En defensa de Locarno
Una noticia triste sacudió la jornada de ayer en el Festival de Locarno. Roman Polanski enviaba una carta escrita en italiano al festival informando de su ausencia. Decisión marcada por la polémica que generaba su llegada para los partidos políticos locales más conservadores, algo que nos entristece profundamente y a lo que no terminamos de encontrar sentido. Su presencia fue una de las últimas apuestas fuertes de este año y por ende su ausencia es irrecuperable, el público perderá la oportunidad de asistir a la clase magistral de uno de los maestros del cine europeo y Locarno un gran reclamo internacional, mientras que el director artístico del festival, Carlo Chatrain, pese a estar visiblemente afectado mostró con entereza su convencimiento de que esto solo puede servir para afianzar Locarno como un lugar de encuentro.
No le falta razón, Locarno es un espacio de cine en común y lo seguirá siendo, pero además lo demuestra con su programación, abierta a la diversidad, en la que caben las películas más accesibles y lo experimental, que en días como hoy acoge a Víctor Erice y Pedro Costa, pero que también puede disgustarnos o no convencernos en absoluto incluyendo a concurso la fallida Dos disparos (Martin Rejtman), como atreverse a ofrecer en dos de sus secciones oficiales sendas películas marcadas por la violencia, el sexo y un fuerte contenido que puede herir sensibilidades -de lo que se advierta al espectador en el folleto-, la griega A Blast (Syllas Tzoumerkas) y la mexicana Navajazo (Santiago Silva). Completa esta quinta crónica la sugestiva Los ausentes (Nicolás Pereda), co-producción entre México, España y Francia auspiciada por el Festival de San Sebastián.
Dos disparos (Martín Rejtman) era la segunda película argentina a concurso en la sección oficial tras La princesa de Francia (Matías Piñeiro), lo que unido a la presencia de Favula (Raúl Perrone) demuestra unas pretensiones y diversidad en el cine argentino en Locarno muy saludables. Desgraciadamente, el film de Rejtman no está a la altura del resto, integra una serie de mundanos personajes que van apareciendo o desapareciendo de la narración como principal y único atractivo, pero Dos disparos se siente completamente fútil, más preocupada por hacerse la interesante o parecerlo que en plasmar con auténtico ingenio y talento la propuesta que tiene en mente.
Hablar de trama sería absurdo, como absurdo es el punto de partida. Un joven, aburrido una tarde de verano, sin ningún motivo aparente se pega un disparo en la sien y otro en el centro del estómago. Pero en lugar de morir en el acto, sobrevive para contarlo. ¿Y para qué? De esa sensación de hastío a la vida se empapa el film, apostando por una triste e irónica indiferencia en el devenir de sus personajes, tan grises como atacados, que el film va acumulando junto a cada intrascendente diálogo como si se trataran de días en el calendario. Se vislumbra la intención de retratar una existencia contemporánea vacía y sin significado, como un film de zombies pero con seres humanos, un inofensivo Gente en Sitios (Juan Cavestany, 2013), pero la distancia entre la idea y su resultado final es de millones de kilómetros de distancia. O al menos del par de cuadras necesarias para conectarlas.
Recientemente, con el auge en festivales de películas como Canino (Giorgos Lanthimos, 2009) o Miss Violence (Alexandros Avranas, 2013), el cine griego transmite la impresión de estar granjeándose una fama abundante en propuestas extremas y violentas, acorde al contexto actual de su país dentro de Europa, y A Blast (Syllas Tzoumerkas, 2014) no quiso defraudar en ninguno de los dos sentidos.
Sin trazar torpes simbolismos ni jugar a las metáforas con el género, de forma directa y consternada, las turbulencias que sacuden a la protagonista de A Blast (Aggeliki Papoulia, Alps), una mujer que tiene sacar adelante a sus tres hijos y llevar el negocio familiar sin ayuda, no dejan de ser interpretables como las de la propia Grecia. Las deudas de su familia, la desesperada soledad y el deseo sexual que siente los largos meses en los que su marido -marino de la armada griega- se encuentra navegando, la llevan a un estado caótico, furioso, hasta perder el control. La narración acumula flashbacks sin solución de continuidad ni hacer pie espacio-temporal, entremezclando sexo, pasión y dolor con una violencia íntima de terribles consecuencias. Los ecos de un país que es el caldo de cultivo de la más peligrosa extrema derecha y que ha pagado los platos rotos de una Europa en crisis. A Blast no será redonda, pero logra transmitir una multitud de sensaciones tumultuosas con urgencia y sin esperar nada a cambio, ni siquiera un final. ¿De qué final estamos hablando?
Sin lugar a dudas Navajazo (Ricardo Silva) es la bomba del festival. Y entiéndanme, porque les puede explotar en las manos. Con una enorme conciencia audiovisual y una sorprendente capacidad discursiva sobre el medio y el propio objeto fílmico, evitando en todo momento generar cualquier sentimiento de culpa o lástima en el enfoque de su material, Ricardo Silva retrata sin tapujos a un grupo de vagabundos, prostitutas, drogadictos y demás fauna de un arrabal de Tijuana con un film que absorbe lo metacinematográfico lindante a su propuesta para llevar a cabo una explícita apuesta visual y de tono, capaz por ejemplo de fabricar una secuencia musical a partir de un montaje pornográfico con una canción de Albert Pla en catalán.
No creo que veamos ninguna otra película en esta edición de Locarno que maneje un material tan sensible y sea capaz de construir reflexiones tan certeras sobre un lugar del mundo condenado y apartado, al que su final le llegó hace años. Una visión de Tijuana en la que pese a todo siguen existiendo sus propias reglas y su propia poética, aunque sea en catalán, con todos viviendo en hostias de armonía, drogándose, coleccionando muñecos o rodando cine, pornográfico o con una estrella de la serie z, qué más da, Ricardo Silva sabe que es mejor la película de cada uno que la jodida realidad.
Siguiendo la línea impuesta por Mula Sa Kung Ano Ang Noon de Lav Díaz en la sección oficial, aunque obviamente a menor duración y escala, el filipino es un auténtico gigante en el dominio del espacio y el tiempo cinematográficos, Los ausentes pudo encontrar su hueco en el festival y sentirse como en casa. La historia mínima de un anciano que vive junto a la playa, alejado de la civilización, y que por cuestiones legales va a perder y ver derribada su vivienda, sirve a Pereda para retratar esos últimos días fantasmales de una clase de vida condenada a desaparecer.
Pero Nicolás Pereda no es documentalista ni un naturalista al uso, busca el artificio y construye la forma visual delicadamente en cada una de sus panorámicas, de sus planos fijos o de sus travellings. Pero en todos ellos se cuelan rendijas de la naturaleza, de la cotidianidad, de lo mundano, de lo real y de lo vital. Incluso se cuela Eduard Fernández como extra, suponemos que por motivos propios de las co-producciones. Pereda encuentra un personaje único y en su seguimiento no habrá grandes descubrimientos, sí muchas ausencias, como su propio título indica, otro remanso de paz cinematográfica de puesta en escena híbrida que junto a Ventos de agosto (Gabriel Mascaro) nos devuelve a otras latitudes y formas de afrontar la existencia.