Desde fuera, la tarea de programación de un festival no puede valorarse tan sólo por su criterio al elegir lo mejor o más salvable de las películas enviadas, ni mucho menos por presentarnos algunas de las más conocidas o premiadas del panorama, sino al obrar el pequeño milagro de que cada día las películas dialoguen entre sí y nos ofrezcan un prisma realmente variado y rico de nuestra realidad cinematográfica, lo que sin duda está logrando con creces la presente edición del IBAFF. El pasado jueves nos asomamos a distintos tipos de exclusión social en nuestro país y fuera de él, con extranjeros en España o con españoles en el extranjero, historias que de cercanas no vemos, cuando alejándolas a miles de kilómetros decidimos prestarles atención. Este es precisamente el caso de Eloy Domínguez Serén, que filma su periplo vital en Suecia como trabajador en la albañilería con su cortometraje Pettring (2013), de traducción aprendiz. La suya es la historia de otro emigrante español más de nuestros tiempos, pero su cortometraje no es una pieza cualquiera. Eloy se muestra repleto de curiosidad en su tiempo libre, sistemático en su jornada laboral como albañil y cariñoso en su intimidad, pero siempre decidido a contar su historia sin hablar, a través de una narración escrita en pantalla que amplia los sentidos de las imágenes y descubre la vuelta atrás de nuestra sociedad, así como los avances en su configuración como individuo. Sus motivaciones, su tránsito a una nueva vida, la que no esperábamos nos tocara, de eternos aprendices.
En Slimane (2013), José Ángel Alayón se adentra con tanta potencia como sensibilidad en la descarnada cotidianidad de un grupo de jóvenes magrebíes al margen de la sociedad, mientras que la ceutí Irene Gutiérrez junto a Javier Labrador acompañan en Cuba durante un año la vida y tareas de Jorge, el anciano habitante del derruido Hotel Nueva Isla (2014). Que el propio Alayón sea también productor de esta última nos remite a una conexión que va más allá de lo temático, se traslada a una inquietud por hacer cine y por la manera de hacerlo, acercándose a su objeto de estudio, borrando barreras entre ficción y documental, aproximando al cineasta como otro espectador más de historias humanas, encargado de transmitir ese sentimiento de pérdida y desolación.
Albergando lógicas diferencias creativas en sus mecanismos, entre el documental observacional y lo espontáneo de la ficción, ambas películas están cargadas de simbolismos en sus imágenes, ya sea en el trabajo en un edificio abandonado en un Cuba que se cae a pedazos, o en el amenazante paisaje desértico de Canarias en el que sobrevivir es la única opción. Por ello, frente a estas dos historias construidas en sus miradas y silencios, encontrar el pequeño diario filmado por Eloy Domínguez Serén en Pettring resulta revelador, ya que en su ironía y sutileza, comprende que lo que nos separa a unos y otros no es tanto como creemos, las ruinas y alegrías en las que vivimos son compartidas. En los recuerdos que no quiere contarnos Jorge y en los silencios de Slimane reside tanta verdad como en la tristeza de unos padres que no se podían imaginar que para prosperar, su hijos se tendría que marchar, buscando su propio Hotel Nueva Isla, reconciliado con sus Slimanes.
El concepto del tiempo en el cine fue uno de los puntos de debate más intensos del II Encuentro de Autores celebrado en el IBAFF, al que pese a tener prevista su asistencia, finalmente no pudo acudir Víctor Erice -quien sin duda tendría mucho y muy interesante que decir al respecto-, pero del que sí tomaron parte los cineastas Marc Recha y Pedro Costa. Fue este último quien acabó mencionando lo menospreciado que está el tiempo en la mayoría de películas. Y aunque se refería a su rigor, extrapolación y funcionamiento interno, en el caso de El tiempo pasa como el rugido de un león (Philipp Hartmann y Jan Eichberg, 2013), el tiempo mismo es el único foco de estudio ontológico, filosófico y decididamente personal del film. De hecho, la película dura exactamente los mismos minutos que la esperanza media de vida de un hombre en Alemania, 76 años y medio. Una vez pasada la mitad de su vida, del miedo de su director (llamado cronofobia) nace una inquietud por enfrentarse al tiempo en todas sus formas, consultando expertos, midiendo el espacio y la manija para arañar algún segundo al reloj. Y aunque la propuesta apela a cuestiones de calado, en general no logra transmitir sus inquietudes, ni en lo íntimo ni en lo mundano, rayando lo superficial e intrascendente con la grata excepción de su excelente plano final, que respira y transmite a la perfección las intenciones que su ensayo podría haber alcanzado, capturando el tiempo, su transcurso y quizá una nueva posición frente a él.