A lo largo de los últimos números hemos recorrido la filmografía completa de Woody Allen por medio de un dossier temático, divido en cinco posibles etapas de su cine con las que tratamos de aportar otra visión sobre su obra. Cinco entregas después de su inicio, cerramos el Estudio: Woody Allen con la otra cara de la moneda que nos faltaba, la perspectiva que el cine ha ofrecido sobre la vida y obra del genio neoyorquino. Dentro de sus limitaciones, esta colección de documentales completano la percepción sobre Allen a distintos niveles, formando incluso parte de su análisis, y antojándose fundamentales para añadir más capas por las que valorar su contribución al séptimo arte, pero también su estilo, sus métodos, sus dudas, su personalidad y su vida más allá de los rodajes, de gira con su banda de jazz.
Desmontando a Woody
por Pablo Vigar
Resulta bastante apropiado que The Bitter End fuese el nombre del club nocturno en que Woody Allen comenzó a dar sus primeros pasos en el mundo de la comedia stand-up o comedia en vivo y en directo. Apropiado porque el calificativo bitter (amargo) puede que sea uno de los que mejor define el espíritu de sus cintas, extraña mezcolanza de comedia y drama.
A propósito de estas actuaciones en locales de comedia, sigue relatando Allen en primera persona para el documental de Robert B. Weide, la consigna en aquellos años parecía ser inundar la escena pública con el talento del por entonces mero humorista, mucho antes de que se llegase a convertir en el cineasta que todos reverenciamos hoy en día. Un curioso paralelismo que, como si no quisiera despegarse de esa figura omnipresente, hace que siga regalándonos películas casi con la misma profusión, a ritmo de cinta por año desde que empezó a dirigir.
La pieza está repleta de anécdotas y vivencias de la infancia y juventud, así como del proceso de trabajo, del realizador, complementado con declaraciones de directores coetáneos e intérpretes de una amplia variedad de sus películas. Desde la conexión que asegura Larry David haber sentido con él tras ver Toma el dinero y corre (1969); pasando por la afirmación de Martin Scorsese de que Allen, habiendo triunfado con algo tan distintivo como la comedia, lejos de conformarse fue un paso más allá rodando una obra como Interiores (1978) –y cuyas críticas le llevaron a rodar una de las piedras fundacionales de su filmografía como es Manhattan (1979)–; hasta el agradecimiento de una actriz tan fabulosa como Dianne Wiest por haber confiado en ella para Balas sobre Broadway (1994) cuando ni siquiera ella lo hacía. El documental está cargado de ellas.
El punto más emotivo del documental, por acontecimientos recientes, quizás venga con la mención al director de fotografía Gordon Willis, del que se dice que su elección fue bastante inusual para el género de la comedia. Una cosa está clara: tanto su labor detrás de la cámara como la destreza del de Brooklyn a los mandos y delante de ella posibilitaron la revolución y la reevaluación de la comedia. Y por el camino, también de la tragedia, si es que acaso, con el tiempo de por medio, ambos conceptos no queden, junto al nombre Woody Allen, irremediablemente entrelazados.
Woody dentro de Allen
por Antonio M. Arenas
El crítico cinematográfico norteamericano Richard Schickel cuenta con una larga trayectoria como realizador de documentales de cine. La gran mayoría de ellos se centran en la obra o figura de un cineasta concreto, desde Chaplin a Scorsese, aunque también los ha realizado de actores como Gary Cooper o de otro tipo de artistas como Ray Harryhausen. Por norma general, todos sus trabajos tras la cámara tienen un denominador común: rozan los peligrosos terrenos de la hagiografía y no suelen salirse del renglón. En el caso de Woody Allen: A Life in Film (2001) Schickel tampoco pone mucho en juego, deja toda la responsabilidad en el valor intrínseco de las respuestas de Allen a sus preguntas, a lo largo de, suponemos, una larga entrevista que en el film queda reducida a pequeñas piezas divididas temáticamente. Afortunadamente, el planteamiento da de sí y las respuestas son jugosas, de ellas se han extraído muchas de las frases que ahora popularmente se le atribuyen, siendo a partir de esta estructura por la que el film desgrana paso a paso su carrera, desde “aquellas divertidas del principio” a sus últimos estrenos, por lo que siendo 2001 su año de producción el seguimiento queda obviamente incompleto.
Con el cine estrictamente como telón de fondo, alejado de cuestiones polémicas sobre su vida privada, Woody Allen parece encontrarse cómodo y se sincera más que de costumbre, arroja luz sobre su proceso creativo y sus particularidades como cineasta, se defiende de las críticas por Recuerdos (1980), demuestra su debilidad por Maridos y mujeres (1992) y no entiende el fracaso comercial de Un final made in Hollywood (2002), entre otra colección de destellos de Woody dentro de Allen a los que finalmente queda reducido el film. Pese a su sólida factura, el escueto trabajo de montaje no tiene pretensiones más allá que las de acompañar con sus respectivas imágenes las películas mencionadas, por lo que si como documento analítico se presenta francamente débil, sus ambiciones quedan cortas frente a los estímulos que uno puede recibir, por ejemplo, leyendo las extensas conversaciones de Woody Allen con Eric Lax.
Informe Allen
por Antonio M. Arenas
Woody Allen: La vida y nada más (Jorge Ortiz de Landázuri Yzardy y Pite Piñas, 2000) no deja de ser un modesto trabajo televisivo emitido por Canal+ España, de aspecto muy anticuado y alejado de los productos de gran factura a los que recientemente nos tiene habituados la cadena privada. Eran otros tiempos, claro, los que precisamente no han pasado por el cine de un Woody Allen del que Jorge Ortiz y Pite Piñas sí conservan intacta su esencia. Fuera de cualquier duda, su presencia en este dossier se justifica por diferenciarse del resto de trabajos documentales por un componente más divulgativo que discursivo, fruto especialmente a través de su habilidad e interés por conectar diversas secuencias de su cine.
Esa suerte de diálogo que se produce entre las propias películas incide en la idea de que el director de Annie Hall (1977) siempre acaba haciendo el mismo film, pero además dota de mayor profundidad y relevancia al resultado final del documental. Con el uso de declaraciones suyas de archivo y una sugerente voz en off como sustento, el trabajo de montaje conecta visual y temáticamente su filmografía, un esfuerzo esmerado por descifrar y acercar las claves de su obra, sin llegar por supuesto a extremos de análisis audiovisual, pero sí permitiendo hacer aflorar notables ideas en imágenes al respecto del cine de Woody Allen, por lo que, salvo escasos reductos de información cinematográfica, su existencia demuestra que tiempo atrás hubo oasis cinéfilos dentro de la programación televisiva.
El hombre tras el clarinete
por Antonio M. Arenas
Sabiendo de la importancia que Woody Allen siempre ha dado a resguardar su intimidad, en un primer momento sorprende la existencia de un documental de las características de Wild Man Blues (Barbara Kopple, 1998), cuyo modus operandi no se dedica simplemente a recoger los diversos conciertos de su banda de Jazz, sino que acompaña la estancia de Woody Allen y su mujer Soon-Yi Previn en una gira por Europa. Un acompañamiento silencioso, la directora nunca entra en escena ni Allen o sus acompañantes rompen la cuarta pared, circunstancia de la que se podría extraer la mayor virtud del film; la de capturar instantes creíbles sin construir una puesta en escena, sin el apoyo de una voz en off o el socorrido recurso de los bustos parlantes. Este seguimiento del que se da fe cámara al hombro, nos permite como espectadores adentrarnos al backstage en un doble sentido, el figurado de su vida, su relación con su esposa, la rutina de hotel en hotel o sus paseos en góndola por Venecia, y el literal entre bambalinas antes y después de los conciertos.
Sin tampoco ser muy suspicaces, se podría valorar su finalidad como un lavado de cara de la imagen pública de Allen, envuelto en los noventa en una serie de conflictos personales y judiciales de sobra conocidos por todos ustedes, pero fuera de dudas al respecto, la equidistancia de Kopple resulta ejemplar, incluso en contra de los propósitos de su propia película, cuya mirada en ocasiones resulta algo fría, en especial en la planificación de las actuaciones musicales y su relación con los miembros de la banda que le acompañan en una gira que les lleva a París, Madrid o Italia. Y es precisamente en Italia, parece que no podía ser en otro sitio, donde Allen se ve inmerso en una gigantesca marea humana de seguidores que le persiguen a la caza del famoso. Una anécdota de las muchas semejantes que habrá sufrido y de la que con el paso del tiempo dio cuenta irónicamente en A Roma con amor (2012), recuerden si no al personaje de Roberto Benigni.
A medio camino entre el film musical y el documental observacional, se esconde un raro documento repleto de intimidad, que finaliza con el regreso a Nueva York de visita a casa de sus padres, tras una gira en la que quien sabe si desvelamos algo más de ese tímido hombre escondido tras el clarinete, su Wild Man Blues.
Un francés, un neoyorquino y cintas de vídeo
por Gonzalo Ballesteros
Nueva York, 1986. Interior día. Dos amigos en una habitación con vistas a Central Park. Uno de ellos, el anfitrión, es Woody Allen que acaba de estrenar Hannah y sus hermanas y con más de una docena de películas en su haber se encuentra a medio camino entre su etapa dedicada a Nueva York y el cine bajo la influencia. El otro, su invitado, es Jean-Luc Godard, quien tras convertirse en uno de los directores más vanguardistas e influyentes de todos los tiempos con la Nouvelle Vague, viene de realizar un cine marcadamente político y de experimentar con el vídeo. El invitado entrevista al anfitrión, o más bien, charlan. Hablan de cine: clásico, contemporáneo, actores, montaje…; también de ir al cine: la sala oscura, el ritual, la influencia de la televisión… Las conversaciones se mezclan o, mejor dicho, Godard las mezcla. Una serie de títulos separan pequeños diálogos y frases, casi píldoras, sentencias más propias de una cuenta de twitter que de un documental clásico. Porque no estamos ante un documental, sino ante un vídeo-ensayo. Fotografías, fotogramas y pinturas interrumpen el diálogo entre el americano y el francés, a la postre responsable de la pieza y más preocupado de la forma que del fondo.
El problema es que revisando la pieza casi treinta años después, parece que el fondo vale más que la forma. Al vídeo-ensayo de Godard le cuesta mantener el tipo a nivel técnico mientras que la conversación entre ambos adquiere muchísimo interés con la perspectiva del paso del tiempo. Una pena que esté supeditada al montaje, hay ideas muy interesantes que ganarían valor desarrolladas. Por ejemplo, gran parte de su conversación está centrada en cómo se ve el cine, con el VHS en su máximo esplendor, ambos directores abordan la influencia de la televisión en el cine y enfocan desde un punto de vista pesimista la irrupción del vídeo en casa en contraposición al hábito de ir al cine. Se quejan, no sin cierta nostalgia, de que ver películas en la televisión de casa pierde muchos matices de la experiencia cinematográfica. No sabían lo que se les venía encima.