La retirada del maestro del cine de animación japonés Hayao Miyazaki (Tokio, 5 de enero de 1941) y el reciente estreno en nuestras pantallas del que supone su film de despedida, El viento se levanta (2013), nos obligan a detenernos en los títulos de una trayectoria de gran trascendencia e iconografía propia. Co-fundador del estudio Ghibli junto a Isao Takahata e inseparable del compositor Joe Hisaishi, más allá de su virtuosismo técnico en la animación tradicional y de una imaginación narrativa fuera de toda duda, la ética que transmiten sus películas elevan el cine de animación a sus cotas más altas, albergando una fuerte lectura política, fundiendo oriente y occidente, tradición y fantasía, sueños y realidad en un emocionante trayecto que no entiende de niños ni de adultos. Esperamos no echarle demasiado de menos.
Animación de guante blanco
por Antonio M. Arenas
– He didn’t steal anything, all he did was fight for me.
– No, he stole something quite precious. Your heart.El castillo de Cagliostro (Hayao Miyazaki, 1979)
Tras casi dos décadas desarrollando una prolífica carrera en el mundo de la animación japonesa, no fue hasta 1979 cuando Hayao Miyazaki dio su más que estimable salto al largometraje. Co-director y guionista junto a Isao Takahata de numerosos episodios de la adaptación del manga Lupin III (1971-1972), creación de Monkey Punch inspirada por el Arsène Lupin del novelista francés Maurice Leblanc (del que Lupin III es su nieto), Miyazaki asumió la dirección de su ópera prima prolongando así las historias de un popular anime que iniciaba una nueva etapa televisiva con él al frente. En cambio, El castillo de Cagliostro (Rupan Sansei: Kariosutoro no Shiro, 1979) no fue la primera película realizada de Lupin III, un año antes se estrenó The Mystery Of Mamo (S?ji Yoshikawa, 1978), de la que se distingue por su afán al construir un mundo y estilo propios, hasta el punto de modificar la personalidad de su ladrón protagonista para aportarle mayor dignidad y romanticismo a sus actos, aproximándolo así a su manera de ver la vida.
Desde un primer momento Miyazaki tuvo un gran control del proceso creativo, dibujó los bocetos iniciales y dirigió su desarrollo a nivel de guión y diseño artístico, por lo que aunque El castillo de Cagliostro (cuyo título proviene de una novela de Maurice Leblanc) forme indudablemente parte del universo de Lupin III por encima del suyo, quedan patentes signos y huellas del director en el que se acabaría convirtiendo, ya en ciernes. Al inicio del film, Miyazaki arroja varios detalles que en buena medida definen sus intenciones; un delicioso sentido del timing y el ritmo cómico, no en vano, la película no deja de ser un vehículo de entretenimiento; y la decisión de omitir el atraco al casino de Mónaco por medio de una elipsis brillante, en relación con la actitud menos ostentosa y desprendida del dinero que marcará al personaje de Lupin en el largometraje.
Por medio de una galería de personajes recurrentes de la serie, junto a otros que se mueven dentro de los arquetipos tradicionales, probablemente más que nunca en su filmografía el argumento adquiere la forma de un cuento romántico europeo, mientras la trama de contrabando en el figurado ducado de Cagliostro (“el miembro más pequeño de de las Naciones Unidas”, en palabras del propio Lupin III) lleva en volandas una animación centrada en la consecución de secuencias cómicas y de acción, de trazo muy logrado, que dan lugar a peripecias áreas y panorámicas entre las que destaca con luz propia el trabajo sobre el paisaje de Miyazaki. Y aunque todavía resulte pronto para vislumbrar logros equiparables a los de su trayectoria, demostrada queda su pasión por los aparatos voladores, así como un primer esbozo de su pasión por las ambientaciones europeas, dando buena muestra de su elegancia en secuencias como la icónica persecución final en la torre del reloj o la despedida final, con el temblor del viento como reverberación de lo emotivo de un instante.
La heterodoxa banda sonora del compositor y músico de jazz Yuji Ohno, autor también de la música de la serie, mezcla composiciones a piano con temas más desenfadados propios de la época. Aunque en la mayoría del metraje Miyazaki limita la presencia de la música, reduciendo su uso a ciertos acompañamientos cómicos o dramáticos de escaso interés, meramente funcionales, a excepción del pictórico opening inicial, cuyo tema principal emerge en las escenas más delicadas, alejadas del ruido y la acción del metraje, sirviendo también de sólido broche final al film. A su despedida, Miyazaki es capaz de lograr que el adiós de Lupin III encierre un poso de tristeza, de una forma sutil y al mismo tiempo despreocupada, con la sencillez que le caracteriza, robándonos el corazón huyendo a la búsqueda de la próxima aventura. Que por suerte, para Hayao Miyazaki fueron muchas.
Obra capital del anime japonés
por Daniel Reigosa (Versión Original Sin Palomitas)
Si bien es cierto que la animación japonesa data de finales de los años cincuenta (concretamente en 1958 con el largometraje Panda y la serpiente mágica), no es menos cierto que estaba dirigida hacia un público eminentemente infantil y sus historias carecían de la complejidad e interés cinematográfico con el que cuentan en la actualidad. Hablar de Nausicaä del valle del viento (Kaze no Tani no Naushika, 1984) es hacerlo de una de las películas más importantes e influyentes de la historia del animeshon, no sólo por su complejo guión y su tratamiento de personajes totalmente revolucionario e innovador, sino también porque supone la piedra angular del fantástico universo de Hayao Miyazaki y el impulso necesario para la creación del Studio Ghibli, clave en el desarrollo de la industria del anime japonés.
Tras haber dirigido los encargos para televisión Lupin III (1971), Conan, el niño del futuro (1978) y la película El castillo de Cagliostro (1979), protagonizada por el propio Lupin III, Miyazaki propone a la productora Takuma Shoten dirigir un filme inspirado en un personaje que él mismo había creado: Nausicaä, una guerrera ecologista que vive en un mundo post-apocalíptico. Tras verse respaldada por un manga que el propio Miyazaki dibujó (y que cuenta con 7 volúmenes publicados a lo largo de 12 años), la película sale a la luz en 1984 (adaptación de los dos primeros volúmenes) y supone un revulsivo en la industria del anime por orientarse hacia un público más maduro y contener un profundo mensaje político-social y un análisis de la condición humana.
En Nausicaä… están presentes muchas de las constantes que Miyazaki desarrollará en sus filmes posteriores, como la pasión por la aviación, el sentimiento ecologista, el egoísmo del ser humano o la importancia capital de la mujer en la sociedad, aparte de suponer los primeros bocetos del inabarcable mundo imaginario del genial director japonés. Cuenta también con importantes referencias literarias como la ineludible La Odisea (no en vano Nausicaä es el nombre de un personaje del libro de Homero), La princesa que amaba los insectos (cuento tradicional japonés del s. XII) o la Biblia (las constantes referencias religiosas y la similitud de Nausicaä en muchos aspectos con el propio Jesucristo son evidentes).
Mención aparte merece la banda sonora, firmada por Joe Hisaishi (que posteriormente trabajará en multitud de obras del Studio Ghibli), de composiciones psicodélicas, atmósferas lúgubres y asfixiantes que se adaptan como un guante al anómalo universo generado a lo largo del filme. La película sitúa la narración en un mundo post-apocalíptico en el que la naturaleza se encuentra invadida por un gigantesco hongo que emite vapores mortales para la raza humana. La joven Nausicaä es la princesa de uno de los pocos reinos que quedan en la Tierra, El Valle del Viento, y será la elegida para salvar el planeta ante una nueva demostración de egoísmo y abuso de poder de la raza humana, que pretende invocar a antiguos Dioses de la Guerra para acabar con la Jungla Tóxica (así se denomina a la parte contaminada de la tierra) y matar a los insectos gigantes que viven en ella.
Miyazaki nos plantea en esta espléndida fábula ambientalista que la naturaleza se comporta como cualquier organismo vivo, con su mecanismo de defensa que se protege ante posibles amenazas externas, en este caso nosotros, los humanos que durante años hemos estado abusando de los bienes de la Tierra. Se trata de un filme con un potente mensaje ecologista, pesimista y descorazonador pero en el que habita también un halo de esperanza, encarnado por la propia Nausicaä en un final sublime y que actúa como potente metáfora del necesario entendimiento entre hombre y naturaleza.
La aventura íntima
por Pablo González
Hayao Miyazaki es más que un nombre asociado a la animación, siendo desde hace más de tres décadas uno de los realizadores clave del cine moderno. Como Orson Welles, su obra no es muy extensa (once largometrajes en treinta años) pero demuestra tener una personalidad muy mercada ya desde su debut (El castillo de Cagliostro, 1979), y que ha ido explorando gradualmente con el paso del tiempo. El castillo en el cielo (Tenkû no Shiro Rapyuta, 1986), su tercer filme, es también quizá su primera Obra Maestra, una película excepcional que hace parecer fácil lo difícil, y que logra el milagro de equilibrar una épica historia de aventuras y una relación entre dos personajes, niños, en un viaje sin guía hacia la madurez y el autoconocimiento. Ya desde su punto de partida se ponen en liza los conflictos principales: Sheeta, una joven portadora de un colgante mágico, ha sido secuestrada con la intención de guiar a sus captores hasta la isla flotante de Laputa (traducido en España como Lapuntu). Pero durante la noche huye de la nave voladora en la que se encuentra, cayendo (literalmente) a los brazos del joven Pazu. Juntos iniciarán un viaje que pasará por numerosas fases, pero terminando en la llegada al lugar, considerado un mito entre la población.
Con este punto de partida, muchos realizadores habrían optado por el “high concept”, es decir, una presentación abrumadora, épica, con un mínimo desarrollo hasta llegar a la explosión efectista de recursos en un tercer acto descontrolado. Miyazaki prefiere la calma, ir mostrando a sus héroes (improvisados, pues no buscan nunca ser tales) interactuar entre sí con la naturalidad de unos niños que se ven atrapados en un juego que escapa a su control. Hay un momento clave en la película que es el que confirma la intención del director, en el que Pazu y Sheeta se introducen en unas cuevas subterráneas para huir de sus perseguidores, y avanzan por varias zonas hasta que se sientan en medio de una cueva y, tras encender un fuego, comparten un trozo de pan. De un gesto tan sencillo, tan humano, Miyazaki extrae un extraño lirismo. La película está repleta de estos instantes, de compresión hacia sus personajes, al tiempo que esgrime una crítica a la militarización y la explotación de los recursos naturales (por parte de los villanos del film); más aún, la llegada de los jóvenes a Lapuntu, con sus parajes naturales y los Guardianes (previamente habríamos visto a uno en una escena antológica, hermosísima, en la que entre llamas uno de ellos alzaba su brazo hacia Sheeta) simboliza esa inocencia, a punto de ser trastocada.
El castillo en el cielo es una aventura excepcional, que conjuga la épica con la lírica para alcanzar el perfecto equilibrio que Miyazaki ya venía buscando en su anterior largometraje (Nausicaä, 1984), explotando aquí en su totalidad. De los gestos más sencillos extrae toda la magia que podría esperarse de unos de los grandes realizadores del cine moderno y uno de los más grandes autores que ha dado el país nipón, a la misma altura que Yasujiro Ozu, Kenji Mizoguchi o Akira Kurosawa. Este último por cierto intercedió a favor de Miyazaki en los 80, cuando la obra de co-fundador de Studio Ghibli fue comparada con la suya propia. Kurosawa, sabiamente, respondió que esa comparación “restaba fuerza a la obra de Miyazaki”. Un pequeño gesto de modestia que apuntaba al verdadero quid de la cuestión: hay lugar para otro gran maestro en la Historia del Cine. Y su nombre es Hayao Miyazaki.
El espíritu que levanta el viento
por Sofía Pérez Delgado (La película del día)
Muchas películas hablan del proceso de pérdida de la inocencia infantil. Pocas tratan sobre la recuperación y conservación de la misma. Mi vecino Totoro (Tonari no Totoro, 1988) es Hayao Miyazaki jugando, anhelando volver a ser un niño, y trasmitiendo ese sentimiento a cualquier espectador que se acerque a visionarla. En ella, un padre y sus dos hijas, Satsuki, de once años, y Mei, de cuatro, se trasladan a vivir al campo, mientras esperan a que la madre, que está internada en un hospital, se recupere de tuberculosis (tema autobiográfico recurrente, ya que la madre de Miyazaki también padeció esa enfermedad). Lo que comienza como un apacible retrato costumbrista del Japón rural de los años 50, irá dando paso a una historia de fantasía, la cual convive con la realidad de manera indivisible, cuando aparece en escena Totoro, un espíritu del bosque, que se hará amigo de las hermanas.
Totoro es la figura más representativa del Studio Ghibli, hasta el punto de haberse convertido en su logotipo, y una de las más famosas de la imaginería de su país, apareciendo en todo los tipos de formato que se puedan concebir. Cabe cuestionarse acerca del motivo de este entusiasmo hacia un personaje que, en lo que a apariciones en pantalla se refiere, es secundario; sale en unos pocos momentos puntuales (el primero ya bien avanzada la película), y su carácter dista mucho de parecer amistoso. ¿A qué se debe esa empatía que despierta? Miyazaki observa a Totoro a través de la pequeña Mei, que representa la pureza de la ingenuidad, y sabe desde el principio, al igual que todos los niños que ven el film, que es alguien en quien se puede confiar, y que nos ayudará en los momentos difíciles.
Está lejos de la intención de Miyazaki hacer un estudio desencantado sobre la madurez y el paso al mundo adulto. Por el contrario, quiere que todas las generaciones crean en Totoro, y lo consigue fundamentalmente gracias a su manera de tratarlo. De aspecto triste y hastiado al principio, una simple muestra de amistad (Satsuki prestándole un paraguas en una noche lluviosa, una de las escenas más míticas del cine de animación de todos los tiempos) le lleva a descubrir algo que desconocía, lo cual despertará un cambio interior, que se manifiesta en la forma del que es su gesto más característico: una descomunal sonrisa. Cuando es feliz, Totoro no controla sus fuerzas, grita, salta, y por eso provoca que sople el viento. No estamos tan lejos, 25 años antes, de ese “Le vent se lève… il faut tenter de vivre” que enunciaba Miyazaki como máxima de la película con la que se despidió del cine el pasado año. En Mi vecino Totoro, la idea de enfrentar las dificultades de forma positiva, y, si se quiere, algo cándida, ya se encontraba presente.
La magia de la historia traspasa la pantalla, y en este caso no es solo un decir: la influencia de Mi vecino Totoro va mucho más allá de su naturaleza cinematográfica. Se trata de un fenómeno cultural cuyas proporciones contrastan con la sencillez a través de la cual Miyazaki aborda una fábula de amistad y fraternidad, envuelta en una estival paleta de colores y en la funcional aunque muy eficaz banda sonora de Jô Hisaishi. Y así, lejos de la opulencia y la moralina, reduciendo la obra a aquello que es lo esencial, es como se configura un clásico indispensable.
Un cuento europeo
por Jonay Armas (La Butaca Azul)
Se diría que Miyazaki cree, a ciegas, que el hombre está destinado a volar. Y no sólo literalmente, como ha expresado a través de las apasionantes máquinas voladoras que pueblan sus ficciones, sino como una más de sus metáforas ensoñadoras: volar como forma de elevarse por encima de lo mundano. Mientras el mundo aparece plagado de tristezas, de corrupción y de mentiras irreconciliables, sus personajes vuelan, trascienden, escapan. Su nobleza es lo único que sobrevive.
Nicky, la aprendiz de bruja (Majo no takkyûbin, 1989) es un cuento provisto de un inequívoco sabor europeo: la paleta de colores, los temas que sustentan su argumento o la instrumentación utilizada en la banda sonora. El cuento europeo de Miyazaki es, también, la película que marca el final de la primera etapa de Studio Ghibli anunciando el inicio de un cine de la madurez que empezará poco después con Porco Rosso. Nicky (Kiki, en la versión original) es la eterna niña que atraviesa todas las ficciones del estudio. Esta vez, su deseo de convertirse en bruja y aprender a dominar sus poderes mágicos es el motivo para abandonar el seno familiar y aventurarse a vivir en la gran ciudad.
Aún a pesar de que el material literario de partida esté lejos del estilo de la producción habitual de Ghibli (de hecho, Disney tuvo los derechos de la película durante años al amoldarse con facilidad a ese concepto de princesa protagonista perseguido por el gigante americano en las últimas décadas), La aprendiz de bruja profundiza, como ninguna otra, en aquella fisura que vertebra las crisis de los grandes personajes de Miyazaki: el paso a la edad adulta supone también descubrir que los poderes mágicos de la infancia han ido desapareciendo. Emerge, entonces, la pregunta fatal en torno a si realmente alguna vez han existido.
Como en las miradas al vacío de Nausicaä, o como cuando Chihiro cree haber olvidado su auténtico nombre, la tragedia comienza al reconocer que la vida adulta se ha llevado por delante esa imaginación de la infancia necesaria para desdibujar los límites y las fronteras del mundo. Nicky se da cuenta de lo que ha perdido por el camino y de repente se siente tan débil que incluso la lluvia podría acabar con ella.
Para la pequeña brujita, el auténtico desafío de crecer será caminar hacia delante sin olvidar nunca de dónde viene, saber quién es recordando siempre lo que ha sido. Y en ese caminar descubre que el encuentro con las personas con las que comparte su nueva vida le devuelven su identidad: su amigo inseparable, la mujer que la acoge en la ciudad o la pintora que le muestra cómo el arte puede devolvernos una mirada con la que recuperar la nobleza de los días pasados (en ese sentido, la labor de Miyazaki no ha estado nunca muy lejos de la de este personaje inesperado). Es la amistad, finalmente, la que ayuda a desdibujar de nuevo los límites para atreverse a volar. Sentirse un poco menos sola, reconocerse en los demás hasta el punto de dar la vida por ellos, termina por devolverle esa valiente mirada ante las cosas que creía haber perdido.
Es la travesía de doble sentido que viven los protagonistas de este cineasta de aliento poético irrepetible. Al perder la inocencia descubren, por fin, que aquello era lo más importante del mundo. Desde entonces no dejarán de volver a buscarla.
Un cerdo que no vuela sólo es un cerdo
por Aguamarina Llamas
En un primer momento, Porco Rosso (Kurenai no Buta, 1992) no iba a ser más que un cortometraje patrocinado por la aerolínea Japan Airlines para ser proyectado durante los vuelos de la misma. Pero el trabajo terminó convirtiéndose en un largo recordado como uno de los filmes clave del trabajo de Hayao Miyazaki. En efecto, se trata de la primera película del director nipón en la que el protagonista no es un niño, el aspecto fantástico se ha limitado considerablemente y encontramos también una clara occidentalización del manga.
Y es que la historia se desarrolla en el Adriático, en la época de la dictadura de Mussolini. Marco Rosso, un antiguo combatiente de las fuerzas del aire italianas que debido a un hechizo tiene apariencia de cerdo, se nos presenta como un excéntrico caza recompensas antifascista a bordo de un hidroavión muy especial. A pesar de su malhumorado carácter y su aspecto porcino, Rosso se debate entre el amor de dos mujeres, ambas deseadas por todos los hidroaviadores del Adriático. Pero Marco/Porco es un ser solitario que encuentra su plenitud en el aire y a pesar de correr peligro al ser buscado por las autoridades, “un cerdo que no vuela sólo es un cerdo“.
Porco Rosso es uno de los numerosos ejemplos en los que Miyazaki deja volar su imaginación por el cielo, y es que esta fascinación y obsesión suya ha sido un denominador común en la mayoría de sus películas. En la recién estrenada El viento se levanta (2013), Miyazaki se recrea estéticamente en el vuelo en sí, pero en Porco Rosso volar implica una liberación del espíritu, “Los pilotos de hidroavión son las mejores personas del mundo […] porque el cielo y el mar les limpian los corazones, son más valientes que los marineros y más abnegados que los aviadores de tierra”. La presencia de cerdos antropomorfos también es recurrente en sus metrajes.
Una hermosa historia, dirigida en menor medida a los niños que títulos anteriores, pero que funciona tanto en el imaginario infantil como entre el público adulto por la profundidad histórica y política que plantea. Todo esto se acompaña de la aclamada banda sonora de Joe Hisaishi, en una simbiosis de sonidos propios de la tradición italiana, canciones populares comuneras (Le temps des cerises) o música japonesa cantada y compuesta por Tokiko Kato.
La libertad del cambio
por Juan Avilés
En occidente se tiende a menospreciar las películas de animación, como si ese género fuera menor, pero gracias a estudios como Ghibli, éstas han perdido esa imagen de ser copias a escala de las cintas de imagen real, o sombras desfiguradas de la materialidad. Ghibli o Pixar, entre otros, muestran que la animación tiene su propio marco existencial. Uno de los atractivos del cine es poder ofrecernos historias maravillosas que difícilmente se dan en nuestro entorno vital, y el cine de animación tiene la libertad, o mejor dicho, carece de las barreras que existen en un rodaje convencional, aún más en el año de creación de La princesa Mononoke (Mononoke-hime, 1997).
Hayao Miyazaki es un gran artista de la animación, y con La princesa Mononoke, además de construir ese maravilloso mundo visual tan característico, realizar una película grandiosa. En la cinta podemos ver una historia épica, ambientada en un Japón feudal algo peculiar, donde aún quedan comunidades humanas que viven en armonía con el entorno natural, y están surgiendo otros grupos que intentan adecuarla a su nuevo modo de vida. A pesar de las apariencias no es una fábula simple de lucha entre el bien y el mal, sino la historia de cómo los humanos, los animales del bosque y los dioses de la naturaleza luchan e intentar ocupar su espacio en el nuevo orden emergente. Esa apariencia de simplicidad, que esconde una estructura más compleja en su interior, determinada por la riqueza de los detalles y matices existentes es una característica extensible a muchas de las obras de Miyazaki.
En esa línea, no podemos decir que La princesa Mononoke gire en torno a la ecología, más bien es una reflexión acerca de la finitud, nada dura eternamente, y de ahí surge un conflicto, por intentar que todo permanezca como nos es conocido. Cada una de las partes en conflicto intenta refugiarse en su propio enclave, resistiendo las influencias externas, negándose a aceptar el cambio que es inminente. Cada grupo se preocupa únicamente por demostrar que están en posesión de la verdad, y que el resto está equivocado, no hay diálogo entre las partes, ni intento de ejercerlo, exceptuando a Ashitaka, que ejerce como mediador sin éxito durante todo el metraje. Con el tiempo, la naturaleza sobrepasa incluso a esas entidades divinas que supuestamente la representan, y demuestra que la vida es cambio, y todo lo que no cambia acaba por desaparecer. Los humanos forman parte del proceso de transformación, pero aquéllos que creen controlarlo no hacen más que engañarse, es una ilusión sin base real alguna.
La princesa Mononoke es la película más épica de Miyazaki, alejándose del tono más intimista del resto de su filmografía, y para ello colabora Joe Hisaishi construyendo una banda sonora que contribuye a ese tono más legendario. El final la acerca a un tono más amargo, con esa historia de amor inconclusa, los protagonistas se aman pero no pueden convivir, pertenecen a mundos distintos, en conflicto, ninguno de los dos puede amoldarse al otro estilo de vida, es por ello que prefieren escoger la separación para poder vivir libremente. En este sentido, Miyazaki se aparta un poco del resto de su obra, y quizás por eso los más entusiastas seguidores del director japonés no acaban de situarla a la altura de sus favoritas.
Los últimos destellos de oriente
por Andrés Galán
Oriente: lugar por donde nace el sol. Cuna de la luz y la sabiduría. Cielo de dragones, dioses y otros monstruos. Territorio de leyendas y mitologías antiguas que hoy nadie recuerda. Puede que la culpa sea del antojo carnívoro de Occidente: lugar por donde se pone el sol. Cuna de oscuridad y de ignorancia. Cielo de dragones financieros y otros tantos dioses de la televisión. Solar de hombres reducidos a cerdos que han olvidado quienes son. Territorio de mercados y otras formas de individualismo; El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no kamikakushi, 2001), es, probablemente, una de las últimas manifestaciones de ese mundo de soles nacientes, y, Miyazaki, su profeta.
Ganadora del Oscar a mejor mejor largometraje de animación y del Oso de oro ex aequo con Bloody Sunday (Paul Greengrass, 2002), la película del director japonés se nos presenta como una revisión del relato que escribiera Lewis Carroll en 1865, y su protagonista, Chihiro, como la encarnación moderna de Alicia. Pero las películas de Miyazaki poco comparten con los desbordados y esquizofrénicos mundos inventados por el escritor inglés. La cinematografía del cineasta nipón, aunque imaginativa, barroca y colorista, aparece como un cine rigurosamente oriental; esto es: un cine en el que cabe todo el panteísmo y respeto hacia la naturaleza que, desde tiempos inmemoriales, han venido profesando las distintas religiones de la India, China y Japón.
Los personajes de Miyazaki deben recorrer el arduo camino que supone su aprendizaje con sumo cuidado, pues debajo de cada piedra, detrás de cada helecho y en cada gota de agua, se esconde siempre un ser que respira, observa y siente. Por eso Chihiro es una niña que no duda en respetar a todos y cada uno de los dioses (sean malos o buenos) que acuden al balneario de la bruja nariguda. Pero no solo Chihiro, la forma de relacionarse con el mundo que tienen los personajes de La princesa Mononoke (1997) y los niños de Ponyo en el acantilado ( Gake no ue no Ponyo, 2008), es la de unos individuos que se identifican con cada hoja, cada nube y cada árbol. En las películas de Miyazaki, el mundo exhala suspiros a través del viento y llora sirviéndose de la lluvia. Hasta el más indefenso y pequeño de los animales es considerado pieza fundamental de este cosmos unitario. Por eso Haku, el niño-dragón de la película que nos ocupa, fue también, tiempo atrás, el río que salvó a Chihiro de morir ahogada.
Las películas de Hayao Miyazaki se fundamentan, sobre todo, a partir de este canto hacia la naturaleza y, especialmente a través del amor y el espíritu voluntarioso de sus héroes y heroínas infantiles. Chihiro no duda en cruzar en tren un paisaje precioso, extraño e ignoto para salvar a Haku, del mismo modo en que la joven y enamorada sirenita de Ponyo, es capaz de soliviantar un mar vivo y animalizado en pos de su amor puro y desinteresado. El desinterés, la gratitud y la fortaleza de estos personajes, son otros de los pilares que conforman la filmografía del cineasta.
El viaje de Chihiro es, quizá,la película más aclamada de Miyazaki, no por ello deben olvidarse títulos como Mi vecino Totoro (Tonari no Totoro, 1988), El castillo ambulante (Hauru no ugoku shiro, 2004) o las anteriormente mencionadas. Las películas de Hayao Miyazaki son, no nos cabe la menor duda, un oasis de sabiduría y buen gusto, además de una declaración de amor al mundo. Esperemos que los últimos rayos de oriente no se apaguen nunca.
Siempre en movimiento
por Manuel Barrero (Tierra Filme)
Europa siempre ha ejercido cierta influencia en la obra de Hayao Miyazaki, cuyo cine combina de forma magistral sus raíces orientales con esos ligeros toques occidentales. Y es dentro del viejo continente donde encontramos el origen de este largometraje, el único que el director japonés realiza adaptando un texto extranjero. La británica Diana Wynne Jones publicó en 1984 Howl’s Moving Castle, una novela de fantasía en cuya versión cinematográfica Miyazaki logra filtrar todo su imaginario temático y visual.
Sus filmes anteriores habían dejado el listón muy alto, quizás demasiado. La princesa Mononoke (1997) y El viaje de Chihiro (2001) son obras tan descomunales que quizás hayan empequeñecido las bondades de El castillo ambulante (Hauru no Ugoku Shiro, 2004), habitualmente relegada al rol de obra menor. Un término que no hace justicia a un trabajo de extraordinaria belleza. Visualmente deslumbrante, los paisajes naturales se muestran con exquisita delicadeza, en un estilo pictórico muy similar al usado en El viento se levanta (2013). El inmenso amor por la naturaleza queda así plasmado frente al retrato de la urbe, siempre rodeada por humos e industria.
No es el ecologismo el único tema habitual que Miyazaki incluye en esta película. Su pacifismo militante vuelve a estar presente en una subtrama más apuntada que desarrollada. Tampoco le hace falta más al director para alzar su voz contra los conflictos bélicos. De hecho, El castillo ambulante deja muchos cabos sueltos en un guión que no explica demasiadas cosas sobre la historia de sus personajes. Lo que alguno puede considerar un lastre, resulta un elemento de lo más estimulante, dejando un terreno amplio para la imaginación del espectador. Es precisamente un desenlace bastante más convencional y explicativo lo que provoca que el interés decaiga algo en la parte final.
Otro rasgo distintivo en su cine es el protagonismo de la mujer. Sofî se une a la larga lista de heroínas a las que el autor inyecta una tremenda fortaleza. Y así, el tratamiento del personaje es uno de los grandes hallazgos de esta obra, sufriendo constantes transformaciones físicas. Pero no solo ella, el resto de caracteres también experimentan continuas metamorfosis que acompañan sus cambios en el ánimo. Curiosamente, esto humaniza a unos personajes que se encuentran en el terreno de la fantasía (magos, brujas, hechizos…). Como claro ejemplo de ello tenemos a Calcifer, una de las creaciones más brillantes en la filmografía del japonés
Estamos ante una película que, definitivamente, no es menor. Compuesta por numerosas capas, a cada cual más apasionante, El castillo ambulante sigue asombrando en cada nuevo visionado. La impronta del autor es evidente en un film que mezcla fantasía y realidad para crear ese mundo mágico tan característico del director. Es el particular y genuino universo de Hayao Miyazaki, capaz de colarse también entre las palabras de una obra ajena.
Hayao el cuentacuentos
por Taimar Alves
Cuando llegué a casa, mi abuela me contó que todo el mundo vivía con un huevo encima de la cabeza. Al principio pensé que la edad estaba haciendo estragos en ella pero en cuanto salí de casa pude comprobar como, efectivamente, encima de la cabeza de cada persona que me cruzaba por la calle flotaba un huevo. Un huevo que nadie parecía ver. El huevo de cada persona además tenía un color y una textura diferente. Los había rojos y peludos, blancos y elegantes, negros y atormentados. Incluso en alguno podía apreciar como llovía dentro. También observé que el color de los huevos a veces cambiaba. Y no tardé en darme cuenta de que estos reflejaban el estado de ánimo y el carácter de cada persona. Eran como un espejo interior. En el metro, mientras estaba de pie una señora se sentó delante de mí, quedando su huevo justo a la altura de mis ojos. Entonces, antes de que fuera consciente de lo que estaba haciendo, mis manos se habían acercado para tocarlo y cerrado fuerte, dando una palmada, y explotando el huevo. Este se desvaneció mientras la señora, ya inerte, se desplomaba ante mí.
Esta era, muy resumida, uno de las historias que contó un cuentacuentos japonés que tuve la ocasión de ver hace unos años. Aquello me fascinó. Nunca había asistido a semejante manera de contar las historias. Me desconcertaba que no hubiese una moraleja directa, que no hubiese confrontación entre el bien y el mal. Tan sólo una historia que contar. Nada más. Hayao Miyazaki es ese hombre, un cuentacuentos que disfruta describiéndonos el mundo que imagina, desarrollándolo. Al igual que algunas de sus mejores obras, Ponyo en el acantilado (Gake no Ue no Ponyo, 2008) es una revisión de una historia clásica: La sirenita. Tal vez la más evidente de todas, pero el resultado final se encuentra lejos de apropiarse de ella en lugar de aportarle sustancia propia. Miyazaki le insufla su propio espíritu, su propia manera de contar las historias, al igual que hiciera el cuentacuentos que un día me fascinó.
Ponyo es una princesa de los mares que se enamora de un humano, provocando la cólera de su padre y desestabilizando el mundo marino. Hasta aquí pueden caber las similitudes con la tradicional historia adaptada por Disney. No nos queda claro en un principio por qué Ponyo huye, ni su amado es un apuesto príncipe sino un niño de cinco años, no existe un secundario con bis cómica para relajar al espectador y, sobre todo, no existe la figura del malvado que quiere destruir a nuestra heroína. La historia de La Sirenita convive también con otros elementos mitológicos más relacionados con Japón como la Diosa de la Misericordia (Guan Yin), madre de Ponyo y personaje clave. El apartado técnico, por su parte, es brillante, completamente alejado de la producción digital que se ha impuesto en la animación moderna –como muestra, la escena de Ponyo corriendo por encima de las olas es una delicia–. La música, como ya es costumbre, se encuentra en perfecta consonancia con la narración. La partitura de Joe Hisaishi se encarga de aportar vida a todo el metraje y es una voz que muchas veces nos cuenta más que la de los propios personajes.
Injustamente acusada de infantil, Ponyo en el acantilado es un excepcional ejercicio de sencillez y honestidad, pues únicamente tiene un propósito: contarnos un cuento. Sin moralejas directas (aunque haya un claro mensaje ecologista) ni moralismos, sin vencedores ni vencidos. Tan sólo un cuento. Contado con el mayor cariño y cuidado posible.
Gran articulo. Creo ver en La princesa Mononoke claros ecos del cine de samurais de Akira Kurosawa.
Me alegra ver que alguien comparte mi opinión de la grandeza que destila El castillo en el cielo, la cinta de aventuras perfecta; así como El castillo ambulante, con todas sus subtramas simplemente esbozadas, confiriendo a la cinta una sensación de mundo vivo detrás de toda la trama de Sophie, que enriqueze cada revisionado.
Solo apuntar que La princesa Mononoke si tiene una gran estima por parte del público conocedor de la obra de Miyazaki, tal vez solo superada por las historias de Totoro y Chihiro.
me encanto el articulo. excelente.