Vampiros y Piratas, escrituras entre el día y la noche
Aunque a lo largo de su filmografía se haya acercado con intensidad a la psicología humana y a las grietas de las relaciones sociales, el cine de Roman Polanski nunca ha gozado precisamente de un calado humanista, incluso podríamos estar de acuerdo al asegurar que se atreve a proclamar el fin de lo humano. En consecuencia, sus dos particulares aproximaciones al cine de aventuras carecen de esa clase estímulos juveniles y vitalistas que el género suele ofrecer, se nos presentan como películas fuera de su propio tiempo. Firmadas ambas junto a Gérard Brach en el guión, con casi veinte años de distancia y una vida pasada por alto entre ellas, plantean a través de la parodia y la nostalgia una confirmación: la aventura se construye desde la falta de esperanza. Será que por ello mismo sus personajes no dejan de perderla.
Con El baile de los vampiros (The Fearless Vampire Killers, or Pardon Me, But Your Teeth Are in My Neck, 1967) y Piratas (Pirates, 1984) Polanski se adentró en dos mundos imposibles construidos por nuestro imaginario colectivo. Dos sub-géneros que en sus manos parecen estar condenados. ¿Qué había detrás de esa ansia?
El baile de los vampiros se formula como una revisión paródica de la literatura vampírica, esmerada en su retrato burlesco pero consecuente en su creación de atmósferas, diálogos y decorados, véase el uso (o no) de la música de Krzysztof Komeda. Polanski se sirve de la temática para acentuar uno de los principales trasfondos que acompañarán su cine, la presencia del mal en todas partes excepto cuando nos miramos al espejo. En ese sentido, la mezcla de géneros no deja de establecer un recorrido narrativo circular, de ida y vuelta, que con su conclusión expande el mal a Europa. Un mal que ha estado presente en su obra ya sea a través del tránsito a la locura de sus personajes (El quimérico inquilino, 1976), el exterminio nazi (El pianista, 2002) o de forma más explícita como entes demoníacos (La semilla del diablo, 1968). Un mal sobre el que se refleja la mirada lúcida de quien se asoma al abismo, ya sea en el espejo de un gran salón de fiestas en esta ocasión, como rodeando una cuna en una de sus secuencias más celebres, donde quizá ya sea demasiado tarde para asustarse.
Trazando un salto de dos décadas, podemos abordar la revisión de Piratas desde dos vías. La primera de ellas, reivindicando probablemente la película más maltratada de su filmografía, injustamente menospreciada en la mayoría de textos y revisiones sobre su cine. Un gran fracaso en la época por su visión atípica (y utópica) que desmitificaba el género, pero en la que residen no pocas virtudes, su formidable presentación de personajes movidos por la supervivencia en lugar del heroísmo de antaño, lecciones técnicas de puesta en escena que son pura artesanía y ante todo un espíritu fascinado por las películas de Douglas Fairbanks y Errol Flynn.
La segunda sería refrendando su condición de película maldita, de proyecto fallido, para finalmente incluso aceptar que su fracaso no deja de ser pieza necesaria en el análisis y la aceptación de todo cineasta con una larga y extraordinaria trayectoria. Para comprender su razón de ser debemos preguntarnos por el origen de tan infausto proyecto. El guión rondaba en la cabeza de Polanski desde los años setenta, imaginándose partícipe de aquellas películas que veía en su infancia, que él mismo protagonizaría junto a Jack Nicholson. Pero aquello nunca sucedió. Ya en los ochenta, en uno de esos extraños movimientos de productores con ínfulas artísticas, el tunecino Tarak Ben Ammar, empresario peculiar donde los haya y hombre de negocios de cuidado -más adelante entablaría acuerdos con Berlusconi, Rupert Murdoch y hasta recientemente los Weinstein-, dio vía libre a la producción. El galeón por fin podía zarpar.
Como era de esperar debido a su edad, rondando los cincuenta, Polanski no pudo reservarse el papel del joven protagonista, pero conservó los vínculos de su personaje en El baile de los vampiros con el que debería ser su rol en el film, el joven acompañante del pirata Red interpretado por Walter Matthau. Ambos personajes descubren el amor por primera vez en circunstancias adversas, enamorándose inocentemente entre el ruido y los peligros de de la aventura. En cambio, sus relaciones sexuales brotan en plena acción, sin tiempo para la intimidad, formando parte de lujuriosas secuencias con el sello habitual del autor de Lunas de hiel (1992). De esa estrecha conexión que surge entre ambos, al mismo tiempo tan lúdica como abierta al subconsciente de Polanski, se extrae no sólo un despertar sexual, sino el deseo por experimentar una y otra vez un viaje. Ya sea navegando a lo largo y ancho del océano o adentrándose en la más fría y escaparda montaña nevada. Un viaje con el que alejarse de la civilización para sentir, por medio de la escritura en imágenes de terribles leyendas, un nuevo romance; por la aventura, por una mujer o por la mera posibilidad de su encuentro.