ALLEGRO (Una introducción)
Empecemos con fuerza. Como un Allegro. Qué la energía nos desborde las entrañas. A fin de cuentas de eso se trata. Profirámoslo en francés: “Vité”. O en alemán: “Rasch”. En cualquier caso, lo único que debe importarnos es sobrevivir. Sobreponernos al derrumbe. Si logramos levantarnos y atravesar ese paisaje destruido por el que transitaba el Wladyslaw Szpilman de El pianista (The Pianist, 2003), entonces, lo habremos conseguido. ¿Pero qué habremos conseguido? Mantenernos a flote. Porque de eso se trata. De sobreponernos al Demonio, que en su hipóstasis, viene a presentarse siempre en forma de celos y locura.
Existen en el mundo dos tipos de naturalezas: los serenos y los endemoniados. Entre los primeros encontramos figuras ilustres de la talla de Séneca o Goethe. Tanto el filósofo romano como el poeta alemán conocieron de primera mano la esencia intrínseca del mal. El primero por gloria y gracia de los parricidios, suicidios y asesinatos que dominaron el Imperio romano; el segundo, a través de un periodo, el romántico, en el que los vendavales del alma venían siendo, con toda su generación de líricos, el único clima posible. Dentro de esa pátina de poetas, y transitando el otro lado del abismo, nos encontramos con seres torturados, locos y apasionados. En Alemania a Hölderlin y a Kleist; en Francia, y algunos años después, a Baudelaire. No podemos olvidarnos de Nietzsche, endemoniado, ni de Leopold von Sacher-Masoch, ¡endemoniado! Todos ellos vienen a representar, probablemente junto a la literatura de Arthur Schnitzler y el psicoanálisis, los diferentes eslabones sin los cuales, no podríamos hablar hoy de una filmografía como la de Polanski.
El cine del director francés presenta la perpetuación de una manera de observar el mundo: la del endemoniado. Un endemoniado, si se quiere, aburguesado; disciplinado en las formas pero con una amplia conciencia del mal. Polanski, del mismo modo que los genios de la segunda categoría, pertenece a ese tipo de cineastas que no temen asomarse a la nocturnidad de los hechos. Reconoce los apetitos privados, la ambigüedad y el caos. Nos confirma la inextricable relación que surge entre el amo y su esclavo. Polanski sugiere perversiones. Deseos negados. Digámonos de una vez: la obra de Polanski es de un carácter altamente genital.
Permítaseme aquí, abusando de la paciencia del lector, un inciso autobiográfico que nos servirá de ejemplo para trazar ese mapa de tonalidades que componen el cuadro polanskiano. Siendo todavía un niño, fui a toparme (más por una casualidad que por afán cinéfilo), con aquella secuencia de Lunas de hiel (Bitter Moon, 1992), en la que Emmanuelle Seigner, sentada ante la mesa del desayuno, se derramaba un vaso de leche sobre los senos. Naturalmente, para el niño, todavía inocente, privado del elemento sexual, de la testosterona, de la hormona revolucionaria, esta escena solo puede significar una apertura hacia los límites de lo cotidiano. La superación del desayuno familiar. El desayuno alegre bañado por los rayos de sol. La violación de la luz y el orden. Del zumo de naranja y los cereales. Emmanuelle Seigner nos descubría, acongojándonos a todos de paso, un principio oculto. Nos descubría la permanente ubicuidad del deseo. Precisamente, este principio de erotismo contenido recorre buena parte de la obra del director. Con la Seigner proponiéndonos esta novedosa forma de afrontar el día, Polanski nos desvelaba el elemento oscuro de la cotidianidad.
ANDANTE (La transmutación de la forma teatral)
Quizá debamos ordenar el discurso. Ya que la vida es siempre desbarajuste, procuremos que el texto no lo sea. Tomemos aire y cambiemos de ritmo. Sigamos el pulso del adagio y moderemos las pasiones. Qué nos gobierne el alma, no el cuerpo. El alma está encerrada siempre en un espacio sanguíneo y claustrofóbico. El alma no respira, se ahoga entre pulsiones. Es esclava de la carne. Antes del conocer, está siempre el querer, y, aunque empeñados en dominar el asunto, la verdad siempre sale a flote.
Precisamente, con este estudio queremos indagar en aquellas películas del cineasta que, compartiendo rasgos comunes, nos aproximan a la personalidad de un creador único. Por un lado, la acción intramuros. Tres obras pequeñas, concierto de cámara en apariencia, que participan de una puesta en escena análoga. Por otro, la vinculación de éstas con el texto teatral. Tanto La muerte y la doncella (Death and the Maiden, 1994) como Un dios salvaje (Carnage, 2011) tienen su germen en el texto dramatizado. La primera, a partir del libreto del escritor chileno Ariel Dorfman. La segunda, como adaptación de la obra Le dieu du Carnage, de la novelista y dramaturga francesa, Yasmina Reza. Ambos filmes, al igual que la más reciente La Venus de las pieles (La vénus a la fourrure, 2013) se alimentan del texto dramatúrgico poniendo de manifiesto la poderosa influencia que el teatro sigue ejerciendo hoy sobre su hermano menor.
La trilogía que nos ocupa adquiere significancia, no solo por la calidad incuestionable de las obras, también por la capacidad de Polanski para escapar de los mecanismos de un género que no siempre ha sabido trasvasar el texto del escenario al set de rodaje. Consciente de la artificiosidad del lenguaje teatral, Polanski huye de la limitación que supone filmar a un grupo de actores sobre el escenario. Nada resulta más aburrido que el teatro filmado. Por eso los últimos trabajos de Peter Greenway nos parecen hoy antipáticos. Polanski, por el contrario, no se pierde en paisajes estancados ni se deja tiranizar por proscenios y decorados de cartón piedra. Las tres piezas de cámara a las que aquí nos referimos, respiran de manera autónoma. Aunque respetuosas con el texto teatral, (los tres filmes cuentan con la participación del dramaturgo en la elaboración del guión) ninguna de las cintas se deja constreñir por las reglas del arte escénico, convirtiéndose gracias a la realización del cineasta, en genuinos y enérgicos ejemplos de arte cinematográfico.
SCHERZO (Anotaciones personales sobre La muerte y la doncella y otras ideas alrededor de Un dios salvaje)
Mucho se ha hablado sobre la impepinable relación entre arte y experiencia. Sobre la obstinada capacidad de una melodía (a Proust le servía una simple magdalena) para evocarnos o transportarnos a un momento concreto del pasado. Si hay un arte sentimental, ese no es otro que el cinematográfico. Ninguna manifestación artística se abastece del enriquecimiento colectivo como lo hace el cine. Nuestra relación con la pintura es siempre íntima. Al leer una novela, la comunicación se limita al diálogo que emerge entre nosotros y el autor. No leemos los pasajes de una obra literaria en comunidad. No lloramos ni sonreímos al unísono como el espectador que se diluye dentro de la sala de cine. Este espíritu nostálgico al que hacemos referencia se ha potenciado, sobre todo, en las monumentales filmografías italianas. Fellini, en primer lugar. Los directores italianos han sobredimensionadodo la visión nostálgica del cinematógrafo. Para Giuseppe Tornatore, no se trata ya de ver una película, sino de relacionar el contexto sentimental de nuestra vida con la obra cinematográfica. El enamorado del cine es un melancólico amante de la imagen pasada. No solo amamos las películas en sentido neto. Las amamos por el lugar que estas ocupan en nuestra propia experiencia vital. Toda esta perífrasis para decir que cine y vida andan en continua comunión. Del mismo modo en que Polanski siente la necesidad de rodar su celebrada aproximación al Holocausto, uno tiene el impulso (quien sabe si ciego) de escribir sobre determinadas películas por ser el único vehículo hacia un pasado que se pierde.
La muerte y la doncella es una de esas cintas perdidas en los recodos de mi propia memoria. Vinculada a una historia de amor finada, la historia de venganza de Sigourney Weaver, representa una de esas ventanas al pasado. El film no es solo una historia de obsesiones lóbregas, es, al mismo tiempo, el encierro polanskiano por antonomasia. Un encierro, si se prefiere, más comedido. Menos desquiciado que aquellos enclaustramientos que protagonizaban los personajes de El quimérico inquilino (Le Locataire, 1976) o Repulsión (1975). El trasfondo social de la cinta, la huida del tono esperpéntico en aras de un nada lejano “basados en hechos reales”, hacen de La muerte y la doncella una película tan turbia como necesaria. El contexto de la trama, mímesis de la dictadura chilena, demuestra el interés del director por asentar los pies en el suelo; por escapar de la locura desquiciada y delirante. Sin embargo, el realismo, en ocasiones, puede parecernos mucho más aterrador que cualquier historia de demonios.
El personaje de Sigourney Weaver es otro de esos ejemplos en los que la obra de arte, en este caso la pieza musical, se presenta como apertura de fenómenos y sensaciones pasadas. De la misma forma en que el Alex DeLarge de La naranja mecánica (A Clockwork Orange, Stanley Kubrick, 1971). sufría nauseas y mareos cada vez que oía la Novena sinfonía de Beethoven, en Paulina despiertan turbios deseos de venganza cuando escucha el Cuarteto para cuerda de Schubert que da nombre a la película.
Sinteticemos: Por un lado encontramos enclaustramiento, locura y pérdida de papeles. Por el otro, neurosis, dominación y erotismo. Si bien es cierto que en Un dios salvaje el erotismo deja paso a otras formas de sometimiento, el elemento erótico vuelve a repetirse en La venus de las pieles. Una característica que ya estaba presente en la cinta que nos ocupa y en la que Polanski juega más que nunca a confundir dolores y deseos. Nunca una venganza fue tan sexual. Cuando la Novia iba en busca de sus víctimas en Kill Bill Vol. 1, (Quentin Tarantino, 2003) nunca se respira sexo. Ni siquiera en el último encuentro con el malogrado Bill. La Novia viaja alrededor del mundo con un solo objetivo: matar. El juego que se establece entre Paulina y el doctor Miranda, es, como hemos dicho más arriba, altamente genital. Polanski entiende la tortura como una extensión del placer. Una tortura que en ocasiones, y como se explicitará en La Venus de las pieles, se torna, si no tácita, sí oscuramente deseada.
Pero el elemento de unión entre la pieza que parte del texto del dramaturgo chileno y el juego que se perpetra años después con el material dramático de Reza no es otro que el paisaje interior. Ambas películas se desarrollan dentro de un espacio intramuros. La primera en una elegante mansión junto al mar; la segunda, en un sofisticado y burgués apartamento de Nueva York. Tanto en La muerte y la doncella como en Un dios salvaje, sus protagonistas pierden los papeles, -dejan de ser quienes son- para emerger a una superficie oscura y primitiva. La bestia interior, esa contra la que tanto lucharon los ilustrados, desfilan por ambas películas como Pedro por su casa. La comicidad se apodera de la función cuando comprobamos que los protagonistas de Carnage, son personajes económica y socialmente establecidos. Importantes abogados en el caso de Christoph Waltz y defensoras humanitarias amantes del arte en el de Jodie Foster. El humor cáustico de Polanski envuelve la obra aniquilando cualquier posibilidad de escape. Somos todos ridículos y no tenemos más remedio que aceptarlo.
PRESTO (Grito final, La Venus de las pieles)
Finalicemos con una pincelada rápida, pues la vida es demasiado breve para pasarla pensando el cine. Todo sucede prestissimo y no debemos permitirnos ni un minuto maltrecho. Echémonos a la calle, bebamos como en las grandes bacanales para olvidar quiénes somos. Qué se traspapelen los roles. Qué se desvanezcan las identidades. Dentro del rito primigenio en el que como colofón jugamos a devorarnos los unos a los otros, la Bacante lanza su grito y todos sabemos que el juego ha finalizado. Son ellas quienes tienen el poder dentro de la fiesta. A fin de cuentas, eso dice el libro de Judith: “Dios quiso castigar al hombre poniéndole en manos de una mujer”. Discernir sobre el carácter misógino de La Venus de las pieles es una tarea que dejamos en manos del lector. El film, última pieza de interior, representa la imposibilidad del doble sujeto.
Tanto Thomas (Mathieu Almaric) como Vanda (Emmanuelle Seigner) son conscientes de que el juego se torna imposible sin un acuerdo tácito de intercambio. Aceptar la supremacía del otro es confirmar nuestra propia aniquilación y, al menos en principio, ninguno quiere ser reducido a materia. Aplastar el espíritu es una virtud que solo corresponde a los grandes totalitarismos. En la lucha de sexos, la confusión es continua. Por eso, a lo largo de la película vemos a los protagonistas pasar por todas las combinatorias posibles: 1. Director de teatro con poder absoluto-actriz indefensa/dominada. 2. Director dominado-actriz con inteligencia para manejar el cuadro de luces y de paso la voluntad del antes todopoderoso director. 3. Actriz extorsionada/dominada-director psicoanalizado/dominado. La confusión es tal, que la identidad de los personajes se diluye potenciado por el hecho de que tanto Thomas como Vanta, se ponen la máscara para interpretar a los personajes de Masoch.
La lucha de sexos es estudiada por Polanski como aquella relación que se establece entre el amo y su esclavo. Por eso las relaciones de pareja casi siempre fracasan. De igual modo que en el vínculo que surge entre Thomas y Vanta, al final, siempre hay alguien que se erige como representante del poder absoluto. El sexo se destruye en cuanto aparece la figura de un dominador que aplasta al dominado. No hay cordialidad posible entre quien propina latigazos y quienes los reciben. En todo caso, y dicho de manera prestissima, lo mejor es intercambiar el látigo. Si no jugamos a prestarnos los roles, entonces, la derrota está asegurada. Solo nos queda observar el poder de la bacante carcajeándose de nuestra comprometida situación. “Y Dios quiso castigar al hombre reduciéndolo a objeto”. ¿No es ese el rol que ha venido desempeñando la mujer a lo largo de los años? ¿No es La Venus de las pieles un grito de venganza contra el aplastamiento? Nunca lo sabremos mientras sigamos avanzando por el mundo ataviados de mayordomo como sirvientes del poder.