El rey ha muerto, viva el rey
No hay mejor momento que este para el estreno de Stella Cadente (Estrella Fugaz, Luis Miñarro 2012) y su análisis del mundo interior de un monarca español. Juan Carlos ha reinado durante casi cuatro décadas con lo que muchos han reconocido como estabilidad y ahora en virtud de la ley sálica reinará su primer hijo varón, Felipe. Las monarquías modernas (palabras para muchos contradictorias) han tenido que adaptarse por fuerza a la avalancha mediática y a la consiguiente sed de transparencia de su pueblo. Un pueblo que ha visto como la evolución de los medios, en especial de Internet, ha servido para acercarle más a sus mandatarios, y por ende aumentar exponencialmente su exigencia.
¿Sabrían en el Siglo XIX de las cacerías de elefantes de su monarca? ¿Y si el yerno de un monarca decimonónico se hubiese metido en una trama de apropiación indebida de fondos públicos?
Lo más curioso del asunto es que muchos españoles ni siquiera se enteraron de que habían tenido un rey italiano hasta el momento de su marcha en 1873. Tres años duró el reinado de Amadeo de Saboya en España, y ni el primero ni el último fueron dulces para él. Hijo del Rey de Italia y continuación de un legendario linaje de sangre azul, Amadeo fue el primer monarca elegido en el Parlamento, lo que enfureció a los monarcas más acérrimos. Y tampoco es que tuviese muchos apoyos en otros sectores de la sociedad. Con el país sumido en una profunda crisis económica, violencia en las calles y la guerra carlista como telón de fondo, tal y como llegó, Amadeo se tuvo que recluir forzosamente en Palacio por seguridad. Es ahí donde Miñarro mete la cámara, donde los vasallos no pueden llegar, para que luego Alex Brendemühl nos de un empujoncito más, hasta la cabeza, el corazón y el alma atormentada de un ilusionado progresista que exponía elocuentemente unas ideas que a nadie le importaban lo más mínimo.
El director juega con sus limitaciones para convertirlas en ventajas. Cada habitación del Palacio es una celda donde se va apagando el ánimo del monarca, hazmerreír incluso de sus sirvientes, que no pueden ni aguantar la risa mientras le colocan el plato delante. Es la imagen de la autoridad perdida del Rey de un país que no hace mucho dominaba medio mundo. Miñarro no necesita ahondar en esas triquiñuelas que convirtieron a Amadeo de Saboya en un títere de políticos y banqueros; se vale más de los silencios, de las miradas de Amadeo, del amor casi infantil por su esposa, del romanticismo bucólico y de los sueños de grandeza de un hombre que se hacía pequeño día tras día. Toda esa ingenuidad rodeada de la depravación explícita de algunos de los que habitan ese Palacio, como queriendo mostrar que todo lugar es mundano, porque ya los reyes no pueden seguir siéndolo por la gracia de Dios.
Un sobresaliente drama intimista-monárquico con toques de comedia absurda que está aderezado algunas veces con elementos de la cultura pop de los sesenta, aportando momentos tan divertidos como inspirados, porque no sabemos si Juan Carlos bailaba en La Zarzuela, pero Amadeo no se movía nada mal.
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