Veintisiete. Esa es la barrera. A los veintisiete años hay una frontera invisible que nos vemos obligados a cruzar para no volver atrás. A esa edad Brian Jones, Jimi Hendrix, Janis Joplin o Kurt Cobain, entre otros, formaron un macabro club en el que Amy Winehouse ingresó hace poco. Ser estrella de rock -y asiduo a ciertas sustancias- es condición fundamental para la membresía, el resto de mortales se conforman con una crisis existencial. No es un producto de la cultura pop, ni contemporáneo, ya en La línea de sombra la novela de Joseph Conrad que está apunto de cumplir su centenario, un joven se embarca en un viaje que le hará cruzar esa dichosa línea que a los veintisiete separa la juventud del abismo.
En ese abismo se encuentra Frances Halladay, compartiendo piso con una amiga que es mucho más que eso, decidida a cumplir de una vez por todas su sueño de ser bailarina y resistiendo las sacudidas de las convenciones sociales. Frances más que una joven en Nueva York es un estado de ánimo, representa el optimismo frente al vacío, el alma que baila en la cuerda floja y encuentra en los apartamentos un refugio frente a la vida. El guión de Noah Baumbach y Greta Gerwig plasma en la película el mismo espíritu agridulce que Lena Dunham muestra en su serie Girls, el espíritu de una mujer repleta de contradicciones que sin ambición ni méritos se erige como la voz de una generación, o al menos una de esas voces.
Frances es una involuntaria heroína de la Generación Y, bautizada así por un motivo con tan poco lustre como ser la siguiente a la Generación X, con todo lo que ello significa. Una generación que recoge los clichés y lugares comunes de las precedentes, que reivindica su libertad y su hueco en el mundo pero hace suyo el síndrome de Peter Pan. La crisis de la adolescencia y la de los cuarenta se junta a los veintisiete, como si se pasara de la primavera al otoño prescindiendo del verano. Con pequeños detalles que recoge Frances Ha, sintomáticos de esta gran paradoja que vive su generación, como ir por la calle con la música en alta calidad del iPod para llegar a casa y perderse en la imperfección del vinilo. Y en ese mar de contradicciones navega Frances, sin rumbo ni brújula, cruzándose con otros barcos que parecen que -si hacemos caso a las apariencias- se dirigen a buen puerto.
Rodada en blanco y negro, Noah Baumbach consigue en Frances Ha atrapar el alma del tiempo en el que estamos a la vez que construye una película atemporal. Woody Allen, y en concreto Manhattan no es aquí una influencia sino un poder omnipresente, no sabemos si el cine le debe mucho a Nueva York, la ciudad al cine o ambos a Woody, en cualquier caso el clasicismo cromático le sienta como un guante a la ciudad y a la película. El buen gusto de la fotografía junto a la particularidad de la historia -que alcanza lo universal desde lo particular- obliga a relacionar Frances Ha con diversos filmes de Jean-Luc Godard y François Truffaut en la Nouvelle Vague. Separados por medio siglo, un océano e innumerables diferencias sociológicas, aún podríamos imaginar a Frances conociendo en un café a Antoine Doinel con quien departiría sobre música, cine y quien sabe si algo más.
Entre anhelos y trabajos temporales, Frances busca juntar algo de dinero para pagar el alquiler, sin ocasión para mirar alrededor, sin un respiro para pensar. Como en la metáfora del correcaminos, lo mejor es seguir corriendo como el coyote -o bailando como Frances– porque si te paras abajo sólo encontrarás el precipicio. Con toda su grandeza y contradicciones, ahí se queda Frances, colocando como puede su nombre en un buzón, metáfora de un momento vital que es inevitable vivirlo mal. En eso se resume todo. Con los títulos de crédito la película termina por transmitir el más agridulce de los sentimientos, una inspiración que combina tristeza y optimismo y una exhalación que suelta la mezcla mientras la difumina en el olvido. Porque… ¿qué es al fin al cabo Frances Ha sino un gran suspiro?