Terence Fisher y Hammer Films
De vocación tardía, llegando a la realización de películas casi por casualidad, la carrera del cineasta inglés Terence Fisher (Londres, 1904-1980) permanecerá ligada para siempre a la casa del martillo, la productora Hammer. Junto a dos figuras como Peter Cushing y Christopher Lee y con un fiel y recurrente equipo técnico en segundo plano, renovarían y actualizarían un género como el terror que desde los años dorados de la Universal en la década de los treinta parecía condenado a subproductos de serie B y Z con escaso interés artístico (salvo magníficas excepciones como podría ser el trabajo del productor Val Lewton en la RKO). A todo color, con dosis de erotismo creciente de forma exponencial conforme pasaban los años y un sentido de la violencia más gráfico que lo visto hasta ese momento, se creó una industria en las islas donde no tardarían en aparecer otras productoras como Amicus, Tygon o Tyburn que se retroalimentaban entre sí, tanto de temáticas como de personal para la creación de sus películas.
Durante la década de los cincuenta, el género fantástico predominante era la ciencia ficción proveniente de USA. Son los años de Ultimatum a la Tierra, Invasores de Marte, La guerra de los mundos o La invasión de los ladrones de cuerpos. Los monstruos clásicos como Frankenstein o Drácula hacía tiempo que dejaron de dar miedo e incluso parecía pasada la época en la que acompañaban a los cómicos de turno para ser motivo de carcajada, como en Abbott and Costello Meet Dr. Jekyll and Mr. Hyde (1953, Charles Lamont). Es en este contexto cuando Hammer decide realizar una nueva versión de la obra de Mary Shelley, poniendo al frente a un director ya habitual dentro de la productora como era Fisher. El resultado es La maldición de Frankesntein (1957), y lo que vino después, historia del fantástico.
Drácula (1958), La momia (1959), Las dos caras del Dr. Jeckyll (1960), La maldición del hombre lobo (1961), El fantasma de la ópera (1962), uno a uno, el director vuelve a poner cara a todos los clásicos del horror, mientras va rodando aportaciones más originales como La Gorgona (1964), trayendo el mito de la medusa desde la antigua Grecia a la época victoriana o dando su particular visión de la sectas satánicas en La novia del diablo (1968). Una familia que incluso crece y se multiplica mediante sagas, ya vengan firmadas por el propio Fisher casi en su totalidad como la dedicada a Frankenstein, o solo haciéndose cargo de la primera secuela como en Drácula, príncipe de las tinieblas (1966). Freddie Francis, Roy Ward Baker o John Gilling dirigen lo que el director principal no puede o no quiere hacer, convirtiendo el sello Hammer en todo un estilo y una forma característica de hacer fantástico. Por lo general: monstruo clásico, época victoriana y Lee y Cushing intercambiándose papeles. Pero conforme la maquinaria se engrasa se van tocando diferentes palos: aventuras de Robin Hood, de piratas, prehistóricas, ciencia ficción, thriller…
Esplendor y decadencia. A finales de los sesenta y principios de los setenta director y productora van languideciendo hasta un cese de la actividad casi conjunto, como no podía ser de otra forma. Mientras Fisher cada vez espacia más sus películas, y su producción para la casa es pareja a la que hace fuera de ella, la ruptura que traen los setenta respecto al cine clásico, y de la que el fantástico no iba a ser ajeno, cada vez menguaba más las recaudaciones. Además de una política de estudio desacertada y que no supo adaptarse a los tiempos, salvo pequeñas joyas tardías como Capitán Kronos, cazador de vampiros (Brian Clemens, 1974) o Las manos del destripador (Peter Sasdy, 1971). Mientras Frankenstein y el monstruo del infierno (1973) sirve de epílogo al director y cierra el círculo de la saga del moderno Prometeo, Hammer cierra sus puertas para el cine en 1980 con un remake de Alarma en el expreso, de Alfred Hitchcock. Detrás, una colección de cintas con lo mejor que ha dado el terror gótico, fuente de numerosas influencias (la producción fantástica italiana de la época, el ciclo Poe de Roger Corman, el Polanski de El baile de los vampiros…) y el grueso de la carrera de un director al que poco a poco se valora como merece. Uno de los mejores directores de cine fantástico, por calidad y cantidad, de la historia del cine.
“Degradante para todo aquel que ame el cine” (Tribune magazine, 1957)
Tras el éxito cosechado por El experimento del Dr. Quatermass (Val Guest, 1955), el estudio cada vez tenía más claro que sus futuras películas deberían centrarse en el género fantástico, algo que no era nuevo ni para la productora ni para el propio Fisher. Así que aprovechando que la novela de Shelley se encontraba libre de derechos, y tras un acuerdo con Universal en la que esta puso como condición que no se pudiera utilizar el icónico maquillaje creado por Jack Pierce para Boris Karloff, Hammer se lanzaba a la preparación de una nueva versión de la historia.
Desde el comienzo de la cinta, se puede comprobar que cualquier parecido con la película de James Whale del 31 o incluso con la novela es casi pura coincidencia. En una característica que devendría en costumbre para las adaptaciones de Hammer de los monstruos clásicos, el guión se contruía en base a las limitaciones presupuestarias con que se contaba. De forma inteligente, se trataba de contar las historias de manera más o menos solvente, a costa de sacrificar incluso pasajes bien reconocibles en el original. En esta ocasión, toda la historia se nos narra en un largo flashback por el propio barón Frankenstein, en los momentos previos a su muerte.
A través de las palabras de Victor, el espectador pronto se da cuenta de una cosa, que supone la mayor actualización respecto a las encarnaciones previas de la historia. Aquí el protagonista absoluto, el auténtico monstruo, es el barón. Una persona déspota y amoral desde que era un adolescente, incapaz de sentir algo parecido a la empatía por las personas que le rodean y obcecado en llevar a cabo sus experimentos de reanimación de tejidos muertos por encima de todos, incluso de su mentor o de su inocente prometida. Interpretado de forma magistral por Peter Cushing, el desarrollo e importancia de la mente perturbada de Victor se explotaría a conciencia en las secuelas dirigidas por Fisher, donde el monstruo o creación quedaba de forma totalmente consciente en un segundo plano o directamente ni aparecía en pantalla.
No es el caso de esta película, donde obviamente el monstruo interpretado por Christopher Lee tiene bastante peso. Para empezar, la secuencia donde nos es presentado, con ese travelling acelerado en montaje es asombrosa. También ayuda el maquillaje gore que luce el intérprete, otra muestra de que los tiempos estaban cambiando. Las sombras y el juego con lo que se muestra y lo que no son dejados a un lado por Fisher, que busca impactar al espectador bien sea a través de la música de James Bernard, la violencia explícita o la puesta en escena. Los colores vivos, el rojo de la sangre, las heridas en primer plano…Vista hoy la película puede parecer incluso inocente por todo lo que ha venido después, pero en su momento iba un paso más allá de lo que se había hecho, y por ello no sorprende el éxito de que disfrutó, sobretodo en Estados Unidos. No se trata de la mejor película del director ni del estudio, pero sin lugar a dudas es la más importante, porque sin la aleatoria mezcla de talento y capacidad de innovación que se produjo en esta producción la historia del cine de terror sería distinta.
“Me ha pedido comida, y mi deber es servirla. Espero que cuando haya acabado se marche y nos deje descansar en paz”
Con el éxito de La maldición de Frankenstein el siguiente paso a seguir por Hammer casi se podía adivinar. La otra gran saga de terror clásica era la protagonizada por el conde Drácula, inmortalizado por Bela Lugosi en la película de Browning. En esta ocasión, los derechos del libro de Stoker todavía no habían caducado, por lo que hubo que negociar con los herederos. Los beneficios obtenidos por la cinta previa, así como el mayor apoyo e implicación por parte de la mitad americana encargada de distribuir la película en Estados Unidos, hizo que esto no fuese un problema. Por supuesto, esta requería que el equipo técnico repitiera, y así sucedió, llevando a cabo la mejor adaptación (que no traslación literal) de la novela al cine hasta ahora, y elevando un peldaño lo conseguido con Frankenstein.
Si en la previa la mayor puesta al día respecto al imaginario popular correspondía a la personalidad de Victor Frankenstein, en Drácula el conde es el protagonista absoluto. Christopher Lee convertía al vampiro en un animal sediento de sangre, ya sea de doncellas vírgenes como del propio Van Helsing, dotándole de un gran magnetismo y carisma. Muy bien dosificado en el guión de Sangster, aparece en contadas ocasiones pero inolvidables por el saber hacer de Fisher tras las cámaras. La primera vez que se le ve en acción, con ese corte seco al primer plano de su cara con los ojos inyectados en sangre es inolvidable. Para bien o para mal el actor quedaría marcado de por vida por este papel, y si bien sus miras como intérprete no serían colmadas de forma plena en este encasillamiento, para el aficionado es un lujo verle en estos roles.
Por otro lado, la película ofrece unas lecturas en un segundo nivel realmente interesantes que trascienden lo que hasta ese momento se estilaba en el género. Para empezar, durante todo el film se juega con la apariencia de lo que se parece ser y lo que se es realmente. Jontahan Harker convertido en un cazavampiros, la damisela en apuros que en realidad es una vampira, la convaleciente joven que aguarda con impaciencia la visita nocturna de Drácula, la esposa abnegada que ronda en la noche la guarida del vampiro…Es una constante en el reducido metraje de la película. Además de la obvia liberación sexual que la mordedura de Drácula ejerece en sus víctimas, encorsetadas en esa moral victoriana tan característica de estas películas (aunque se ambienten en la Europa central) y que se expondría sin tapujos en la secuela (también de Fisher) de esta misma cinta, Drácula, príncipe de las tinieblas (1966), en la escena en la que Suzanne Farmer bebe la sangre del pecho del conde en el monasterio.
Hay que resaltar también el estupendo diseño de producción, que se vale de un presupuesto nunca visto en el estudio, y aprovechado al máximo por director y guionista. Por supuesto la encarnación de Cushing como Van Helsing es destacable, con el punto más alto en la secuencia final donde tiene un cara a cara con el conde realmente épico y que incluso se recupera de forma completa en su secuela. También es cierto que la interpretación de Michael Gough es demasiado afectada, y al actor se le ha visto mejor en otros papeles sin salir del género terrorífico. Uno de los pocos defectos de una película redonda, que confirmó al estudio británico como la nueva casa del terror y a Terence Fisher como un director con un sentido de la puesta en escena, del montaje y del ritmo al alcance de muy pocos