El Ministro que enloquece
Los fanáticos de la obra de René Goscinny y Albert Uderzo recordamos con cariño (y muchos devoción, por qué no decirlo) las cintas de animación que durante tres décadas hicieron que las historias que nos sabíamos de memoria cobrasen vida con inusitada gracia y talento. Sobresalía sobre el conjunto una obra maestra como es Asterix y las doce pruebas (Les douze travaux d’Astérix, 1976), aventura en la que los irreductibles galos debían superar 12 retos que les planteaba el César para alcanzar la categoría de dioses. Una de las más complicadas (máxime porque en ella de nada servía la poción mágica de Panoramix), era cumplimentar una simple “formalidad administrativa”: recoger un formulario en un edificio gubernamental del año 50 A.C: la casa que enloquece. Una hilarante crítica a la burocracia de la sociedad actual a través de dos iconos de la cultura moderna francesa. Su única defensa no era otra que mimetizarse con el funcionamiento aparentemente cabal del engranaje para destruirlo desde dentro, o morir en el intento.
Crónicas diplomáticas es la adaptación de otro cómic francés, el ilustrado por Christophe Blain y escrito por Antonin Baundry, el hombre en el que se basa toda la historia. Baundry (que utiliza el seudónimo de Abel Lanzac) tuvo el honor (o el marrón) de ser el escritor de discursos de Dominic Villepin, ministro de asuntos exteriores de Francia de 2002 a 2004. Allí debió rememorar toda la secuencia de Asterix y Obelix, superados por las interminables trabas de la burocracia, solo que él se encontraba en un sitio en el que se tomaban decisiones que afectaban a millones de personas.
El Ministerio que traslada Bertrand Tavernier a la pantalla es un lugar caótico en el que hay tantos puestos que nadie sabe para qué sirven, jerarquías sin sentido y personas que vagan sin saber ante quién tienen que responder. En un equilibrio ya muy precario tiene que encajar el alter-ego de Baundry que interpreta Raphael Personnaz, un profesional que no comulga ideológicamente con su empleador pero que juzga como algo fundamental el trabajo bien hecho. Su objetivo es un discurso que el Ministro tiene que dar ante las Naciones Unidas en Nueva York, una formalidad de diez minutos que se acaba convirtiendo en su peor pesadilla.
Thierry Lhermitte (La cena de los idiotas) es el encargado de dar vida al Ministro Taillard, un pomposo y atlético pseudo-intelectual capaz de convertir cualquier cita ancestral en un discurso político. Es su personalidad impulsiva y cambiante la que más juego le da a Tavernier para practicar con el lenguaje del cómic y los recursos que este puede importar al cine: pantallas partidas, viñetas que se suceden y sobre todo elementos onomatopéyicos como las entradas y salidas del inefable mandatario, acompañadas del vuelo de un montón de papeles, como una fuerza sobrenatural de la demagogia que no hace otra cosa que subrayar el hecho de que siempre hace mucho ruido para realmente no decir nada.
El redactor de discursos reproduce los vaivenes de los dos afamados galos, de asesor en asesor, para acabar siempre estampado en los caprichos de Taillard. Una tarea de meses para diez minutos probablemente intrascendentes. Hay en Quai d’Orsay tanta gracia y talento como en la casa que enloquece, pero eso entraña también sus riesgos. Si finalmente conseguimos nuestro objetivo y sacamos algo en claro (sin volvernos locos), acabaremos disfrutando mucho de este extraño lugar forrado de terciopelo.
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