Un pequeño homenaje a Harold Ramis y Atrapado en el tiempo
They say we are young and we don’t know
we won’t find out until we grow
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Todo lo que plantea Harold Ramis en Atrapado en el tiempo (Groundhog Day, 1993) es muy serio. La idea es sencilla, y a la vez bastante compleja. La exageración va de la mano de la imposibilidad física para caracterizar de Bill Murray al hombre moderno, atrapado en la monotonía de un mundo en el que nadie parece darse cuenta de que las reglas son absurdas, tanto como que exista un rito protagonizado por una “especie de rata” meteoróloga.
El día que se repite exactamente igual una y otra vez podría haber sido el planteamiento descabellado de un cortometrajista de provincias que al final no habría sabido muy bien cómo desarrollar todo el asunto. Por suerte fue a parar a manos de alguien que era mucho más que un cómico, por eso mismo hizo mucho más que una comedia. Ese Bill Murray eterno e inmortal era en aquel momento un actor cómico al que aún no se le había dado la oportunidad de atravesar a la cámara con una mirada entre irónica y desesperada. La táctica que patentaría en Lost in Translation (2003) ya empezó a ensayarla en Punxsutawney, quizás el pueblo más longevo de la historia del cine.
De apariencias (la aparente gracia del asunto, el aparente actor gracioso) construyó Harold Ramis un relato que nos agobia, conmueve, hace reír, inquieta, agobia y vuelve a hacer reír, según el día en el que se levante Murray, y son muchos. ¿Cuántos? Nadie lo sabe. El propio Ramis dijo que fueron más o menos 10 años, pero ni él mismo lo sabía. La mística de la historia trascendía a su propio entendimiento, o quizás lo que pasaba era que no le apetecía revelar ciertos detalles.
Esa misma mística que hace que Phil Connors (¡Sí, es Phil Connors, el hombre del tiempo de Pittsburgh!) llegue a pensar en la inmortalidad, incluso en la deidad. Se preguntaba una y otra vez por qué era ese día el que se repetía, un día en el que una marmota tenía mucha más credibilidad profesional que él. Todos nos hemos preguntado viendo la película qué es lo que haríamos con tanto tiempo, igual que después de ver El Show de Truman (The Truman Show, 1998) más de uno se ha puesto a buscar cámaras por su casa hasta darse cuenta de que su vida era demasiado aburrida para ser filmada. Si lo de Phil Connors fueron diez años, Harold Ramis controla a su propio Truman con maestría, con un excelente montaje en el que no importan las paradojas espacio-temporales, más que nada porque solo hay una y no sabemos de donde viene. Lo que está bastante claro es que Phil Connors está solo, muy solo. Cada vez que abre los ojos otro día más la situación nos parece muy graciosa, hasta que nos ponemos en su pellejo, en el peor lunes de su vida.
Ese reloj-despertador ya forma parte de la historia del cine. Y esa canción de Sonny & Cher. Y ese diálogo mañanero de enérgicos locutores americanos. El señor gordito que le pregunta a Phil si será una primavera temprana. La dueña del hostal que le ofrece café. El mendigo de inevitable destino. El pesado agente de seguros. El charco. La canción de la marmota. Todos nos sabemos el fatídico camino porque lo hacemos todos los días. Harold Ramis ya no podrá seguir haciéndolo, aunque a diferencia del bueno de Phil Connors, él siempre era de elegir caminos diferentes.