Wes Anderson (1969 , Houston, Texas) es uno de los cineastas norteamericanos contemporáneos que poseen una personalidad más identificable y enriquecedora. Gracias a su capacidad imaginativa y a unos inagotables recursos geométricos de puesta en escena, su cine continúa siendo capaz de sorprender, escapando de las expectativas del público así como de los resortes críticos habituales, probablemente creando los suyos propios. Es todo lo que podemos pedir a un director moderno, que afiance a conciencia su estilo abrazando todo tipo de influencias y referentes, ofreciendo material nuevo que enlazar con el pasado, el suyo -su infancia en una familia desestructurada resuena en todas sus películas- el del cine, la música e incluso la literatura, sin quitar la vista al frente. Y su filmografía nos permite comprobar una clara muestra de esta evolución estilística sin fin.
“I can’t come home, I’m an adult”
por Antonio M. Arenas
A la hora de volver la vista atrás al cine de Wes Anderson quizá lo más interesante no sea darle excesiva importancia a que dos amigos, que se conocieron en la Universidad de Texas, escribieron y realizaron sus primeros cortometrajes hasta que uno de ellos acabó siendo proyectado con éxito en el Festival de Sundance. El resto de la historia ya la saben o se la imaginan, eran Owen Wilson y Wes Anderson, jóvenes aprendiendo a hacerse al mundo y a una cámara. Esa sensación reside en las imágenes de Bottle Rocket, tanto del corto como de su primer largometraje, con aquella trama de unos atracadores de poca monta conectan directamente con cierto espíritu generacional en el cine independiente americano, precedido por nombres como Richard Linklater, Jim Jarmusch o Hal Hartley.
La inocencia de su blanco y negro, unida a sus notas jazzísticas, ya distanciaba de nuestro mundo la realidad en la que viven sus personajes, interpretados por los hermanos Luke y Owen Wilson. De hecho, ellos mismos relatan al tercero en discordia su atraco, omitido por medio de una elipsis durante su breve metraje. Este destello narrativo y su gusto por los diálogos pudieron ser la lanzadera para un largometraje basado en el corto de mismo título, del que llegarían incluso a repetir escenas y diálogos. Una ópera prima que fue todo un fracaso comercial, pero en la que como cineasta y actor, respectivamente, asumen que ya nunca volverán a casa -y no lo hicieron, continuaron sus carreras, ya fuera escribiendo guiones juntos y por separado- que madurar conlleva perder, caerse del árbol, ser otro para seguir siendo,
Bottle Rocket (1996) expande los parámetros del pequeño relato de de atracadores para convertirse en una historia de crecimiento personal cargada de melancolía, lo que la vincula con varias de sus siguientes películas. Sin las características visuales a las que posteriormente nos acostumbraría la obra de Wes Anderson, más allá del uso incipiente de la cámara lenta y una acertada selección musical, prima el retrato de dos perdedores, uno de ellos (Luke Wikson) internado voluntariamente presa del hastío, el otro (Owen Wilson), tan ajeno a sus problemas como inconsciente al tratar de solucionarlos. Ambos, junto a un tercer implicado en discordia, organizan un plan de atraco para llamar la atención de un pez gordo (James Caan), cuando realmente necesitan una llamada de atención interior.
Sin esforzarse en resultar una comedia histriónica ni estar en absoluto construida alrededor del gag, el punto de vista irónico sobre sus absurdos planes y el resultado de los atracos, tanto en una librería como en aquel almacén, funciona y sirve de excusa para desarrollar la ética de sus personajes, sus incertidumbres construidas a través de una amistad, del primer amor a ritmo de Love y Alone Again Or, o del heroísmo con los Rolling Stones. La historia de un fracaso que acaba mal, o bien en el fondo, como esta pequeña película habitualmente olvidada en su filmografía, a la que de entre todos sus personajes -y pese a su evolución como cineasta- podemos agradecer volver la vista atrás sabiendo que aquel desconocido chalado, interpretado brillantemente por Owen Wilson, continuará llevando su broma hasta las últimas consecuencias, guardándose para su intimidad la reveladora última secuencia del film, paseando junto a su destino a cámara lenta. Un final que nos mira a todos con sinceridad porque como él, ya nunca volveremos a casa. Y mejor.
Buscando mi Rushmore
por Gonzalo Ballesteros
Max Fischer tiene quince años y es alumno de Rushmore. También es editor de Yankee Review, presidente del Club de Francés, delegado ruso en el Club de la ONU, vicepresidente del Club de Numismática, capitán del Equipo de Debate, director técnico del Equipo de Lacrosse, presidente del Club de Caligrafía, fundador de la Sociedad de Astronomía, capitán del Equipo de Esgrima, practica decatlón en el Equipo de Atletismo, es director del coro, fundador de la Sociedad de Bombardeo, cinturón amarillo en el Club de Kung-Fu, fundador del Club de Tiro al Blanco, presidente de los Apicultores de Rushmore, fundador de el equipo de carreras Yankee Racers, director de la Compañia de Teatro que lleva su nombre y atesora cuatro horas y media de vuelo en el club de aviación Piper Cub. Pero por encima de todo, Max Fischer es alumno de Rushmore.
Cuando es expulsado del colegio por emprender una obra faraónica con el fin de impresionar a la profesora de la que se ha enamorado, Rushmore destierra a Max Fischer pero Max Fisher no abandona su Rushmore. La academia es un centro elitista para hijos de familias ricas o becados superdotados como él. Con unas capacidades organizativas y asociativas muy altas para sus quince años, encuentra en Rushmore el lugar adecuado para desarrollar sus inquietudes de manera ilimitada. Rushmore es tan importante para Max Fischer que no es sólo un colegio, es un estilo de vida. Por eso, es capaz de sobrevivir a su expulsión, por eso desarrolla numerosas actividades en su nueva y desmotivadora escuela pública y por eso no ceja de intentar seducir a la profesora de la que se enamoró.
El retrato de este joven excéntrico e increíble, es la primera obra redonda de Wes Anderson. Tras su debut con Bottle Rocket (1996), desarrolla en Rushmore (1998) toda la personalidad de su cine; desde la temática -familia, adolescencia-, los recursos estilísticos -travellings, planos simétricos, setpieces-, hasta la música pop o la dirección artística. En esta película se encuentran todos los elementos recurrentes en su obra y volviendo a ella en perspectiva, supera la etiqueta de simple comedia original para convertirse en una de las películas clave de Wes Anderson. Además, es el principio de una colaboración fundamental y prolífica con el actor Bill Murray y la presentación del también recurrente Jason Schwartzman que pese a su genialiad no ha vuelto a tener un papel protagonista con tanto peso como este. Al fin y al cabo es mérito suyo -y de Wes, por supuesto- que nos creamos a este improbable adolescente que entre otras cosas ha salvado el latín. ¿Y tú que has hecho?
La familia es lo primero
por Pedro Villena
Los planos cenitales, tan característicos en el cine de Wes Anderson, nos dan siempre una perspectiva que a primera vista podría parecer ajena a la historia, a los personajes, a lo que el director nos va a contar.
Muchas opiniones coinciden en que el hecho de ser el autor de un universo tan genuino tiene un inconveniente tan insalvable en esto del cine como la dificultad del espectador para identificarse y comprender las acciones y la personalidad de sus curiosos habitantes. Pero a Wes Anderson como a muchos discos, libros, e incluso personas en esta vida, hay que darle tiempo.
Quizás esa revelación mística no llegue nunca, pero si alguna vez lo hace ese plano cenital se convertirá en un trampolín hacia un mundo en el que los jugadores de tenis retirados siguen vistiendo como si fuesen a jugar un partido y la gente que pasa por un trauma nunca se quita su chándal rojo de Adidas.
El lugar donde solemos caer si esto pasa es algún tipo de libro, historia episódica contada toda ella de una vez, como una buena novela que no se puede soltar ni un momento. El de Los Tenenbaums. Una familia de genios (The Royal Tenenbaums 2001), se asemeja más a un álbum de fotos disfuncional de adopciones, mentiras, traiciones y mentes brillantes.
Quién sabe si Wes Anderson se sintió alguna vez como un genio prematuro. Lo cierto es que le ha costado lo suyo hacer que le entiendan, si es que realmente alguien le ha entendido. Como los hermanos Tenenbaum, genios de la dramaturgia, el deporte y las finanzas sin saber a tan tierna edad que a veces con el conocimiento viene la infelicidad. Detrás de las personalidades extravagantes y las vestimentas que han conformado iconos de su propio cine (sobre todo la figura de Margot Tenenbaum) están los problemas de siempre, el amor fraternal, romántico y filial, este último cobrando especial relevancia en la figura de una nueva incorporación: el padre ausente interpretado por Gene Hackman, una muestra de como Anderson es capaz de sacar de contexto a figuras legendarias de la interpretación para colocarlas dentro de su cabeza.
Las miserias de la ambición y la fugacidad de la fama son coreografiadas con sutileza por un Anderson que parece moverse cómodo entre la rareza, impregnando de sí mismo todas las ocurrencias (e incluso los silencios) de sus propias creaciones.
En una secuencia de la serie El Séquito (Entourage 2004), el celebérrimo y eterno aspirante a estrella del cine Johnny Drama se encontraba con Luke Wilson (Ritchie Tenembaum en la película) y le preguntaba si estaba libre el papel de su compañero en la nueva película de Wes Anderson. Wilson le contestaba que ya estaba cogido y que lo iba a hacer su hermano Owen. La familia es lo primero.
La vida pasa por el Belofonte
por Alejandro Arroyo
Decía Michael Mann que un ejercicio de estilo es solamente eso… un ejercicio de estilo. A Wes Anderson (Houston, Estados Unidos, 1969) no se le puede entender o disociar del mundo publicitario, donde el director de El gran hotel Budapest estiliza las formas en busca de crear una necesidad en el espectador. Recuerdo tomar conciencia del universo cinematográfico de Wes Anderson, es decir, que sus ideas lograran crear una necesidad en mi persona de ver y descubrir toda su obra, sin saber que películas que ya conocía eran suyas. Tardes enteras recuerdo pasar con mi hermano rebobinando una película en VHS donde Bill Murray le ponía un tapón a un niño de 6 años mientras jugaba al baloncesto. Lágrimas. Sin más. Después me topé con otra donde también Bill Murray subía una escalera, ponía una sardina en la mano y aparecía una orca comiéndosela. Sin más.
Hasta que dos niños con chándal rojo hicieron clic. A pesar de tomar nombre de una película de otro Anderson, Revista Magnolia rezuma, entre otras muchas cosas, el espíritu de un cineasta muy particular. Cuando vi Life Aquatic (2004) suponía la primera vez que veía una película de Wes Anderson sabiendo que era de ese tipo extravagante, incorregible, a ratos mágico, a ratos arrítmico, del todo único que era y es el norteamericano. Con motivo de este especial, y tras una revisión, me sorprende su vigencia. Pensaba que con Viaje a Darjeeling (2007), Anderson había trazado una línea de dos tiempos, que dejaba lo anterior, al menos artísticamente, en un escalón inferior. Error. Grave. Life Aquatic es todo lo que puedes esperar de su creador. La originalidad del punto de partida y del desarrollo del relato, con numerosos momentos suyos, para no pocos, artificiales y de souvenir; su pasajera arritmia narrativa -opinión personal- y su absoluta maestría para la progresión escénica con ayuda de la música, donde es el último gran genio en el tema.
Por ello y más cosas la historia de Steve Zissou es extraordinaria. No vamos a descubrir a Bill Murray, un actor que ha creado un género propio que, sin ánimo de comparar, también consiguieron figuras tales como Chaplin, Keaton (Buster), Ferrell, Nielsen o Kitano, en una interpretación que ahonda en el significado de conocerse uno mismo a través de los personajes que uno interpreta. Su pasado, sus inseguridades, sus excesos, todo lo que mueve a su personaje hace pie con la muerte de un amigo, la aparición de su hijo o la de una periodista que hará preguntas dentro y fuera de plano. También a sí mismo. De las mejores virtudes de Anderson: encamina sin adoctrinar. Cierra el círculo con Starálfur, con Bowie o Seu Jorge haciendo camino al tocar. Y el gorro rojo y la composición de color, el Belafonte como una casa de muñecas, la dirección de actores. Todo detalle cuenta para conquistar.
Extraños en un tren
por Pablo Vigar
Hacia el final de Viaje a Darjeeling (The Darjeeling Limited, 2007), un travelling imposible recorre, a ritmo de Play With Fire, los vagones de un tren que no es tal, sino que tornan en diferentes espacios, vitales podríamos decir, donde se ubican personajes de la historia que nos ocupa. Obviando que no viajamos a Darjeeling, sino a bordo del tren que lleva este nombre, éste nos sirve para presenciar una odisea vitalista y existencialista, en consonancia, como no podía ser de otra manera, con la poética que caracteriza al cine del director.
La India esperaba a Wes Anderson. El país de las vacas sagradas y los tigres de Bengala, con sus múltiples colores y su ponderada espiritualidad, sirve al director para, una vez más, acercarse a la familia como fuente incansable de conflictos y fatalidades. Habiéndose doctorado en este respecto con el retrato de familia de Los Tenenbaums, en esta nos presenta a tres hermanos cuya relación no es todo lo fraternal que se podía esperar. Hace un año que no se ven, desde el fallecimiento y funeral del que fuera su padre. El mayor de los tres, un Owen Wilson sensacional, les conduce a un viaje místico por el subcontinente indio para que: a) vuelvan a estar juntos, b) se dejen de secretos y limen asperezas, y c) se encuentren a sí mismos.
Fusionada, como suele ser habitual en el cine de este señor, con una banda sonora prodigiosa, The Darjeeling Limited reúne a dos asiduos de Anderson como son Wilson y Jason Schwartzman, con la incorporación al dueto de un inspirado Adrien Brody, de lejos su mejor papel desde su sobrecogedora interpretación en El Pianista. Anjelica Huston en el papel de la madre, tan perdida como los hijos, y el simpático cameo de Bill Murray completan el plantel de recurrentes.
The Darjeeling Limited es la historia de tres hermanos que se preguntan si serían amigos de no tener los mismos padres, y del equipaje que transportan, maletas todas con las iniciales de su difunto progenitor. Es la historia de Jack, que vive para el amor y por sus historias, basadas en personajes que quizás no sean tan ficticios como pretende hacer creer. La historia de Peter, que se agarra al recuerdo de su padre, ya sea en forma de sus gafas, las llaves de su coche o su cuchilla de afeitar, y que huye del hecho de que él mismo se va a convertir en uno. La historia de Francis, el más entregado de los hermanos a la causa del reencuentro con sí mismos, cuyos vendajes encierran una terrible verdad que no conoceremos hasta el final, y que nos dan una idea de lo desgraciada que es la vida para estos tres hermanos cuando no se tienen el uno al otro, pues si no parecen ser capaces de estar juntos, mucho menos lo son de no estarlo. Intuimos que, ya libres de maletas, lo lograrán.
Autenticidad a 12 fotogramas por segundo
por Daniel Reigosa
Wes Anderson es un director al que le gusta divertirse y divertir. Es uno de estos genios tímidos que no llaman la atención, pero que son dueños de un universo extremadamente excitante y suelen preferir ver la vida con los ojos de un niño, llenos de curiosidad y con cierto rechazo (o simple desprecio) hacia la filosofía de la simple supervivencia. Su mundo podría asociarse fácilmente a directores americanos de su generación como Spike Jonze, o incluso europeos como Michel Gondry. Su paleta de colores cálidos, su iluminación, las constantes expresiones caricaturescas de sus personajes (reales o no), así como la constante narración en forma de fábula clásica, le confieren un aura de “director del buen rollo” que se ha venido ganando con cada metraje. No obstante, escondido tras el dulce envoltorio, el caramelo suele llevar algún ingrediente analítico y crítico con la conducta del ser humano, los problemas familiares o los personajes que no terminan de encajar dentro de su entorno, todos ellos temas recurrentes en la filmografía del director tejano.
Se podría decir que Fantastic Mr Fox (2009) homenajea y bebe de diversas fuentes: la screwball comedy americana de los años 40-50 (diálogos rápidos e ingeniosos); las fábulas populares (no en vano es la adaptación de un cuento de Roald Dahl, El Superzorro); del western clásico (el encierro recuerda al de Rio Bravo de Howard Hawks); los westerns de Leone (planos con los héroes de espalda, enfrentamientos intercalando primerísimos primeros planos) o, incluso, un sincero homenaje al sector de los videojuegos (las huidas, los saltos, las excavaciones esquemáticas y un largo etc). Pero la película, lejos de ser una suma de partes, se convierte en un ente con personalidad propia que encaja a la perfección dentro del fascinante universo del director.
El filme plantea en su discurso una serie de máximas, como buena fábula moral, aplicables en la sociedad actual, como la necesidad de ser fiel a uno mismo, no dejarse condicionar por el pensamiento social en masa, o la importancia para un niño del tiempo que pasa con su padre. Representa a los villanos como humanos cargados de defectos (tanto físicos como morales) y a los héroes como animales, en clara alusión a la privación que la sociedad (los humanos) realiza de nuestras libertades (instinto animal). La libertad viene a través de la expresión natural de uno mismo, no a través de forzados discursos ajenos. A pesar del edulcorado final, algo de lo que suele pecar Anderson, y de algún giro forzado, la película fluye de manera ágil y arroja un discurso que resulta altamente coherente.
Técnicamente la película es deliciosa. El uso del claymation (o animación stop-motion con algún material maleable) resulta muy acertado y ayuda a construir un mundo onírico con sobredosis de imaginación y saturación de colores, en el que la intencionada eliminación de frames aporta dinamismo y frescura al filme, aparte de realzar la incuestionable proeza técnica. Resulta curioso que ese mismo año apareciesen otras dos fascinantes películas que usan esta laboriosa técnica: la inquietante e introspectiva Los mundos de Coraline (Henry Selick, 2009) y la sublime Mary and Max (Adam Elliot, 2009). Wes Anderson confecciona aquí una pequeña gran obra, de obligado visionado para el público infantil pero que resulta reveladora para los adultos, y demuestra que hay vida más allá de Pixar en lo que a animación inteligente se refiere.
Inventores de recuerdos
por Andrés Galán
Wes Anderson nunca tuvo novia a los catorce. Nosotros tampoco. Éramos desgarbados, tristes y melancólicos, como Wes. Nos habría encantado tenerla y escaparnos con ella a una isla desierta. Allí oiríamos vinilos de François Hardy y dormiríamos hasta bien entrado el sol de mediodía. Pero no la tuvimos, la novia a los catorce, y la mayoría nos conformamos con imaginar amores nínfulos en la pantalla de alguna sala de centro comercial. Los de nuestra generación, estamos privados del recuerdo nostálgico. Por eso consumimos Vintage. Lo más encantador que recordamos, es el olor a palomitas en algún ambigú durante la campaña de navidad. A los catorce, andábamos más cerca de los Supersalidos (Superbad, Greg Mottola, 2007) que de los elegantes paisajes andersianos. Así, la estética del director nacido en Houston, es una estética trasnochada, del recuerdo. Recuerdo de lo que nunca existió, esto es: una novia en las postrimerías de la infancia. Anderson construye mundos altamente estilizados porque en el fondo, es un tejano de centro comercial.
Moonrise Kingdom (2012) es otra muestra del talento creativo de su director. Talento ampliamente demostrado en anteriores trabajos pero reiterativo (día de la marmota), a pesar de los innegables encantos de su cine. Las películas de Wes Anderson, aunque hermosas, se presentan como una incontinencia de tics peligrosamente parecidos. No estamos en contra de esta repetición, a fin de cuentas, el artista siempre hace la misma película. En Moonrise Kingdom están las constantes de siempre: familias desestructuradas, caracteres infantiles y música, mucha música. Los movimientos de cámara son ejecutados (recuérdese la descripción de la casa de la protagonista) con una maestría que hoy nadie cuestiona. La cámara avanza hacia delante, hacia atrás, vertical y horizontalmente. La cámara es para Anderson lo que la caligrafía para el redactor de misivas amorosas; su sello de distinción. El director comparte con Scorsese y otro Anderson (Paul Thomas), el gusto por el movimiento. Las panorámicas, los barridos y hasta el uso del zoom, ponen de manifesto la naturaleza inquieta del autor.
Que la historia sea menos abigarrada en su planteamiento que otros trabajos de Anderson, no hace de este reino de la luna un trabajo a despreciar. Moonrise Kingdom es una película discreta pero no por ello menor, ante todo, una película preciosa y preciosista. No sabemos si lejos de los hoteles del viejo Budapest, pero de lo que sí estamos seguros, es de que Moonrise Kingdom es la postal de un tiempo que nunca existió. Un souvenir de buen gusto. Un pellizco vintage que se nos antoja falso, y, sin embargo, irresistiblemente encantador. Quién recuperara los amores que nunca vivió…