Las puertas del Averno
“It’s gonna take you people years
To recover from all of the damage”
Dicen los convertidos al catolicismo por tomos de Robert Kirkman, autor del The Walking Dead escrito, que su visión del Apocalipsis zombi gana enteros cuantas más diferencias acorta entre los diferentes reductos de los vivos y las hordas de caminantes. Las películas de zombis han lidiado tradicionalmente con esta disyuntiva, amén de la crítica social inherente, sea deliberada o no, a todas ellas. Constantemente se nos recuerda que el lobo feroz al que hay que temer en casos como este es al no muerto, al que aún camina por la tierra, en grupo o en solitario, sin detenerse ante nada en su obstinación por la supervivencia. Esta sentencia, en la que se hace imposible descifrar a qué especie nos referimos, vuelve a hacer patentes las enormes similitudes y la delgada línea que existe entre ambos conceptos, entendidos como dos caras de una misma moneda que aún da vueltas en el aire, sin decidirse a caer por ninguno de sus casi idénticos lados.
La última tanda de episodios de la serie se mueve en estos mismos términos. No es que hasta ahora se hayan evitado las comparaciones, tan sólo que es aquí cuando más relevancia cobran. Tras la destrucción del aparentemente inexpugnable refugio que representaba la prisión, los diferentes miembros del grupo se ven forzados a una huida acuciante que les lleva a emprender caminos separados. Y es en estas horas de historias independientes y aisladas que la serie ha encontrado el estilo de narración que probablemente mejor se adecue a su argumento. Aunque no se puede decir que no sigan una hoja de ruta, sí es cierto que no lo hacen con la mira puesta en un objetivo final. Los años que lleva el cómic a sus espaldas deberían valer como botón de muestra para entender las posibilidades infinitas que puede ofrecer su adaptación para televisión. Es por eso, por no estar obligados a guiar a sus personajes ni al espectador a un punto pactado –más allá de los diferentes emplazamientos geográficos, desde aquel centro de control, pasando por la granja o la prisión, hasta llegar ahora a Terminus–, que el formato de historias localizadas y con pocos personajes ha engrandecido enormemente a la que ya de por sí era una muy válida aproximación de la pequeña pantalla al canon zombi.
Still (4×12) es una de esas horas que han sabido condensar las mejores virtudes de la serie, haciéndolo a paso lento y dando un tiempo de oxigenación más que necesario a sus protagonistas, en este caso el gran favorito de los espectadores, Daryl Dixon (Norman Reedus) y la hasta ahora algo desdibujada Beth (Emily Kinney). No es casualidad que las mejores aproximaciones al género zombi hayan venido de la mano de historias pequeñas en que la amenaza de los no muertos es sólo el contexto –idóneo además por encerrar tantísimas posibilidades de llevar a los personajes al límite– en el que desarrollar una trama no necesariamente ligada a la acción. En Still encontramos una localización, dos personajes, los arriba mencionados, y unas cuantas líneas de diálogo bien tiradas –aunque probablemente haya más silencios, y qué silencios– que ayudan a trazar el contorno de unos supervivientes a los que hasta ahora no habíamos llegado a conocer en profundidad. Como broche final, un tema que encaja a la perfección con el viaje introspectivo que se produce entre ambos, y a su vez con el espectador, y una casa en llamas como último reducto emocional del arquero, quien, gracias a su compañera de viaje, puede por fin poner la ansiada tierra de por medio entre su yo y sus circunstancias.
Siguiendo esa misma tónica, esta temporada nos ha regalado The Grove (4×14). Centrado en Carol, interpretada por la resolutiva Melissa McBride, personaje que ha sufrido una de las evoluciones más sólidas del cambiante elenco, Tyreese (Chad Coleman, veterano de The Wire) el bebé Judith y las dos niñas que conocimos al llegar el nuevo grupo a la prisión la temporada pasada, la arboleda del título asiste a una de las horas televisivas más descarnadas que se recuerdan. El capítulo abre con una escena tremenda, por su simpleza y a la vez total capacidad de atracción: aquella en que la niña Lizzie juega al pilla pilla con un caminante. Todo lo que se apuntaba en la primera parte de la temporada sobre la niña y su peculiar trato con los no muertos alcanza una espeluznante resolución en el episodio que nos ocupa. Lo que sigue no responde al manual de supervivencia zombi, ni siquiera al acto más puro de amor que existiría llegado el citado Apocalipsis Z. Que la ejecución se produzca fuera de plano no alivia la desazón que produce en el espectador, que se debate entre el entendimiento irremediable de lo sucedido y la crudeza y total angustia que van ligadas a ello.
Todas estas historias sueltas, con el ya mencionado Terminus como punto de conexión y eventual meta, corren paralelas hasta llegar –la mayoría de ellas– a confluir en el final de temporada, el primero que no hace uso del punto y aparte en relación a la conclusión de sus tramas. El coitus interruptus que supone esa lapidaria sentencia del personaje de Rick Grimes se antoja desde los segundos que siguen a su visionado como una tensa y larga espera hasta que la serie vuelva el próximo curso. Que tiemblen los residentes de Terminus –caníbales o no, veremos si se ciñen al cómic–, porque la transformación se ha completado: el vagón que mantiene encerrado a nuestros protagonistas bien podría ser el reflejo de aquella sala de hospital que prevenía contra la apertura de sus puertas en el episodio piloto.
Hasta entonces, una escena más para el recuerdo, impecable síntesis de toda esta epopeya y que valida el comentario general de esta pieza: el hombre que despertó al fin del mundo ya no encuentra diferencias para con las bestias mismas que lo provocaron.
Los muertos están entre nosotros. Y caminan.