Roman Polanski (18 de agosto de 1933, París) simboliza la resistencia del cine de autor europeo más transgresor, capaz de adentrarse en Hollywood firmando obras maestras hasta huir por la puerta de atrás, como de revelar la esencia de una Europa distinta tras la Segunda Guerra Mundial, claustrofóbica, surreal, deshumanizada, junto a la que su aniñado rostro ha ido inevitablemente envejeciendo sin perder un ápice de su riesgo creativo, afán psicológico ni pulsión sexual tras las cámaras. Con la inestimable participación de nuestros colaboradores y firmas invitadas, presentamos el estudio crítico de una selección de su convulsa filmografía, que alcanza desde su ópera prima hasta su más reciente estreno en nuestras pantallas, La venus de las pieles (2013).
La gran mascarada
Escrito por Andrés Galán
El cuchillo en el agua (Nóz w wodzie, 1962) es, probablemente, el primer gran desenmascaramiento del cineasta de origen polaco. Tres personajes y un velero. Un cuchillo que de poco servirá en una travesía marítima, y una turbia atmósfera malsana. El espacio reducido y que dos de estos personajes sean masculinos (Andrzej y un joven autostopista de nombre desconocido) no hace sino forzar la implosión de una compleja naturaleza humana.
Naturalmente, que el tercer personaje en discordia sea una mujer, de nombre Krystyna, a su vez casada con el primero, servirá al cineasta para poner en marcha una lucha por la supremacía en un pequeño barco-estado en el que, si no el más fuerte, el más astuto acabará saliendo victorioso de un pulso biológicamente básico. Empero, no se trata de llevarse a la chica (Krystyna es solo una excusa para ver quién trepa más alto), de lo que se trata, insistimos, es de comprobar quién nada más rápido o quién grita más fuerte. Se trata de inflar el flotador en forma de cocodrilo antes que el oponente. Se trata, por lo tanto, de una lucha a muerte de egos. Porque así ve Polanski a la condición humana; seres parapetados tras una máscara con la que se ocultan complejos, inseguridades y mentiras. El cuchillo en el agua es la primera mascarada de Polanski porque la lista es extensa. El universo del autor ha ido incorporando, además, paranoia, problemas de identidad y demonios, muchos demonios.
No es de extrañar que la filmografía del director de Chinatown (1974) sea una constante disección de la nocturnidad teniendo en cuenta su problemática trayectoria vital. Polanski ha salido victorioso frente al mal, lo ha mirado de frente y ha sabido, como cualquier artista que se tome en serio su trabajo, incorporarlo a una obra en la que se potencia lo comercial sin menosprecio alguno a la inteligencia del espectador. Las máscaras revestían los rostros ajados, falsamente bienintencionados de aquellos vecinos octogenarios que residían en el famoso edificio Dakota. Las máscaras formaban parte también (máscaras que se hacían físicas a través del travestismo) en la no menos inquietante El quimérico inquilino (Le locataire, 1976). No será, sin embargo, hasta el estreno de Un dios salvaje (Carnage, 2011), cuando el desenmascaramiento se haga contemporáneo y explícito. Y es que los matrimonios burgueses del film, mucho tienen que ver con el desvelamiento que se practica en la película que nos ocupa. Ambas cintas ponen de manifiesto el gusto de Polanski por los espacios cerrados y el estriptis emocional. Un irse rasgando poco a poco las vestiduras hasta que no quede nada, si acaso, la verdad.
Los protagonistas de El cuchillo en el agua, si no desnudos, sí pasean la mayor parte de la película en traje de baño. Dentro de un velero que actúa como isla o estado independiente (fuera queda el mundo real, la rutina y el trabajo) en el que poder mirarse fijamente a los ojos y dar inicio, si la lluvia no estropea el esparcimiento, al divertido juego de las diferencias. La diferencia que existe entre tú y yo.
Sobresaliente ejercicio de estilo
Escrito por Daniel Reigosa (Versión Original Sin Palomitas)
Repulsión (1965) supuso el segundo largometraje en la carrera Roman Polanski, el primero de su época inglesa, y en él confluyen muchas de las obsesiones e intrigas que predominan en la extensa obra del director polaco. En este filme se dan cabida multitud de referentes visuales (Alfred Hitchcock, la Nouvelle Vague francesa, Orson Welles) para conformar un lenguaje primitivo y multireferencial que el director ha sabido moldear en los años venideros hasta hacerlo reconocible como propio.
La película se adentra en la mente atormentada de una joven belga, Carol Ledoux, (Caterine Deneuve) que trabaja en un salón de belleza en Londres y vive con su hermana y el novio de esta. Carol poco a poco y a través de ciertos detalles (un cepillo de dientes colocado donde no debe, un cumplido obsceno en la calle) va desarrollando una profunda repugnancia hacia todo lo que rodea a la figura masculina que converge en la completa locura pasando por una enfermiza paranoia. Se trata de un drama revestido de thriller psicológico, en el que los elementos sensoriales cobran un protagonismo creciente a medida que la mente de Carol se desarticula paulatinamente. Estos elementos cumplen un doble papel, trasladar al espectador la angustia vital de la protagonista y relatar, mediante la intensificación de estos, el deterioro mental de la joven.
Así, por ejemplo, el sentido del oído se ve alterado con los timbres del teléfono que se intensifican y se vuelven molestos hacia el final del filme; la putrefacción de los alimentos en la cocina o las grietas de la pared (que muestran un claro paralelismo con la frágil mente de Carol) desagradan a la vista; el hedor del conejo asado que con el paso de los días se mete pegajosamente en la nariz del espectador; o las surrealistas y perturbadoras alucinaciones que sufre la joven, excitando considerablemente el sentido del tacto.
La estética rompedora del filme, bebe del Hitchcock más enrevesado (mediante travellings imposibles) y de las licencias tomadas por la Nouvelle Vague (los paseos por la ciudad), pero en la que Polanski muestra un claro dominio de los espacios cerrados manteniendo los planos hasta el límite de lo soportable (fantástico trabajo de dirección de arte en los planos subjetivos de la protagonista, transformando las distancias de la casa), consiguiendo una angustiosa y progresiva opresión rayando la claustrofobia de una sala acolchada de un manicomio de segunda. La estructura narrativa resulta de un equilibrio exquisito pero da la impresión de que siempre se mueve en la cuerda floja. Unas dosis más de surrealismo (hacia un lado) o de lirismo (hacia el otro) descompensarían una película que parece haberse confeccionado como resultado de complejas operaciones matemáticas. Mención aparte merece la exhaustiva composición del personaje de Caterine Deneuve por medio de la mirada, a veces perdida y con ojos vacíos, a veces terrorífica, y otras más tímida y sensual. Sobresalientemente perturbadora.
El encierro Polanskiano
Escrito por Rubén Collazos (Cine Maldito)
Un barco, el interior de un piso, e incluso una pequeña habitación. Los espacios donde encerrar a sus personajes siempre han servido a Roman Polanski para realizar un retrato mayormente psicológico que incluso en sus últimas comedias ha adquirido un cauce distinto al que se le supone a un género como ese. No obstante, de entre todos sus trabajos y tras el segundo de ellos, Repulsión, sobresale una de esas rarezas que es difícil anexionar tanto a su cine anterior como posterior, pero sin embargo uno es capaz no sin extrañeza de enlazarlo rápidamente al cine de Roman Polanski.
En efecto, hablamos de Callejón sin salida (Cul-de-sac, 1966), título donde el espacio central de ese encierro fluye precisamente entre dos elementos que siempre han constituido ese aislamiento al que ha sometido a sus protagonistas: por un lado, el agua que rodeaba los barcos de, por ejemplo, El cuchillo en el agua o Lunas de hiel, y por otro las ya habituales casas que han hecho acto de presencia en títulos como La muerte y la doncella o El quimérico inquilino. No es que esa conexión nos lleve a un lugar concreto, pero sin duda expande los límites de espacio habituales a los que Polanski ha sometido (casi) siempre a sus personajes consiguiendo que el resultado diste de ese cariz psicológico habitual en el cine del galo.
Con ello no quiero decir ni mucho menos que eluda el típico jugueteo siempre entablado a través de sus protagonistas, pues el carácter excéntrico (que prácticamente se traslada a la propuesta) de unos roles que otorgan un cariz de lo más particular a Callejón sin salida, es el que ofrece precisamente una sugestiva variante al tono y texto de la obra: en ese sentido, Polanski logra una suerte de mixtura genérica donde la comedia más atípica se funde con la psicología que emanan tres personajes tan distintos entre sí como colindantes. No hay nada tan necesario como observar (y entender) el tácito acuerdo (una especie de tregua) que desarrollan tanto esa rubia jovencita destiladora de vodka, como su calvo y retraído marido, y el tosco gángster que les asaltará por momentos, para llegar a discernir que tras su tercer largometraje nos encontramos con un Polanski cuyo ejercicio podríamos incluso calificar como rara avis.
El marco dibujado para ese singular encuentro, que pese a delimitar la mansión en la que viven George y Teresa con la perfecta excusa de una marea alta, resulta de este modo idóneo para desarrollar una propuesta que se mueve en aguas más tranquilas pero siempre deja un cierto resquicio para la duda (esos flirteos de la mujer de George o las dudas del propio personaje, el modo de este de despachar a sus invitados, la inquietante pero cada vez más aceptada presencia de Richard, etc…) que prácticamente queda complementado en un último acto donde, sin necesidad de romper ese equilibrio creado por mucho que el guión termine de definir posibilidades que no se reflejan tanto en sus matices, el cineasta logra cerrar con coherencia y ni un atisbo de duda (precisamente esa que arrojaban los momentos ya citados anteriormente) una obra que, por insólita y extravagante, supone una parada obligatoria en su carrera.
All of them witches
Escrito por Sofia Pérez Delgado (La película del día)
Suena una inquietante melodía, una nana espeluznante, mientras los créditos iniciales acompañan a las vistas aéreas del Upper West Side de Manhattan. Una joven y feliz pareja llega a un antiguo edificio para ver un apartamento que planean comprar. Según parece, dicho edificio tiene fama de que allí han ocurrido sucesos terribles, como la práctica de la brujería. A esta presentación le va a seguir una puesta en situación pausada, que se toma su tiempo, tanto que hasta bien entrada la historia, al espectador le costará averiguar por qué se encuentra ante una película de terror. Y es que La semilla del diablo (quizás una de las más abominables traducciones de un título original), eliminando cualquier efectismo que distraiga de la narración, supone la racionalización más absoluta del género.
Tomando como base la novela homónima de Ira Levin, publicada sólo un año antes de su adaptación siendo un éxito de ventas de la década, Roman Polanski marcó con esta historia kafkiana un antes y un después en la forma de representar el miedo. La película se apoya precisamente en el terror a lo que no se ve, en la sensación de que no se puede confiar en nadie y de que ningún sitio es seguro. Se tiene constantemente la impresión de que algo malo ocurre, aunque no se sepa lo que es. Al igual que en el cine expresionista, son aspectos como la ambientación, el maquillaje o la música los que enrarecen el ambiente. Se puede ver claramente en la banda sonora de Krzysztof Komeda, de inspiración jazzística, que le da protagonismo al piano y a las cuerdas atonales para crear desasosiego.
Se trata, además, de una de las películas claustrofóbicas más radicales del director, siguiendo la línea iniciada con Repulsión (Repulsion, 1965), y que llega hasta La Venus de las pieles (La Vénus à la fourrure, 2013). Los escasos planos exteriores se ruedan con encuadres muy cerrados, y la protagonista va de un lugar cerrado a otro, acentuando la utilización perturbadora de los interiores como espacios amenazantes y desconocidos, aunque se trate nuestras propias casas. Quizás el mejor ejemplo se vea en la escena de la cabina, sosteniendo el primer plano de Mia Farrow (que es quien nos guía constantemente por aquello que trasmite su rostro), en un caluroso día de verano, que resulta asfixiante.
La clave de La semilla del diablo reside en su forma de representar al demonio como nunca se ha vuelto a hacer en cine: no tanto como una creencia real, sino un producto de la mente perturbada de Rosemary, la protagonista, como consecuencia de su educación católica y el sentimiento de culpabilidad que acompaña el haber dejado de lado las doctrina que le enseñaron. Una representación de nuestros miedos que aparece de manera subconsciente en forma de pesadilla, esas pesadillas tan escalofriantemente episódicas y silenciosas. Ni siquiera el propio Polanski fue capaz de acercarse con la misma sutileza al tema en la, por otro lado, muy minusvalorada La novena puerta (1999). Aunque las dos películas hablan del demonio, el trabajo esquizofrénico y paranoide de La semilla del diablo se asemeja mucho menos a La novena puerta que, por ejemplo, a El quimérico inquilino (1976).
Con uno de los finales estéticamente más elocuentes que se hayan podido realizar, y que la emparenta directamente con el giallo más estilizado, La semilla del diablo sigue siendo, 45 años después, un modelo ejemplar de la representación de los horrores de la mente. El diablo, al fin y al cabo, es lo de menos. Puede que lo más turbador de la cinta sea la incertidumbre de qué ocurrirá después. La historia no queda cerrada cuando aparecen los créditos, y uno no puede evitar quedarse pensando qué habrá detrás de esa diabólica nana.
Lo menos posible
Escrito por Juan Avilés
“- Are you alone?
– Isn’t everybody?”
Chinatown (1974) es una historia de detectives, cine negro al más puro estilo hollywodiense de los cuarenta, pero su trama central no gira en torno a los elementos tradicionales que persigue el investigador privado, es decir, joyas, delitos extravagantes o los objetos exóticos robados, sino acerca de algo muy usual, el agua y el poder, convertidos en misterio. En esto, al igual que en el retrato del personaje femenino, hay una cierta distancia con el género clásico. Faye Dunaway como Evelyn Mulwray suscita las expectativas de mujer clásica en el género noir, como viuda negra, pero en realidad es la heroína de la película, la única que no responde a intereses egoístas.
A pesar de esa separación, Chinatown no es una sátira al estilo de El último adiós (Robert Altman, 1973), rodada un año antes. Tiene el aire de la novelas de Raymond Chandler, contada de manera subjetiva, como las historias de Philip Marlowe, de modo que si el personaje de Jack Nicholson es engañado, el espectador sólo lo percibe cuando Jake Gittes es consciente, si se desmaya, hay un fundido y la pantalla se vuelve a iluminar cuando recupera el conocimiento.
La soledad es la pieza central de gran parte del género negro, tanto en literatura como en cine, la obsesión que mueve a sus protagonistas. Chinatown trata en apariencia sobre los turbios negocios del agua en Los Ángeles, pero los zarpazos en profundidad remiten una y otra vez a Edipo. Gittes, ese detective con pretensiones, no tiene ni idea del problema al que se enfrenta, de manera que, como el desdichado personaje de Sófocles, acabará perdiéndolo todo cuando lo descubra.
Jack Nicholson demuestra que puede ser muy grande cuando detrás de la cámara hay un director que le frena, aquí no mueve un músculo y está perfecto, aportando realismo a su personaje, y alejándose del histrionismo que le ha caracterizado en parte de su carrera. Como antagonista, Noah Cross, interpretado por John Huston, expresa la maldad, pero no la encarna de una forma atroz, muy al contrario, representa a un hombre encantador y educado. Pero lo hace con el peso de John Huston, es decir con su poder como director, que se refleja en la pantalla cada vez que aparece.
El guión, de Robert Towne, muestra un argumento que resulta confuso, como el de toda auténtica película de cine negro, y una estructura laberíntica, uno cree que la historia va en determinada dirección y de pronto se transforma en otro relato para, más adelante, dar un giro en sentido diferente. La historia es sencilla pero el detalle y la temática complicada.
El concepto del propio Chinatown, dónde Gittes trabajó y acabó haciendo algo que no salió bien y propiciaría su salida de la policía, es más un espacio mental, que un lugar real, que acaba simbolizando la futilidad de las buenas intenciones. De ahí que el final se desarrolle enese barrio, dónde como bien dice Gittes al teniente, se trata de hacer lo menos posible. Cuarenta años después Chinatown no ha envejecido nada, podría ser una película rodada ayer mismo, quizás su mensaje interno siga igual de vigente.
“Forget it, Jake. It’s Chinatown”
Los vecinos de Kafka
Escrito por Alejandro González Clemente
De nuevo, la presencia de una vivienda. Un espacio que actúa como un ente vivo. Seduce a la persona que lo habita, dialoga con ella para al final atraparla en un callejón sin salida. Una suerte de vampirización que hace que el sujeto de la historia pierda su propia identidad y enloquezca para el goce y disfrute de su fantasmagórico entorno.
Le locataire (1976), o El quimérico inquilino como se tituló en España, es la tercera película de la llamada “Trilogía de los apartamentos”. De alguna manera, la adaptación cinematográfica de la novela de Roland Topor es un híbrido entre sus predecesoras. Como en Repulsión, asistimos al desquiciamiento de su protagonista en un reducido enclave y, tal y como sucedía en La semilla del diablo, esa locura viene motivada por una “conspiración” llevada a cabo por sus vecinos. Pero sería injusto definir esta película como un simple sucedáneo. Contiene suficientes elementos para valorarla por sí misma, en ella destaca su capacidad para unificar un argumento propio del thriller, que a veces raya en lo terrorífico, con una pátina de humor que invade cada resquicio del relato. En este sentido casi podemos clasificarla como una comedia de suspense.
La historia de Trelkovsky, un joven que a raíz de alquilar un apartamento en el cual su anterior inquilino se suicidó, y condicionado por sus miedos e inseguridades, se ve envuelto en una sucesión de acontecimientos propios de una obra kafkiana. Donde unos vecinos obsesionados por el silencio y el orden, unidos al misterioso suicidio, irán alimentando su paranoia y terminarán por hacerle confundir la realidad con las fantasías que él mismo se ha creado. Un argumento que podríamos comparar con el proceso de enajenación sufrido por Jack Torrance en El resplandor. Película que se estrenaría pocos años después y que comparte con El quimérico inquilino la historia de un personaje que será previamente alertado de los inconvenientes del lugar donde va a hospedarse, pero que incitado por su actitud imprudente – más cercana al voyeur en la obra de Polanski – se verá arrastrado sin remedio hacia él.
Si algo habría que reprocharle a esta película es que el guion progresa a trompicones con respecto a la evolución de su protagonista, resultando confuso y repentino su camino hacia la locura. Un defecto que podemos achacarlo a sus rápidas condiciones de producción y su acelerado rodaje con vista a su presentación en el Festival de Cannes, donde resultó un estrepitoso fracaso. A pesar de ello, el exquisito cuidado con el que están hechos sus decorados, unidos a una fotografía (obra del maestro Sven Nykvist) que embellece la fealdad de lo cotidiano, consigue aportar esa atmósfera de desasosiego, tan característica del director polaco, que imbuye al espectador a base de intriga, desconcierto y sobre todo curiosidad. Una curiosidad permanente, adictiva, que nos permite acompañar al señor Trelkovsky por esos recónditos pasillos en busca de una respuesta al enigmático bloque de viviendas, para después sonreír ante la sorpresa de ver al apocado protagonista travestirse mientras sensualmente se mira al espejo.
Angustiosa percepción subjetiva
Escrito por Miguel González (Fotogramas al natural)
Con Frenético (1988) Roman Polanski ofrece una entretenida y efectiva película en la que combinó con habilidad dos elementos. Por un lado, la premisa Hitchcockiana del hombre normal atrapado por casualidad en una historia que le sobrepasa, en la que que tiene que sortear peligros y obstáculos tan increíbles como verosímiles resultan en la diégesis. Por otro, los elementos clásicos del thriller americano de los setenta engloban un guión efectivo y con tintes políticos que esquiva cualquier tipo de trascendencia, una puesta en escena claustrofóbica y eficiente basada en atmósferas opresivas y una preferencia por los planos cercanos evitando los planos generales. A ello le añadimos unos toques del thriller (o la comedia) de los ochenta, donde aparecen personajes estrambóticos y clubes de la época acompañados de manera casi siempre excesiva por una música sorprendentemente firmada por Ennio Morricone.
Polanski no llega, ni pretende, al nivel de sus obras magnas aunque deja su sello de estilo. Utiliza un ritmo más propio de películas europeas y, sobretodo, mantiene una de sus obsesiones, como ya hiciese en películas como Chinatown (1974) o El Quimérico Inquilino (1976), como es la importancia del punto de vista. El film mantiene con vehemencia su pulso en el personaje interpretado, sin virtuosismo pero con carisma, por Harrison Ford. Conserva la cámara en su Doctor Walker o, en su defecto, en su subjetivo, salvo puntualísimas excepciones. Un ejemplo sería el momento del baile con Emmanuelle Seigner, donde para crear tensión introduce dos planos que, pese a que no están exactamente fuera del campo de visión de nuestro protagonista, el montaje nos aclara que aparecen en imagen antes de que este los haya visto. Es de los pocos momentos en los que el homenaje a Hitchcock trasciende lo relativo al guion, pues en lo que respecta a lo formal, Polanski parece más interesado en la intriga que en el suspense. También es de los pocos instantes en los que la imagen va más allá de la percepción del personaje protagonista, el resto del tiempo nos aferramos a él con fuerza, sabemos lo que el sabe, entendemos lo que el entiende.
Así, Frenético consigue atrapar al espectador mediante la inevitable empatía con su protagonista, con el que avanza de la mano a través de un intrincado guion, que casi siempre cumple las expectativas, pues nunca las eleva en exceso. Y al estar inmersos en el estado de ánimo y en las motivaciones del personaje de Harrison Ford, la trama de contrabando nos acaba importando igual de poco que a él. Y esta se acerca, una vez más, a la idea Hitchcockiana de MacGuffin, donde toda la complejidad de la trama acaba sirviendo exclusivamente para hacernos pasar un agradable mal rato.
Y comieron perdices
Escrito por Pedro Villena
La historia de amor de Lunas de Hiel (1992) comienza de la forma más cruelmente bella que el espectador más escéptico con respecto al romanticismo podría soñar para despertar con sudores fríos. Un turista americano se enamora de una parisina en un breve viaje de autobús. Obsesionado con su imagen la busca día y noche hasta encontrarla por casualidad cuando ya casi había perdido la esperanza de volver a verla.
Una sobredosis de azúcar que anticipa con inusitada ferocidad el contraste que sufriremos después, algo que deberíamos haber previsto si hubiésemos echado un vistazo al arriba firmante. El fatalismo que aporta Polanski a la relación de Emmanuelle Seigner y Peter Coyote adquiere en determinados momentos tintes de cinta de terror psicológico, aderezados con otros erótico festivos difícilmente olvidables. Si alguien espera que la comedia aparezca en algún momento debe desistir de inmediato, más que nada porque la historia no tiene ninguna gracia.
El director no echa el telón de la relación amorosa en el momento en el que todo el mundo podría quedar bastante satisfecho, pero no contento con ello comienza a explorar los recovecos más siniestros de los comportamientos humanos, convirtiendo lo que en un principio parecía un paraíso terrenal en el auténtico averno, y aportando una de las visiones más fatalistas de las consecuencias de la desintegración de la pareja. Aunque se le pueda tachar de cínico o de exagerar las consecuencias de la situación, lo que nos muestra resulta bastante plausible: el desequilibrio en las afecciones lleva al hastío, el hastío al odio mutuo, y de ahí en adelante todo va a peor.
El personaje de Seigner acaba obsesionada por el rechazo de Peter Coyote, convirtiéndose en un ser sometido a su merced, completamente carente de voluntad propia. Es ese el momento en el que la relación se resquebraja, cuando el colapso le da la batuta aun hombre que realmente no quiere tenerla y que para librarse de ella tendrá que utilizarla a modo de fusta. Polanski se adueña de la atmósfera y la hace suya, buceando por las carencias de la pareja, anticipando inteligentemente la debacle con pequeñas señales, mostrando las perversiones sexuales de las que se valen para mantener un sentimiento ya extinguido.
Es curioso como el director ha vuelto a utilizar a su musa y esposa en La Venus de las Pieles para retomar el argumento de lo autodestructivo de la sumisión irracional en una relación amorosa. El prisma en Lunas de Hiel es muchísimo más pesimista, pero al fin y al cabo plantea los mismos interrogantes. El título en inglés Bitter Moon (luna amarga), hace referencia a un momento de la película en el que ambos personajes miran a la luna y experimentan sensaciones opuestas de felicidad y miseria, una amargura que para la pareja empezaba de manera mucho más dulce, pero conviene recordar que las situaciones pueden dar un vuelco, así como la luna tiene una cara oculta.
El diablo siempre llama dos veces
Escrito por Pedro Martínez (Sesión Doble)
Las obras menores de los grandes cineastas tienen un extraño encanto, quizás porque el espectador puede confirmar de primera mano, que como le ocurre a sí mismo en su trabajo, todo el mundo tiene días poco afortunados en la oficina, incluso los genios. La novena puerta (1999) acompaña en ese pequeño y subjetivo grupo a Frenético (1988), Piratas (1986) u Oliver Twist (2005) dentro de los trabajos menos celebrados de Polanski. Vista quince años después de su estreno, no sorprende la decepción con la que fue acogida, pero si se la valora por lo que es en lugar de por lo que pudo ser o se esperaba de ella, el regusto no es tan amargo.
Co-producción hispano francesa, se trata de una adaptación sesgada de la novela El club Dumas de Arturo Pérez-Reverte, centrada en la conexión entre Los tres mosqueteros y otro libro que podría tener como desencadenante al príncipe de las tinieblas. Esta segunda vía es la que adapta un argumento que tiene puntos en común con La semilla del diablo (1968), y que sigue los pasos de un bucanero de libros valiosos muy correctamente interpretado por Johnny Depp, en una búsqueda extraña y episódica por Europa. De guión irregular, las secuencias menos afortunadas se van acumulando conforme avanza un metraje que se antoja excesivo, a pesar de que el discurrir tranquilo de la trama funciona.
Si bien el conjunto está lejos de ser notable, ciertos aspectos merecen destacarse. La intriga de la historia mantiene la atención desde el principio, en un viaje de acompañamiento a ese codicioso comerciante de libros antiguos. Otro punto fuerte de la película es su música, compuesta por el recientemente fallecido Wojciech Kilar, cuyo motivo principal y que acompaña al personaje de Depp permanece en la cabeza horas después del visionado. La fotografía predominante de colores primarios, con querencia hacia los rojizos de aspecto infernal, viene firmada por el iraní Khondji, siendo también destacable. Pequeños detalles llevan el sello del mejor Polanski. Los fundidos a negro cuando el protagonista cae en varias ocasiones desmayado, similares a las transiciones entre sueño y vigilia de Repulsión. O como con solo un travelling que desemboca en Corso (Depp), dormido en una silla mientras se desarrolla una conferencia, se nos dice mucho de su carácter y forma de ser sin necesidad de diálogo.
En lugar de actuaciones flojas, es conveniente hablar de personajes flojos. Unos metidos con calzador, como el de Emmanuelle Seigner, cuya aparición coincide con el principio de la cuesta abajo del interés de la película. Otros, como el de Frank Langella, insípido, se mantiene en off casi todo el metraje. De simpáticas se pueden calificar las apariciones de Jack Taylor (actor muy presente en la época dorada del fantaterror español) y José López Rodero, ayudante de dirección en numerosas coproducciones norteamericanas, cuyo doble papel de carácter cómico choca en una trama tan seria. Tampoco ayuda el cierto abuso de la infografía en momentos puntuales, en una época en la que la tecnología necesitaba de un presupuesto elevado para conseguir resultados aceptables. Además, el tono de la historia no es que demande un final de despliegue espectacular, por lo que la desazón es doble.
En definitiva, salvando las distancias, y teniendo en cuenta la peculiar trayectoria que el director polaco ha debido seguir por sus problemas legales con la justicia americana, esta obra parece (sin serlo) el encargo de una major. Considerando los antecedentes parecía el más apropiado para llevar a la pantalla esta historia. Por las razones que sean, el resultado sólo es correcto.
El silencio
Escrito por Gonzalo Ballesteros
“El cine sonoro inventó el silencio”
Robert Bresson
El pianista es, por consenso, una de las obras más relevantes de la filmografía de Roman Polanski. Una película clave sobre la Segunda Guerra Mundial y el genocidio judío que el director construye con inteligencia y múltiples matices que hacen destacar su obra por encima de un puñado de grandes películas -y muchas otras prescindibles- que abordan el mismo tema. Aunque es cierto que este film se descuelga de las temáticas y géneros habituales de su carrera, posee el fuerte lazo de coherencia que supone haber conocido las barbaries del Holocausto de primera mano.
Habitualmente, las aproximaciones analíticas hacia esta película se centran, por cuestiones obvias, en el fuerte componente dramático de la historia o en la excelencia de la puesta en escena y la dirección. Pero en este caso concreto, vamos a poner la lupa sobre un aspecto que sobrevuela toda la película y es esencial: el silencio. Y es que, por encima de todo, El pianista es una película sobre el silencio. Un silencio que utiliza Polanski para canalizar toda la potencia dramática a través de distintos recursos.
En un revelador inicio, el pianista Wladyslaw Szpilman ve interrumpida su actuación en la radio polaca por el ruido de las explosiones, un bombardeo que silenciará su talento musical demasiado tiempo. Y en esta línea podemos destacar otros momentos claves en el que el silencio es fundamental: la progresiva segregación de los judíos en Varsovia que se oculta por el silencio de sus conciudadanos polacos; las escenas en las que intervienen los nazis en las que el silencio es el preludio de los asesinatos; el sigilo de Szpilman cuando se oculta en pisos en contraste con la guerra que se produce fuera; o esa magnífica escena en la que el protagonista desliza los dedos por encima del piano con el que convive, manteniendo puro el silencio que garantiza su supervivencia pero escuchando la música en su interior.
En relación con todos los silencios de la película en general y con este air-piano en particular, entendemos la importancia de la escena clave de la película, cuando un moribundo Szpilman vuelve a tocar el piano ante la mirada del oficial nazi que lo acaba de descubrir en las ruinas de Varsovia. La vuelta a la interpretación, es la vuelta a la vida de un pianista cuyo talento estaba condenado al silencio, un silencio que ahora se llena de las notas del piano. Y ese es el punto de inflexión, cuando la música gana la partida al silencio, cuando el himno del ejército anuncia que el nazismo ha sido derrotado, cuando Szpilman recupera su humanidad maltrecha y en la última escena vuelve a ser aquello que siempre había sido: el pianista.
Los márgenes del suspense
Escrito por Pablo Vigar
Cuando hacia la última parte de la cinta que nos ocupa asistimos temerosos a la huida del personaje de Ewan McGregor del ferry que acaba de abordar, lo hacemos porque reaccionamos ante la asociación que se produce en nuestro cerebro con los primeros instantes del filme. Unos en los que el mismo ferry llega a tierra con un coche desprovisto, aparentemente, de su conductor, escena que deja inmediatamente paso a la causa de nuestra intranquilidad: la visión de un cuerpo, en otra localización, al que unas olas han arrastrado hasta la orilla. La conexión está hecha. Poco más de dos minutos, sin diálogo alguno, en que se nos ha planteado el arranque de toda la trama. Y que al revivirlos de nuevo bien avanzada ya la cinta y con el personaje protagonista en mitad de la situación nos confirman al director Roman Polanski como un verdadero conocedor de los resortes que impulsan la intriga.
No fueron pocos los que tras el estreno de El escritor (The Ghost Writer, 2010) se lanzaron a tirar líneas entre el suspense que conseguía crear el director polaco con esta cinta y con aquel que a lo largo de casi la totalidad de su filmografía llegó a dominar el británico Alfred Hitchcock. Basada en una novela de Robert Harris, prácticamente inalterada en su paso a la pantalla, la historia comienza cuando el ex primer ministro británico Adam Lang -un trasunto nada disimulado de Tony Blair- se ve forzado a reclutar la ayuda de lo que aquí conocemos como negro, o escritor fantasma, que convierta sus palabras en literatura para sus memorias. La causa, el repentino y misterioso fallecimiento del anterior.
El director de La novena puerta (1999) no pierde el tiempo -ya hemos referido los primeros instantes de la cinta- y tras una breve escena que presenta al personaje del escritor agarra al espectador y lo zambulle en una espiral hitchcockiana de intrigas y sombras, ya sea a través de personajes secundarios, como el sujeto del bar que acosa al protagonista, o mediante la opresiva atmósfera que demarca el relato. La misma que entorpece la faena del simpático personaje del mozo de la casa, incesante en su empeño de barrer las hojas a pesar del huracanado vendaval que asola la isla.
El último acto del filme se reserva un giro de guión acorde a lo que se ha mostrado durante el metraje. La maraña de mentiras y encubrimientos construida en toda una vida se deshace al ritmo de una nota que pasa de mano en mano en un elegante travelling que evita los rostros y concentra toda su atención en el pedazo de papel. El intraducible final de la novela, por su parte, es resuelto con mano maestra por el director, con un fuera de campo que termina por equiparar al personaje protagonista con la condición de su ignota profesión.
Un Polanski exterminador
Escrito por Gonzalo Ballesteros
Durante su arresto domiciliario en Zurich en 2010, Polanski decidió adaptar la obra Carnage de Yasmina Reza (quien a la postre sería coguionista). No es casual que apostara por esta obra de teatro en concreto que le permitía, por un lado, filmar en un estudio alejado de esas trampas de ratón en forma de aeropuertos y, por otro, descargar su habitual mordacidad gracias al particular argumento de Reza.
Una pelea de niños, una chiquillada, ocasiona la reunión forzosa de los padres de los implicados: dos parejas de burgueses, perdón, de clase media acomodada, que intentan resolver el asunto de la forma más correcta y civilizada, como no podría ser de otra manera. Los anfitriones, el matrimonio John C. Reilly – Jodie Foster, reciben a Christoph Waltz y Kate Winslet y comienzan un baile de policorrectismo e impostada amabilidad que degenerará en la proyección de los más escondidos, y auténticos, instintos sociales.
Los arquetipos de la clase media están bien definidos y permiten al tándem Polanski-Reza dinamitar las conductas sociales tan de moda. Como ese talante comprometido del personaje veleta de Jodie Foster, cuya máxima preocupación es el hambre en África, cómo mañana puede ser la extinción del oso panda. Entre el compacto y lujoso elenco destaca el abogado sin escrúpulos –valga la redundancia- al que da vida Christoph Waltz. Reprobable en sus formas pero franco y opuesto a tanto cinismo. Es admirable la capacidad de Waltz para que empaticemos con personajes tan detestables como nazis (Malditos Bastardos, 2009) o abogados.
En el aspecto técnico, Polanski no termina de explotar las oportunidades que ofrece una acción que se desarrolla en tiempo real. Sin embargo, da un magisterio en dirección de actores y se desenvuelve libre dentro de un apartamento que funciona como cárcel para los protagonistas. Situación espejo de El ángel exterminador (1962) de Buñuel. Obra con la que comparte no sólo el surrealismo que justifica la limitación de movimientos, sino también, el demoledor ataque a la clase burguesa.
El compromiso por desenmascarar la hipocresía de la clase media-alta es el leitmotiv del film. Un objetivo que alcanza indudablemente y con éxito, es más, se pueden dividir en dos las fracciones de la clase media que salen ilesas. Una es aquella con doble moral, satirizada en el film, que en la realidad se escandaliza ante la situación “fugitiva” de Polanski. Carnage. La otra parte es la que acudió presta al estreno del film y se descubrió incomoda cuando una parte dentro de sí misma se sintió identificada con alguno de los cínicos personajes. Carnage.
Cegados por el deseo
Escrito por Pedro Villena
Existe la percepción generalizada de la llamada lucha de sexos como un conflicto más casposo que argumentado, pero sobre todo simplista y muy maniqueo, representado a veces en producciones de muy baja calidad y repletas de lugares comunes, y por donde campan a sus anchas el feminismo más reaccionario y el machismo no menos férreo. En el planteamiento de La venus de las pieles (Venus in Fur, 2013) se rebela en toda su crudeza un verdadero conflicto que va mucho más allá de la posesión o de un tipo u otro de genitales. Ya en la presentación del personaje de Emannuelle Seigner podemos anticipar que ella, como representación del genero femenino, es un complejo jeroglífico en el mejor de los sentidos: camuflada gracias a las apariencias es capaz de pillar desprevenido con sus virtudes al director de teatro que no tiene ganas de hacerle una prueba porque ha llegado tarde.
Polanski se vale del minimalismo más meticuloso para relatar un encuentro fugaz que pasea por hasta cuatro disciplinas artísticas: el cuadro de Tiziano “La Venus en el espejo”, el libro del escritor autriaco Leopold von Sacher-Masoch, la interpretación de la obra para las tablas de David Ives en la Nueva York moderna, y finalmente, la traslación de Polanski de esta historia al cine sin perder el espíritu teatral pero jugando con todo lo que el celuloide puede aportar a una situación como la que viven los protagonistas.
Un director de teatro (Mathieu Almaric) se prepara para marcharse a casa después de un duro día de casting en el que ninguna candidata le ha convencido para interpretar el papel de Vanda en su adaptación de La Venus de las Pieles. Para él las mujeres actuales (no solo las actrices) carecen de la sofisticación necesaria para echarse a las espaldas tan tremenda y señorial personalidad. La aparición de Vanda (una mujer que curiosamente se llama igual que el personaje de la novela) le incomoda en un principio y acaba por fascinarle al final, como una mezcla inaudita de sensualidad salvaje y contención decimonónica. Es en ese momento en el que la realidad moderna se fusiona con la historia de la novela en un viaje continuo de ida y vuelta en el que el espectador tiene que distinguir entre dos historias distintas que tienen lugar en un mismo escenario.
La novela de von Sacher-Masoch (de su nombre deriva el término masoquismo) narra la vida de Severin, un hombre que obtiene placer sexual siendo dominado por la mujer amada, adquiriendo mayor satisfacción cuanto mayor es la humillación de la que es objeto. El conflicto surge cuando Vanda, enamorada de Severin, acepta sus condiciones con tal de estar unida a él de cualquier manera, aunque secretamente piense que sus preferencias son las de un completo desviado. Vanda somete a Severin, pero presumiblemente acaba siendo ella misma esclava de sus propios sentimientos, encerrada en una espiral de depravación en la que aparentemente ella tiene el mando.
Polanski nos recuerda que aunque hayan pasado casi 150 años desde la publicación de la novela, su adaptación a nuestros días puede plantear el debate de si este conflicto del que hablamos es realmente una contienda equilibrada, o si realmente hay alguno de los dos bandos está condenado a tirar la toalla. El pulso entre Seigner y Almaric se mantiene hasta el mismo final, con sus consabidas idas y venidas, y gracias a la magia del genio polaco podemos llegar a salir de esas cuatro paredes para pasear por jardines de aspecto victoriano. Algunos se han aventurado a afirmar que la relación del director con la actriz principal (Seigner es su esposa desde 1989) podría estar representada en la de los personajes protagonistas de la película. Es difícil saberlo con certeza, pero no deja de chocar el parecido físico de Almaric y su caracterización en la película con el propio Polanski. Sea como fuere, la batalla está a punto de comenzar.