilidad, apariciones fantasmales y vuelos por los rascacielos de Nueva York. Todo ello envuelto en un tono fantasioso pero encantador, capaz de acercarse a las desilusiones de la vida sin perder la esperanza en un futuro mejor. Aquí radica la principal diferencia más de veinte años después con Blue Jasmine. No en vano, su plano final cambia de un columpio en el parque a un banco sin maquillaje.
Pese a la inspiración fundamental de Lewis Carroll que da título al film, con toda probabilidad la referencia más recurrente y acertada no vuelve a ser otra que Federico Fellini y su Julieta de los espíritus (1965). No en vano, la película trata de acercarse con capacidad de asombro y delicadeza al universo femenino, más concretamente al de su por aún entonces esposa, a quien entrega un regalo y a la vez una tierna despedida. La conclusión propone una vida posible más allá del matrimonio y del amor, una felicidad que paradójicamente se asemejaría a la que encontraría la actriz en la vida real, repleta de causas humanitarias y centrada en la educación de sus numerosos hijos. Aunque en este caso el final fuera otro bien distinto para ambos, incapaces todavía de encontrar olvido ni perdón, Allen por lo menos acertó reservando para la ficción la oportunidad de poder mirar al futuro (que ya es pasado) sin rencor.
Desmontando el matrimonio
Escrito por Manuel Barrero Iglesias (Tierra Filme)
Maridos y mujeres (Husbands and Wives, 1992) es uno de los grandes puntos de inflexión en la larga trayectoria del director neoyorquino. Debemos recordar que fue la última película en la que dirigió a Mia Farrow, quien apareció en los trece trabajos que dirigió Allen mientras fueron pareja. El estreno de este film coincidió con el escándalo montado alrededor de su separación, dándose la circunstancia de un argumento que mostraba no pocas similitudes con la realidad. Pero más allá del morbo buscado por los tabloides y demás cuestiones superficiales, no podemos obviar la interrelación entre vida privada y arte que siempre acompaña a su obra. Si observamos la “Década Farrow”, veremos que es una época marcada por la melancolía y la tristeza. Tanto en las comedias como en los dramas, ese tono afligido siempre estaba presente -con la excepción, quizás, de Broadway Danny Rose (1984)-. No puede ser casualidad que justo en su último trabajo juntos, Allen abandone ese tono melancólico para traernos su film más agresivo hasta el momento.
Una película violenta en la que abundan recursos apenas vistos en su filmografía anterior. La constante cámara en mano, el uso del zoom, o los cortes abruptos en los planos sirven para reflejar esa sensación de inestabilidad que acompaña a los personajes durante todo el metraje. Es más, se da una circunstancia inaudita en el cine de Allen. Es la única película de su filmografía en la que no hay rastro de comedia, aún apareciendo él. Incluso en dramas tan demoledores como Hannah y sus hermanas (1986) o Delitos y faltas (1989) su personaje siempre suponía un alivio cómico ante tanta tragedia. Pero en esta ocasión Allen se controla, su personaje no responde al arquetipo que suelta frases ingeniosas sin parar. Un detalle que habla muy claro sobre el tono áspero que busca el director, quien realiza una película devastadora sobre la institución matrimonial. No en vano, uno de los únicos chistes que aparecen en el film es el mítico: “la única vez que tuvieron un orgasmo simultáneo fue cuando el juez les concedió el divorcio”.
La rutina entre cónyuges es un tema recurrente en su filmografía, convirtiéndose aquí en el centro absoluto de la acción. La pareja que forman Gabe (Allen) y Judy (Farrow) convive en una aparente estabilidad que se tambalea cuando unos amigos deciden separarse. Jack (Sidney Pollack) y Sally (Judy Davis) son el espejo en el que se miran constantemente, anhelando en secreto la valentía de dar ese paso decisivo. Un punto de partida que da muchas vueltas hasta llegar a una conclusión que ya se encuentra en el inicio: la inestabilidad emocional domina las relaciones de pareja, y el matrimonio está condenado al fracaso. Sea porque se acabe rompiendo, sea porque sus integrantes no quieran abandonar la seguridad que da la costumbre.
Hablábamos de punto de inflexión, y es que Maridos y mujeres supone una ruptura evidente con la etapa anterior. Un ejercicio liberador para su creador, que se convierte en puente de vuelta al humor enérgico. No debemos olvidar que este trabajo influyó en la estética de dos de las más brillantes comedias de los 90. En Misterioso asesinato en Manhattan (1993) volvió a usar la frenética cámara en mano, aunque esta vez para construir una película hilarante, reverso de la anterior. Y en Desmontando a Harry (1997) vuelve a los planos cortados de forma brusca para una comedia descarnada. Tampoco es casual que Judy Davis aparezca aquí con un personaje muy similar al de la película que nos ocupa.
Según el propio Allen: “Maridos y mujeres fue un experimento que hice por diversión. Mi intención era que quedara desagradable a propósito. No quería que nada en ella encajara, ni que se viera pulida o bien montada”. Efectivamente, el film está plagado de elementos -ya mencionados- que lo acercan al cinéma vérité. Esa experimentación también la vemos en alguna técnica que ya había usado antes; como es la presencia de un narrador que, además, entrevista a los personajes sobre los hechos narrados. Un recurso utilizado de forma brillante, con el que el director se acerca aún más al tono documental. Pero más allá del divertimento que pueda suponer este juego con las formas, hay que fijarse en por qué ocurre en ese preciso momento de su carrera. Y aquí es donde Maridos y mujeres se convierte en un film fundamental, que rompe con el pasado para coger impulso hacia el futuro.
El camarote de Woody Allen
Escrito por Antonio M. Arenas
Años antes de que fuera popularmente aceptada aquella recurrente frase por la que “el mejor cine se encuentra en la televisión” (sic), Woody Allen dirigió para la cadena ABC una adaptación de su homónima obra teatral, escrita durante los años sesenta. Lejos de sentar precedente o de caer en la torpe realización televisiva de la época, Don’t Drink the Water (1994) se disfruta como una rareza, una no-película que, en cambio, fue rodada en 35 milímetros bajo la intachable dirección de fotografía de Carlo Di Palma. Diversos problemas legales por la controversia de sus derechos la mantuvieron durante un largo tiempo alejada de la distribución, pero aunque no se trata de una de sus obras más inspiradas, se asiste a ella como una película oculta de su filmografía que dispone de un acierto reconocible: condensar su humor en un espacio teatral, una embajada como particular camarote de Woody Allen.
Titulada en DVD Los Usa en zona rusa –como la ya existente adaptación cinematográfica de la obra teatral, dirigida por Howard Morries en 1969-, la propuesta sorprende al mezclar el humor absurdo con los miedos políticos y sociales de los sesenta. En plena Guerra Fría, una familia de turistas se esconde en la embajada americana de un figurado país soviético tras ser acusados de espías por fotografiar un lugar prohibido. Sin apenas exteriores, Allen disfruta encerrándose en una pieza de escena que en sus mejores momentos hace virtud de sus limitaciones. A través de largos planos secuencia, acumula diálogos y desastres en pantalla o fuera de campo, casi siempre protagonizados por un locuaz Woody Allen, que en constante movimiento sintetizan el humor desde el desastre y la paranoia.
Juegan en su contra cierta irrelevancia argumental y la falta de sutileza en la parodia, a cuyas mejores ideas el tiempo ha restado potencia y carga crítica, coartando un guión que funciona mejor en pequeñas dosis. Breves y disparatados camarotes repletos de cocineros, magos, sultanes, conejos, turistas americanos, una imposible historia de amor entre Blossom y Marty McFly o políticos despistados, nos revelan a un cineasta que durante los noventa abrazó el caos como única forma de sobrevivir a su propia Guerra Fría.
Más Woody y menos Prozac
Escrito por Gonzalo Ballesteros
En los noventa, el mundo se preparaba para afrontar el nuevo milenio mientras se sacudía el barro de un siglo de guerras, y en esta vorágine Woody Allen seguía a lo suyo, haciendo películas. Eso sí, empieza a ser relevante que ha alcanzado su madurez -vital, quiero decir, porque la fílmica la alcanzó años ha- y a la vista de su filmografía noventera, parece más centrado en divertirse y probar cosas nuevas que en demostrar nada a nadie. Entre las muchas obsesiones del neoyorquino, parece que no están las fechas o los aniversarios, pero démosle cierta ceremonia a la que fue la película veinticinco de su carrera, las bodas de plata de Allen y el cine: Poderosa Afrodita (1995).
Aunque muchos han encontrado en esta revisión de la diosa griega una obra menor, hay que reivindicar las muchas cualidades que posee esta comedia. Para empezar nos plantea la historia desde un antiguo teatro romano, donde un coro, un anfitrión y distintos dioses analizan en clave teatral la historia de nuestro protagonista, interactuando cada vez más y rescatando tragedias clásicas como la de Edipo. En la otra mitad del globo, y de la película, la acción discurre en Nueva York, pero al contrario de lo que nos tiene habituado la acción se desarrolla con personajes que no pertenecen a la clase alta: prostitutas, boxeadores, granjeros… Woody Allen desarrolla todo su ingenio para hilar el teatro clásico con la clase baja neoyorquina y establecer continuos símiles y diálogos entre ambos mundos.
Pero por encima de todo, más allá de las interpretaciones, los diálogos o la idea principal, lo más destacado es el profundo espíritu optimista que desprende la película. Allen lleva años haciéndonos reír transmitiendo sus obsesiones, sus miedos y sus manías, y resulta sorprendente y estimulante que en esta película prevalezca el amor, la alegría y la vida por encima de lo demás. Quizá, esto que reivindico sea lo mismo que otros utilizan para desmeritar el film, pero al igual que el inconmensurable cómico Ignatius Farray dice que la comedia salvó su vida, me van a permitir que admita que Poderosa Afrodita me salvó de caer en más de una depresión; tiene unos efectos antidepresivos que ya los quisiera el Prozac y desde luego unos efectos secundarios mucho mejores, con esa melodía que se incrusta en tu memoria… “When you’re smiling, when you’re smiling, the whole world smiles with you.”
Woody is done with love
Escrito por Pedro Villena
El mágico mundo de los musicales, donde todo el mundo puede cantar: plantas carnívoras, muertos vivientes, Russell Crowe… No importa el tono de la situación, en medio de un intercambio como cualquier otro, uno puede mirar al infinito y ponerse a cantar sin ser juzgado, es más, probablemente se le unan doscientas personas. Un mundo en el que todo puede pasar, incluso que Woody Allen cante al desamor (I’m done with love, i’ll never love again) en una terraza de Venecia. Un sentimiento idealizado que el genuino Allen suele ver en realidad como algo transitorio, cuyo fin último es el intercambio de fluidos, pero que en el universo musical le ha atravesado como una flecha que no puede sacarse del pecho.
Como indicaba el personaje de Natasha Lyonne al principio de Todos dicen I love you (1996), su familia no era la típica que verías protagonizar una comedia musical: de hecho, ellos están forrados. No hay por tanto bailes en el granero y sueños proletarios, es más bien el sentimiento de culpa de unos liberal-demócratas con mucho dinero lo que provocará que la atípica boda entre Edward Norton y Drew Barrymore sea un camino de rosas.
Es difícil imaginar a Allen organizando todas esas milimétricas coreografías, como también es cierto que ni ellas ni su inclusión en medio de la trama se ajusta a los cánones del genero. Dentro del evidente homenaje a clásicos como Gene Kelly, las letras de las canciones (inolvidable el baile de todo el hospital) introducen continuamente nuevos chistes e interactúan perfectamente con lo que les ocurre a los personajes en todo momento.
Un ingenuo (pero realista y divertidísmo) paseo por el amor que ya empieza a traer las primeras decepciones a una edad temprana (Natalie Portman ya pretendía abandonar a los 14 años), y que tampoco es que se ponga mucho más fácil en la madurez (tanto al Woody Allen de la película como al de la vida real se les podría preguntar lo mismo). Ante toda esta zozobra e inseguridad, lo mejor que puede hacer uno es mirar al infinito y ponerse a cantar.
Fragmentos de una vida imaginada
Escrito por Alejandro González
Un trabajo interrumpido abruptamente. A veces sin motivo, otras por algún tipo de trauma. El miedo a la página en blanco. La maldición del escritor. En definitiva, una crisis. Crisis como todas las que inundan la filmografía de Woody Allen. Creativas, sentimentales, existenciales… Fracturas dentro de una vida que hasta esos momentos podía estar más o menos equilibrada, y que necesita ser recompuesta.
La secuencia de apertura de Desmontado a Harry (1997) es una síntesis de su contenido. Una mujer baja de un taxi y se dispone a entrar en una vivienda. Esa acción la vemos repetida varias veces, con bruscos cortes de montaje y pequeños saltos temporales hacia delante y hacia atrás. Revisar el mismo suceso con aparente desorden. Anárquico como la memoria. Porque será la memoria el germen y motor para el neurótico escritor Harry Block. Su obra se basa en sus propias experiencias. Familiares, amigos, antiguas esposas y amantes actúan como base de sus creaciones y han sido expuestos en ellas sin ningún tipo de sutileza. Personas que han ejercido como musas. Musas y personas que ahora le han dado la espalda.
Woody Allen, recurre una vez más a su admirado Ingmar Bergman adaptando (muy libremente) el argumento de Fresas Salvajes. Todo comienza con un viaje que, poco a poco, se encamina hacia otro más introspectivo. Los protagonistas de ambas películas se enfrentan a su pasado. Reviven hechos que les han marcado a lo largo de su existencia, indagando en ellos en busca de una explicación, de un significado que les permita esclarecer cómo han llegado a la situación en la que se encuentran. En Desmontando a Harry, el personaje interpretado por Allen se integra en sus recuerdos, pero no solo en los reales, también en los que han salido de su pluma. Dialoga con los personajes que él ha creado y con aquellos que le han servido de inspiración para crearlos. Ambos se van intercalando, porque unos no tienen sentido sin los otros. Tal y como sucede en La rosa púrpura del Cairo o en Medianoche en París, de nuevo asistimos a una constante en la obra del autor, donde lo real se mezcla con la fantasía. El propio Harry vive más cómodo inmerso en sus ficciones, se presenta como un ser incapaz de afrontar el día a día. Tanto es así que prefiere recrearse en los placeres sexuales a través de la prostitución, porque en ella no existen más dificultades que un simple intercambio monetario.
Pero ese aparente hedonismo que profesa Harry no se queda en tierra de nadie, porque él mismo duda de su valía y de ahí radica el bloqueo que sufre. Tiene que darle una explicación. Y en ese caos emerge la lucidez, al deconstruirse a partir de sus recuerdos. De esta manera, podemos afirmar que si por algo ha transcendido el cine de Woody Allen, más allá del ingenioso humor que destilan sus películas, es porque se sirve de él para transitar por un incesante camino en busca de respuestas, en el que hallamos lugares donde se manifiestan las virtudes y miserias que nos hacen humanos.
“La música es para todos: el listo y el tonto”
Escrito por Aguamarina Llamas
Esta comedia dramática de Woody Allen es uno de los varios tributos que el director brinda a la música a través del cine. En este caso, Allen crea a Emmet Ray, una leyenda del jazz manouche: el segundo mejor guitarrista del mundo después de Django Reinhardt. Como ya hiciera de forma parecida unos años antes en Zelig (1983), está narrada en forma de falso documental con entrevistas intercaladas. El protagonista se nos presenta como un personaje arrogante, excéntrico, egoísta y misógino; aunque pronto comenzamos a empatizar con él, hasta el punto de resultarnos casi entrañable. El interés de este trabajo de Allen radica en la relación que tiene este personaje ficticio, interpretado de manera espléndida por Sean Penn, con su entorno.
Principalmente, el vínculo de Emmet Ray con la música resulta conmovedor: la forma que tiene de sentir cada nota que suena al rasgar su guitarra, entrando en una especie de trance que deja anonadados a todos: listos, tontos, buenos, pobres, apuestos empresarios, incultos, gángsters y adinerados intelectuales; y aunque la manera de transmitir la idea de que la música es para todos sea bastante simple por momentos (véase la escena del concurso de talentos), su sencillez resulta en definitiva suficientemente bella como para que esta película deje poso entre la marabunta de trabajos que supone la carrera de Woody Allen. Es importante también la relación de Emmet Ray con las mujeres: concretamente con Hattie (Samantha Morton), una lavandera muda y extremadamente tierna; y con Blanche (Uma Thurman), una escritora psicoanalítica fanática de los personajes extravagantes con la que termina casándose sin motivo.
Matar ratas en un vertedero y ver pasar los trenes son los pasatiempos preferidos de este grotesco personaje. A pesar de esto y según avanza el filme, vamos desentrañando al aparentemente soberbio artista que bajo ese caparazón de vanidad y crudeza, esconde una parte sensible e indefensa que sólo encuentra cobijo entre las cuerdas de su guitarra o entre los brazos de la única mujer que probablemente amó.
Con este trabajo, cuya banda sonora se sitúa entre las mejores de su filmografía, Woody Allen realiza una intensa declaración de amor a la música, y en concreto al aclamado french gipsy Django Reinhardt. Es importante sin embargo destacar que, de nuevo, Allen aprovecha para hablar de sí mismo, de sus pasiones, sus miedos, sus reflexiones, su manera de ver el mundo y de cómo le gustaría que éste fuera: lleno de excéntricos personajes y situaciones estrafalarias. Como si no supiera hacer otra cosa, reencontramos el inconfundible toque Made in Woody.
El día que me enamoré de Woody Allen
Escrito por Alejandro Arroyo (Ecos del Balón)
Entiendo que han visto la película. De lo contrario, háganlo, son 90 minutos de deleite. Dicho esto, lo reconozco: no diré que Granujas de medio pelo (Small Time Crooks, 2000) está infravalorada. ¿Por qué iba a estarlo si voy solo por la carretera y en sentido contrario hay un atasco flagrante? Lo admito: siempre sobrestimé Granujas de medio pelo. Qué quieren, fue mi primer contacto con Woody Allen en una sala de cine. Era la primera cita del americano con el nuevo siglo y aquello me pareció la mejor comedia de cualquier tiempo. Entraba Ray Winkle por la puerta, gritaba “Hola, Frenchie” y la cámara se iba hacia la cama de un apartamento, como se va la cámara hacia el dintel de una puerta en un western o hacia cualquier escalera para Hitchcock. Y Ray se ponía a hablar sin parar, con unas bermudas de saldo. Estaba descubriendo el cine de un mito.
Granujas de medio pelo, repito, era la primera cinta del nuevo siglo en el currículum del neoyorquino. Sabedora o no de su contexto, arranca y galopa con una rapidez inusual. Allen cuaja una primera hora que no está en las escuelas ni en los libros. Brota de cada segundo un volcán de talento; una idea argumental maravillosa, un casting a la altura. Las escenas están cuadradas al milímetro. No sobra un segundo, ni un plano. Es una fiesta en la que se suceden elementos de interés sin un solo tropiezo. Pocos personajes más independientes que Ray Winkle, un expresidiario al que no se le ocurre otra cosa que comprar una antigua pizzeria cerrada que colinda con un banco, montar en el local una tienda de galletas, cavar un túnel como intento de atracar la sucursal, y resultar finalmente que las galletas terminan siendo un éxito increíble.
La película da un giro, quizás descendente, cuando aparece Hugh Grant, un galante exhibidor de obras de arte, del cual se enamora Frenchie tras romper el cascarón de su nueva vida, la de una ex ama de casa que conoce el éxito y quiere pasar página. Allen vuelve a tratar la frivolidad de cierta clase social, pero la película, lo reconozco, baja un peldaño y pierde la genialidad de un primer cuarteto actoral de una originalidad tan excitante como cochambrosa, para encontrarse con sombras, caricaturas y estereotipos, cuyo mensaje seguramente encaje en la obra pero que no termina resultando tan mágico como lo anterior. Compensa incluso habiendo aparecido Frenchie enamorándose de Schwarzennegger en Junior.
Investigando el subconsciente
Escrito por Sofía Pérez Delgado (La película del día)
Woody Allen entró en el nuevo siglo de la mano de Dreamworks con una trilogía de comedias ligeras y clásicas protagonizadas por él mismo, más cercanas al cine de su primera etapa (el anterior a Annie Hall -1977-), aunque con un humor menos absurdo, y sí más crítico y paródico. Empezó con Granujas de medio pelo (2000) y llega a su cumbre con Un final made in Hollywood (2002). Entre ellas, Allen estrenó en 2001 La maldición del escorpión de Jade, su particular revisión del cine negro de los años 40 del estilo de Perdición (1944) de Billy Wilder, totalmente personal desde el mismo momento en que se elige a sí mismo para interpretar al héroe y (anti) galán mujeriego, pero sin dejar nunca de ser él mismo y aportarle su propia personalidad, con sus fobias (aunque algo matizadas) al personaje y a la historia en general.
La maldición del escorpión de Jade es una nueva (y esta vez algo disimulada) metáfora por parte del director del cine como ilusión efímera, un estado de trance capaz de atrapar los sueños por un instante antes de volver a despertarnos en el mundo real. El mismo trance en el que caen CW Biggs (Allen) y Betty Ann Fitzgerald (Helen Hunt), dos trabajadores de una compañía de seguros que sienten una fuerte antipatía entre ellos, tras ser hipnotizados en una sesión de magia, para posteriormente ser utilizados para perpetrar una serie de hurtos que ellos mismos se encargarán de investigar. Lo más desconcertante es que, cada vez que se encuentran en trance, Biggs y Fitzgerald se enamoran profunda e irremediablemente el uno del otro. La declaración de intenciones de Allen no es tan radical como en Annie Hall, con él explicándose directamente frente a la cámara, o en La rosa púrpura del Cairo (1985), pero los momentos en los que los protagonistas tienen esos sentimientos absolutamente opuestos a los que sienten en la vida real, están huyendo de ellos mismos, y, en cierto sentido, viviendo otras historias que son las que a ellos les gustaría vivir. Lo mismo que le ocurre a un espectador de cine.
Formalmente, se trata de una de las películas más extremamente teatrales de Allen, narrada casi de manera exclusiva en interiores claramente artificiales, ya que los espacios no están pensados para crear ningún tipo de tensión, sino para recoger los juegos dialécticos de los personajes, que pasan la mayor parte del metraje lanzándose dardos envenenados unos a otros. Estamos, aunque a simple vista pueda parecer que no, ante una película muy propia de su director, que está sólo disfrazada de thriller, porque el tema del hipnotismo y los robos resulta no ser más que un mcguffin para que Allen vuelva a rescatar sus obsesiones. El hipnotizador actúa como la figura del psiquiatra que saca a la luz los sentimientos que hay en el subconsciente.
La maldición del escorpión de Jade transforma sin que apenas nos demos cuenta su ácida mirada hacia la complejidad de las relaciones personales en una encantadora comedia romántica sin, aparentemente, mayores pretensiones de entretener y divertir. Pero la película va más allá: es una revisitación los temas que el director lleva tratando a lo largo de casi toda su filmografía desde un punto de vista nostálgico y desenfadado. Woody Allen en estado puro, al fin y al cabo.
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