“The ontological fallacy of expecting
a light at the end of the tunnel,
well, that’s what the preacher sells…”
True detective embelesa desde que suena la música de esa introducción tan evocadora del espíritu que rezuma la serie. Y arrastra hacia una espiral magistral y desesperante, al mismo tiempo, que acabará tatuada eternamente en nuestra piel. Desde los primeros acordes de “Far from any road” de The Handsome Family comenzamos el viaje a la América profunda, su fragilidad. El purgatorio de EEUU fragmentado por el bien y el mal, la religión, la contaminación atmosférica generada por la industria y esas ramas unidas en el escenario del asesinato, el sacrificio ritual.
Para situarnos en la creación, sería conveniente retrotraernos un poco en el tiempo, centrándonos en Nic Pizzolatto, creador de la serie. Pizzolatto fue profesor de literatura en varias universidades, la de Chicago entre ellas, hasta que dejó la enseñanza, para convertirse en escritor de novelas y guionista. Así podemos entender que las influencias de True Detective provienen más del ámbito literario que del propio medio audiovisual.
A diferencia de la mayoría de las series, está escrita íntegramente por una sola persona. Reúne las virtudes de un buen drama y es un brillante relato negro, pero se puede sentir esa autoría no compartida, plasmada además en la pantalla por un solo director, Cary Fukunaga.
True Detective es un relato doble. Por un lado, tenemos la investigación que siguen dos policías del departamento de homicidios en 1995 a raíz de un extraño asesinato, y por otro, volvemos a encontrarnos con los mismos personajes en 2012, esta vez siendo interrogados por dos detectives. Esta es la carcasa, el motor narrativo. Y funciona a la perfección. El interrogatorio de 2012 no interrumpe la acción de 1995. Aunque son dos carriles narrativos distintos, no discurren paralelos ni se alejan entre sí, son complementarios, se entrelazan para hacer avanzar la historia. Pizzolatto nació en Nueva Orleans, Luisiana, Estado donde también se ambienta la serie, alrededor de esos bayous misteriosos. El paisaje va a ser el fondo sobre el que la puesta en escena refleja y absorbe a los personajes, formando parte de ese decorado tan macabro como luminoso. Estamos lejos de cualquier carretera, en un lado apocalíptico del alma humana tal y como recalca el póster promocional, “el hombre es el animal más cruel”.
Respecto a esa ambientación podemos señalar varias fuentes inspiradoras o que comparten una atmósfera similar. Tanto el ambiente ominoso de algunas novelas de William Faulkner, como la atmósfera por momentos inquietantes, y a ratos mística de la saga escrita por James Lee Burke, y que tiene como eje central a su protagonista, el detective Dave Robicheaux. Buen ejemplo de esa conjunción de elementos se puede observar en la adaptación de una de las novelas de Burke, titulada En el centro de la tormenta (In the electric mist, 2009), dirigida por el francés Bertrand Tavernier, en la que Robicheaux se ha convertido ya en un personaje descreído y despegado de la sociedad por completo, compartiendo muchas características con Rust Cohle, el personaje que interpreta Matthew McConaughey. En la adaptación previa de otra de las novelas de Burke, esta vez de la primera de la saga, Prisioneros del cielo (Heaven’s prisoner, Phil Joanou, 1996), vemos a un Dave Robicheaux que está iniciando ese viaje hacia el aislamiento, y quizás aún sea más cercano a Marty Hart, el personaje de Woody Harrelson. Esta es una señal que puede indicar una menor distancia entre esos dos personajes que por momentos parecen casi antagónicos, pero que a medida que avanza la serie se muestran como figuras más cercanas de lo parece en un principio.
En el interior de esta carcasa, una vez desmontada, nos encontramos las palabras, en particular las reflexiones del detective Cohle. Rust Cohle es probablemente uno de los personajes más interesantes escritos para una serie de género policial, incluso nos permite verlo como si no fuera un policía. Se le puede considerar un misántropo, pero es muy consciente de sus defectos, asegura en cierto momento que preferiría no volver a casarse, porque si eso ocurriera acabaría arrastrando a ese pozo de oscuridad a la otra persona. Cohle es un pesimista con una fría y precisa elocuencia, y apoyado en sus razonamiento por algo cercano al materialismo mecanicista, analiza de un modo más sociológico e instintivo el caso, con un cerebro más hiperactivo, que lo convierte en alguien inquietante para los que no son así, como su propio compañero. A través de esa línea de investigación, Cohle delinea su sombría visión existencial en floridos monólogos.
Lo que hay detrás de todo este entramado filosófico es principalmente Howard Phillips Lovecraft, y antes de que los adoradores del genio de Providence comencemos a tener sueños húmedos al respecto, no se trata primordialmente de Carcosa ni del Rey Amarillo, a pesar de que nos alucine Alan Moore con su Courtyard como muestra más cercana a la temática, o nos encante Robert W. Chambers con El Rey Amarillo, aquí nos enfrentamos al horror cósmico, a ese hombre desnudo ante la inmensidad del cosmos, y eso es en esencia la obra de Lovecraft. Del mismo modo que no se trata principalmente de narrar la historia del criminal o sus andanzas, como ya ocurría en Terciopelo azul (Blue velvet, David Lynch, 1986). Todo eso, los crímenes, Carcosa, el Rey Amarillo, el asesino, son apoyos, muy acertados, al eje central, los personajes y su evolución.
Cohle es un recluso por voluntad propia, vive en perpetuo exilio interior, perversamente orgulloso de su total carencia de sentido práctico y de su autosuficiencia, en esa habitación cerrada que da nombre a uno de los capítulos. La habitación cerrada es al mismo tiempo el misterio sin solución, y la disgresión metafísica de Cohle, para quién la vida es como tú la experimentas o incluso como recuerdas haberla experimentado. Nadie es capaz de entrar en esa cabeza, ni vivirá nunca en esa habitación, para llegar a conocer al otro. Los terrores del alma, la enfermedad, la perversidad o la decadencia, se convierten en verdaderos protagonistas de las pesadilla interiores del detective, al igual que Lovecraft desplaza el terror del plano físico al mental, del consciente al inconsciente, y el miedo se convierte en ese horror cósmico. La auténtica aventura Cohle consiste en un periplo interior que le conducirá a enfrentarse con su propia imagen, esa que intenta vislumbrar una y otra vez en el minúsculo espejo de su pared, y rompiendo todos los tabúes, a hacer resurgir los monstruos del pasado.
Ya hemos nombrado a Cohle como escéptico, radical absoluto, autodestructivo, un furibundo misántropo. Pero su odio al género humano y su aversión al trato con los demás se basa más en un pleno convencimiento de la pequeñez e insignificancia del mismo en medio del vasto cosmos, que en un verdadero sentimiento de arrogancia, menosprecio o discriminación hacia los demás. Su profunda convicción acerca de la carencia de sentido de la vida, de la precariedad de cualquier destino humano, le lleva inexorablemente a identificarse plenamente con la infinitud del cosmos. Exactamente igual que ocurre con Lovecraft, la pasión central que anima su obra es de tipo masoquista, más que sádico.
A Rust Cohle podemos analizarlo también bajo la óptica del filósofo rumano Emile Cioran, la obstinación del detective en el sinsentido de la existencia puede bien asimilarse a la idea del suicidio como proyecto de vida desarrollada por el escritor. Cioran estaba convencido de que el peso de nuestra existencia sólo podía llevarse con facilidad cuando nos hacemos conscientes de que siempre tenemos la posibilidad de elegir el suicidio, tal posibilidad nos permite sobrevivir un día más. Pensar en el suicidio se convierte en una oportunidad para sentirnos dueños de nosotros mismos, sabiendo que a pesar de las dificultades, por grandes que sean, si llegara el momento, la salida siempre está en nuestras manos.
En lo concerniente al final, Pizzolatto y Fukunaga toman una postura valiente, y no por ello menos discutida, su elección deja el mundo de True Detective, con la misma complejidad, injusticia y ese halo misterioso que tenía cuando entramos en él por primera vez. No era importante el resultado, la dialéctica de personajes, el paladeo de ambientes, las sensaciones que nos han introducido en esa espiral. Se puede entrever por un lado ese pequeño halo de luz que indicaba Cioran, provocando una actitud vitalista tras la espiral negativa vivida anteriormente. Pero también, y quizás de una forma más coherente, como ocurre en el cine noir, los personajes están condenados de un modo u otro, son como polillas alrededor de la luz. Hay vicios en ellos que los conducen a su destino, aunque traten de evitarlo. Como ocurre con Ethan, el personaje que interpreta John Wayne en Centauros del desierto (The searchers, John Ford, 1956), película que podemos ver reflejada en el espejo de Marty durante el séptimo capítulo, da la sensación que los detectives viven únicamente por y para la búsqueda, su vida no tiene mucho sentido más allá de ella, de ahí la resistencia presentada por Cohle a dar por acabado el caso. Siempre existe esperanza de que la investigación no esté cerrada por completo.
Excelente redacción, buscaba leer algo interesante y me he quedado más sed de conocimientos filosóficos
muy interesante 🙂