Patapum parriba
Los planetas se alinearon. Lo que comenzó como un rumor el día de su estreno se ha ido confirmando con el paso de los días: Ocho apellidos vascos es, en su primer fin de semana, la película más taquillera de 2014 y el mejor estreno español desde Lo imposible (2012). Y todo ello con una comedia pura, sin muchas pretensiones pero con el simple propósito de que nos miremos al espejo y nos riamos de nosotros mismos. La celebración de la proeza no es por la relación taquilla-éxito -sería un enfoque bastante reduccionista-, responde más bien a la constatación de que cualquier tipo de producto, con unos mínimos de calidad, puede funcionar en cartelera si le acompaña una buena promoción y el apoyo de los grupos mediáticos. El boca-oreja hace el resto.
Porque Ocho apellidos vascos (Emilio Martínez Lázaro, 2014) es una buena comedia, que debe sus méritos principalmente a los guionistas que tienen detrás: Borja Cobeaga y Diego San José. Una pareja que ha escrito anteriormente las películas del propio Cobeaga, Pagafantas (2009) y No controles (2010), comedias a la altura de la que nos ocupa, pero que no despegaron en taquilla por la modesta promoción que tuvieron. Pero más allá del propio hype creado por los medios y los espectadores, el factor diferencial de Ocho apellidos vascos es que plantea una comedia romántica que explota los estereotipos y tópicos sobre vascos y andaluces y, por extensión, sobre todos nosotros. Este ánimo de autoparodia es reforzado con la aproximación al conflicto vasco desde una óptica humorística. Los gags sobre la kale borroka, los secuestros o la independencia son sintomáticos de la madurez de una sociedad que es capaz de reírse de todo.
Ocho apellidos vascos es nuestra particular Bienvenidos al norte (2008), con la que comparte el choque cultural norte-sur. También tiene algunas pinceladas de Four Lions (2010), comedia sobre las peripecias de un torpe comando yihadista que quiere atentar en Londres, pero sin llegar a los límites de banalización del terrorismo de esta. La buena respuesta del público ante el guión de Cobeaga y San José, quizá haga rescatar del cajón el proyecto Fe de etarras que cuenta la historia de un grupo de etarras que son nombrados presidentes de la comunidad en el piso franco en el que se esconden; o también puede que de un impulso al otro proyecto cómico-etarra que parece que si verá a la luz este año sobre la negociación del gobierno y la banda terrorista en 2005.
El otro gran pilar sobre el que se construye la película y hace fluir la comicidad entre chiste y gag es la actuación de los protagonistas, en especial de Dani Rovira, que debuta en el cine con la frescura de un actor acostumbrado al medio, y de Karra Elejalde, que no sorprende a estas alturas de su capacidad interpretativa. Pero pese a que el guión y los actores cumplen con su trabajo, hay algo que lastra el film e impide que alcance el máximo de su potencial: la dirección de Emilio Martínez Lázaro. Compone la película con desgana y conservadurismo, zozobra entre estilos sin terminar de encontrar el tono adecuado y echa mano de clichés televisivos para solucionar elipsis y transiciones. Es una pena que con el guión que tiene entre manos y la capacidad de sus actores, no arriesgue más desde el punto de vista visual e intente darle un valor añadido a la imagen. Se atrinchera en lo seguro por miedo a transgredir y eso impide que la película termine de avanzar y ser redonda. Si algo aprendimos de Clemente, personaje clave en la trama, es que hay que defender, sí; pero después salir con todo. Y eso es lo que se echa de menos en Ocho apellidos vascos: el patapum parriba y a correr, hostia.