El último retazo de humanidad
Parece que a Wes Anderson le ha llegado el momento de los estrenos de terciopelo rojo, el merchandising masivo y el análisis concienzudo de una crítica cinematográfica que ahora se lía la manta a la cabeza y pone algo más de esfuerzo en el análisis de su lenguaje, de su forma de ver el cine y de entender la vida (o viceversa).
Los que han visto ya 16 veces Los Tenenbaum (The Royal Tenenbaums, 2001) y año tras año intentaban hacer comprender a sus amigos y conocidos el genio que había en el fondo de esas películas ahora deben de sentirse molestos. Las chicas que durante años han fumado a escondidas y se han vestido de Margot Tenenbaum ahora tienen que compartir butaca con no iniciados en el universo del director tejano. La Academia de Cine y las grandes productoras han convertido en acontecimiento lo que antes era un encuentro casual de personas descatalogadas que querían probar suerte a verse reflejadas en pantalla.
Pero entre los que tienen una forma especial de ver y transformar lo que les rodea parece que existe un vínculo irrompible, como el de Wes Anderson y su público primigenio. El director tiene una de esas firmas que de lo extrañas que son en su trazo y elaboración se identifican muy rápido, pero también tardan muchísimo en olvidarse. En El Gran Hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel, 2013) esa firma la reconocemos nada más agarrar la pluma, una muestra más de esa fidelidad a su público, y sobre todo a sí mismo.
En este nuevo viaje nos trasladamos a una república imaginaria de Europa del Este en un periodo de la historia del Siglo XX que (de forma irónica y cruel para los que lo vivieron) se conoce como “de entreguerras”. Ajeno a lo que se avecina e imperturbable en su deber se encuentra apartado en lo alto de alguna sierra el Gran Hotel Budapest, un resort de lujo que mantiene con esfuerzo el espejismo de grandeza de lo que un día llegó a ser. Ese es el sino que comparte con su jefe de personal, Monsieur Gustave: seguir tocando mientras el barco se hunde y mantener el esplendor y los juegos de artificio mientras el mundo se derrumba. Esto conlleva dar la espalda a la realidad y vivir en un mundo auto-generado en el que la ocupación total es la felicidad. Ralph Fiennes entra por la puerta grande en la gran familia cinematográfica que Wes Anderson ha creado a lo largo de su filmografía con una interpretación que alterna la comicidad auténtica y el patetismo inherente a un personaje que vive de aparentar, pero que también es auténtico en sí mismo (una especie de gigoló de octogenarias que no puede pasar tres frases sin recitar poesía clásica).
En la configuración de esta Europa turbulenta Anderson parece tener claros sus referentes, compartiendo el planteamiento fundamental de que la guerra es un proceso absurdo de destrucción e irracionalidad sobre el que prevalecen valores como el honor y el coraje, pacientemente transportados por las personas de las que menos cabría esperarlo (el propio Fiennes, el botones del hotel y la valiente pastelera). La simbología inventada para catalogar a los ejércitos que se proponen acabar con el mundo civilizado nos retrotraen a la que ideó Charles Chaplin en El Gran Dictador (The Great Dictator 1940), como si no existiese la necesidad de poner nombres y etiquetas a lo meramente destructivo.
El absurdo de las batallas que rellenan los libros de historia se extiende a los pequeños conflictos del día a día, trifulcas familiares como la disputa por una herencia, que pueden engendrar tanto rencor como las declaraciones internacionales de guerra.
Ante unos ideales basados en el odio y la segregación, Anderson sobrepone los más auténticos de la nostalgia bien entendida y la consagración al deber de Monsieur Gustave (el último retazo de humanidad), y los del amor verdadero y la fidelidad al maestro del botones Zero (gran descubrimiento el del joven Toni Revolori). Ambos conforman una pareja equilibrada de pillo parlanchín y lacónico extranjero que recuerda en muchos momentos a la de Gene Hackman y el afable indio Kumal Nayar en Los Tenenbaum. El director, con sus ya archiconocidos planos frontales, juega con las personalidades dispares de sus protagonistas introduciendo chistes visuales y manejando con soltura los silencios, más incluso que las peroratas de Fiennes.
El humor surrealista incluso nos brinda una huida de prisión que bien se podría asemejar a una mezcla imposible de La Gran Evasión (The Great Escape, 1963) y Toma el dinero y corre (Take the money and run, 1969), con un temible Harvey Keitel como maestro de ceremonias.
El póster promocional de El Gran Hotel Budapest ya auguraba un reparto inacabable y difícil de memorizar, pero como en tantas otras ocasiones en su cine, el tráfico de caras reconocibles ni es injustificado ni se desaprovecha en ningún momento. La aparición de Edward Norton ya genera cierta comicidad por su evolución de alto mando de los Boy Scouts en Moonrise Kindgdom (Moonrise Kingdom 2012) a auténtico jerarca militar de un ejército indeterminado. Un detalle que se olvida rápidamente porque Norton se mimetiza con un entorno que tiene reglas propias y que hace que toda esa maraña de rostros ilustres (Jeff Goldblum, Willem Dafoe, Tilda Swinton, Jude Law…) se vaya diluyendo e incorporando a la acción sin que podamos apenas percibirlo.
El escritor y narrador de toda esta historia (un supuestamente reconocido novelista de esta república imaginaria) confiesa que su éxito y el de muchos compañeros no radica principalmente en lo que ellos inventan, sino en las historias que otros les cuentan y a partir de las cuales conforman sus relatos. Acompañado de varios co-guionistas a lo largo de su carrera, Wes Anderson ha sido capaz de crear sus propias historias y hacer que parezcan reales, como cuentos, relatos, o álbumes de fotos de gente que le ha contado sus alegrías y sus penas. Gente muy rara, claro está.