Cuando el año pasado Richard Linklater (Houston, Texas, 30 de julio de 1960) cerró su trilogía del amor con Before Midnight (Antes del anochecer, 2013), creímos que había llegado a la cima de su carrera y que su nombre merecía cierta reivindicación en los círculos críticos. No han pasado doce meses cuando el director de Austin nos golpea a todos con Boyhood, un nuevo techo en su cine merced a uno de los proyectos cinematográficos más valientes y asombrosos de los últimos años, pero también uno que remite a la sencillez de la que está impregnada su obra.
Con el interés por tratar de identificar las huellas presentes en Boyhood de uno de los directores americanos más difíciles de clasificar, que sin dejar de ser un eterno adolescente, ha encapsulado en el tiempo los problemas de la juventud que le rodea, sorteando Hollywood y el cine independiente, de Slacker a Escuela de Rock, pasando por A Scanner Darkly o Tape, Linklater demuestra una genuina personalidad para esquivar etiquetas autorales y comerciales. Estas quince películas dan buena cuenta de que sus señas de identidad, como el paso de la vida, quizá no se puedan atrapar, tan solo intentarlo.
Gente en sitios (de Austin)
por Gonzalo Ballesteros
Con la cabeza apoyada en la ventanilla del autobús un joven despierta a la par que la ciudad de Austin. Cuando se baja del autobús se sube a un taxi y comienza un monólogo de tres minutos acerca de los sueños y los universos paralelos mientras el taxista conduce impertérrito. Estos primeros cinco minutos de película están resueltos en apenas tres planos, adelantando la economía de medios del filme y la elección de planos fijos, panorámicos y travellings. Si los debut suelen ser los borradores de una obra posterior, en Slacker (1991) hay trazos de toda la filmografía que vendrá y quién mejor que el propio Richard Linklater para interpretar a este chico hablador que introduce la película, una ópera prima de la que es -además del primer personaje- productor, director y guionista.
En apenas hora y media, Slacker, sintetiza un día completo en Austin a través de personajes de lo más variado: parados, intelectuales, delincuentes, gente común… un amplio abanico que aglutina desde un excombatiente de Brigada Lincoln en la Guerra Civil Española hasta un adolescente que intenta vender un vello púbico de Madonna. La cámara de Linklater va enlazando a unos con otros a través de un testigo imaginario que sirve de hilo narrativo, así la película se revela como un gran paseo por la ciudad para retratar a la gente que lo habita desde una óptica nihilista y cómica.
Hay presentes en esta película muchos de los elementos del cine de Richard Linklater. Los largos travelling que muestran a gente hablando por la calle, no pueden sino remitirnos a la trilogía Before (1995, 2004, 2013) al igual que otros planos y situaciones de Slacker son reinterpretados o recuperados en Waking Life (2001). Reconocemos, por tanto, su estilo visual aunque aquí esté presentado de una manera bruta, al igual que también hallamos temas recurrentes a lo largo de su carrera como el tiempo, el amor o la existencia. Slacker es una película pequeña, de pobre factura pero que alberga la esencia de un director que con altibajos dejaría su huella en el cine norteamericano en las siguientes décadas. Toda una invitación para bajar del autobús con ese joven y descubrir qué nos quiere contar.
La historia se repite
por Daniel Reigosa (Versión Original Sin Palomitas)
A pesar de que la película está rodada en los primeros años 90 y de que afronta el tema de la desorientación juvenil de los años 70, es fácilmente adaptable a la situación de los adolescentes en la actualidad. En su día, la acomodación de la clase media, la pérdida de valores, la falta de interés o la necesidad de pertenecer a una subcultura, causaron el mismo efecto en los preuniversitarios que el que hoy en día provocan la banalización de la cultura, la carencia de información de calidad o la pérdida de personalidad y de contacto con el mundo real debidos al abuso de las redes sociales. La preocupación principal de los jóvenes en Dazed & Confused no pasa de la mera diversión, bien sea dando vueltas con el coche, realizando actos vandálicos o asistiendo a fiestas en las que la densidad del alcohol se mide en litros per cápita. Hormonas desatadas, falta de respeto a la autoridad (tanto familiar como escolar) y experimentación con el cuerpo (drogas, sexo, etc) están a la orden del día el universo retratado con asombrosa solidez y fingida simpleza por Richard Linklater.
Resulta inevitable la comparación con la genial American Graffiti (1973) de George Lucas, ya que las dos sitúan la escena en el momento en que los adolescentes finalizan las clases, y comienzan su primera noche de vacaciones antes de afrontar nuevas responsabilidades en sus vidas. Mientras Lucas realiza un completo y acertado retrato de la juventud de los primeros años 60 (la película se sitúa en 1962), Linklater hace lo propio en 1976, y establece un paralelismo casi simétrico con las actitudes, comportamientos y preocupaciones de los protagonistas de American Graffiti, mostrando una visión ciertamente pesimista de la juventud que no ha sabido evolucionar pese a los potentes cambios sufridos por la sociedad americana en este intervalo de 15 años. Es más, el análisis resulta todavía más demoledor si incluimos en la ecuación la excepcional serie de televisión americana Freaks and Geeks (1999), creada por Judd Apatow, que incide el mismo tema pero trasladado a la década de los 80, aunque en esta última sí se empiezan a vislumbrar las consecuencias de la pasividad en los jóvenes y se notan ciertos síntomas de desaprobación con la realidad predominante.
Linklater huye de los estándares que se han ido instalando en el género durante los años 90 (que lo han convertido en predecible y repetitivo), para conformar un relato serio y analítico en el que muestra unos personajes segregados, complejos y perfectamente definidos, a pesar de la existencia inevitable de los roles clásicos (el freak, el nerd, la animadora, el deportista, etc.), aunque en esta ocasión se comportan de un modo más creíble y natural.
Por último, una acertada banda sonora con temas de rock de los 70 influyentes en la época y una cámara que rehúsa cualquier papel protagonista, apostando por la veracidad y naturalidad de la trama, ayudan a conformar un relato que, a pesar de presentarse en un momento concreto, actúa de un modo atemporal, mostrando en ocasiones un tono crítico con la juventud y en otras huyendo de juicios y mostrándose más comprensivo: Son jóvenes, ya cambiarán.
El lenguaje del tiempo
por Pablo Vigar
Tras la radiografía a la juventud americana de los setenta que es Dazed and Confused (1993), Before Sunrise (Antes del amanecer), siguiente película en la filmografía del realizador Richard Linklater, parece conformar el siguiente paso lógico. De la identidad de grupo como bastión firme y compacto a la individualidad del ser y su fragilidad en tanto contrapuesta a la de otro. Del desencanto inexplorado de una generación a la absoluta toma de conciencia de otra. Y de una historia iniciática a un poderoso tratado, casi espontáneo se diría y libre de todo paliativo, sobre el querer.
“Y los años correrán como conejos”, recita Jesse a Céline conforme el abrigo inmutable de la noche empieza a disiparse y dar paso al amanecer, a la vuelta al tiempo real, en palabras del primero. Antes ha habido tiempo para que ambos se encontraran y aceptasen concederle al otro el tiempo propio, el de una noche, escapando así a la pregunta de qué se hubieran perdido de no compartir el paseo por Viena al que se consagra toda la cinta. Entre medio, divagaciones sobre el amor, la vida y la muerte, un diálogo entre dos experiencias vitales, pretendidamente cínica, la de él, inocente, la de ella, encontrando en el idilio al que se ven abocados el ansiado punto de unión.
La facilidad con la que Linklater sortea los molestos y artificiosos engranajes habituales del cine de romances se debe sobre todo a la conjunción entre un magnífico guión –y una(s) no menos brillante(s) lectura(s) del mismo– y a las dos excepcionales actuaciones de la pareja protagonista. La magnitud de las ideas discutidas en las doce horas que pasan juntos es sólo comparable a la sensación de quien se sabe testigo de un encuentro honesto y veraz, de una conversación suspendida en el tiempo que no queremos que concluya, pero que sabemos antes o después tendrá que terminar. Y cuando lo haga, tan sólo unos segundos después, pasará a ser un momento del que nos sentiremos ya para siempre terriblemente alejados, arrastrados por la corriente de una vida que no se detiene por nada, ni por nadie.
It was late, late in the evening,
The lovers they were gone;
The clocks had ceased their chiming,
And the deep river ran on.W. H. Auden
Existencialismo a la luz de las farolas
por Juan Avilés
The young have problems, many problems
We need an understanding heart..
Why don’t they help us, try to help us
Before this clay and granite planet falls apart…
SubUrbia (1996) es una película oscura, intensa y perturbadora, es como si Richard Linklater volviera a mostrarnos a los protagonistas de Dazed and Confused, unos diez años después, y estos hayan dejado atrás su espíritu alegre y desenfrenado para convertirse en unos jóvenes atrapados en su ciudad natal para siempre, y sin más vía de escape que esa pequeña zona en el centro comercial abierto, dónde beben para olvidar que nunca escaparán. Linklater adapta una obra de teatro de Eric Bogosian, consiguiendo que el diálogo constante e informal no parezca forzado, logrando además una presentación no excesivamente teatral, los personajes no tienen, literalmente, otra cosa que hacer más que hablar entre ellos.
El metraje se desarrolla durante una larga noche, en la que los protagonistas se reúnen en su punto de encuentro habitual, para reencontrarse con el único de ellos que lo ha conseguido, se ha forjado una vida más allá de los límites que parecen frenar cualquiera de sus esperanzas. Pony, Jayce Bartok, ha pasado de ser el tío raro que daba un concierto folk para celebrar el baile de graduación a convertirse en una estrella del rock. En el otro lado, la pandilla inamovible, tenemos a Jeff, Giovanni Ribisi, ejerciendo como figura dominante del grupo. Jeff habita su propio mundo, tanto es así, que vive en una tienda de campaña en la cochera de sus padres. Mantiene una relación un tanto complicada con Sooze, Amie Carey, además ésta pretende mudarse a Nueva York, para estudiar allí. El resto de la pandilla son: Tim, Nicky Katt,un antiguo militar sumido en su profundo alcoholismo; Bee-Bee, Dina Spybey, amiga de Sooze y en rehabilitación; y Buff, Steve Zahn, que parece vivir para llamar la atención a través de sus tonterías constantes.
Curiosa inversión de papeles tradicionales la que observamos, el extranjero, Ajay Naidu, que regenta la tienda, y el lugareño que vuelve a casa, representan los valores más tradicionales, frente a las ideas más subversivas que representan los amigos del grupo local. El paquistaní es capaz de dilucidar que las vidas de esos chicos penden de un hilo, su falta de propuestas se ha ido convirtiendo en veneno que ahora reaparece en forma de resentimiento. Ese mismo resentimiento se vuelca sobre Pony, que a pesar de sus esfuerzos por seguir encajando en el grupo, no lo conseguirá nunca, su aparición en limusina parece recalcar ese supuesto logro frente al fracaso del resto.
Podría parecer que la tendencia de Linklater, incluyendo los filmes anteriores en su carrera, es ensalzar la ociosidad como forma de existencia, pero no hay una inclinación real hacia los slacker, término que se puede decir reinventó el texano con su película así nombrada, en 1991. La falta de ambición y planes parece plantearse como una especie de reproche a los que siguen valores occidentales más tradicionales, pero Linklater propone por un lado que la vida sin objetivos se convierte en una eterna espera ensimismada y por otro que el éxito acaba atrapándote en una espiral que aleja de la realidad, una especie de paradoja irresoluble, como ocurre con la doble tragedia final que no llega a nada. Aquí podemos vislumbrar una radicalización del discurso existencialista de Esperando a Godot (En attendant Godot, Samuel Beckett, 1952), tomando el ambiente desesperado de la obra y sobrepasándolo, elevando la búsqueda de los protagonistas, éstos no sólo aguardan una misión o alguien que se la proporcione, más bien intentan vislumbrar un estilo de vida del que carecen.
How can we keep love alive
How can anything survive
Otra versión de sí mismo
por Jonay Armas (La Butaca Azul)
Fox la vendió como el gran western que iba a revolucionar la industria. Era la película que iba a traer el esplendor de un género del que ya se había emitido certificado de defunción, como si se tratase de un regreso milagroso a la época dorada de los grandes estudios. ¿Cómo dar luz verde, si no, a un proyecto titánico como este? Un proyecto que incluía escenarios de época, un reparto estelar de jóvenes promesas… Un despliegue descomunal a la altura de la “gran película” de un director irreverente que iba a consagrarse, al fin, en el seno de la gran industria.
Pero lo cierto es que The Newton Boys (1998) no era nada de aquello. Basta con ver una de las escenas protagonizadas por los cuatro hermanos para comprobar que nadie se tomaba el film demasiado en serio, como seguramente tampoco se lo tomaban los cuatro ladrones en la vida real, revelado por un epílogo que encadena entrevistas a los auténticos autores del suceso.
Y nadie se lo tomaba en serio no porque el proyecto no lo fuera, sino por la manera con la que Richard Linklater afrontaba su propia película. En The Newton Boys se dan cita todos los tics que han hecho del cine de época la gran catacumba de los clichés de la gran industria: largas panorámicas que amorticen los decorados, diseños de producción que absorben el contenido, interludios con música de la época, atrezzos que se superponen a la acción y, en fin, desmesura que termina transformándose en atrofia.
El realizador cumplía con ese manual a todas luces: la gran superproducción relucía al tiempo que su escritura como autor se desdibujaba. La cámara se detenía en los rostros de sus amigos y al hacerlo encontraba, como ocurre en las mejores secuencias de sus grandes películas, con aquellos gestos del actor que terminaban por colarse en el propio personaje. McConaughey nació en el mismo lugar que aquel a quien interpreta y, a partir de ahí, observarle es también pensar en otra versión de sí mismo, en alguien en quien podría haberse convertido en otro tiempo y en el mismo lugar.
Del mismo modo Linklater exploraba la relación sentimental, también construida a partir del cliché, para contemplar cuánto quedaba de veracidad en el mito. Es difícil no tener presente la relación del director con el universo amoroso y pensar cuánto queda de esa fascinación por los amantes en esta representación encorsetada. Un relato en el que la espontaneidad está casi prohibida y, sin embargo, los actores no dejan de desprenderla. En ese sentido sus planos son casi una acción de gracias, como si el director mirase a sus actores y celebrase ese lugar privilegiado, el de la gran producción, al que por fin llega. Si la película es de verdad tan inerte, tan poco consciente de su ingenuidad, ¿por qué entonces advertir en ella un sugerente cine que se parece a la vida? Parecía que el realizador no filmase a los personajes, sino simplemente a sus amigos.
Lo más hermoso de la cinta es poder comprobar, a tenor de su trayectoria posterior, que a partir de entonces se inició la travesía de desaprender, de continuar buscando. Cuesta pensar que el mismo autor de Scanner Darkly o de Before Midnight sea quien firma los últimos minutos de esta misma película, en la que se rubrican dos horas de metraje con un texto que repasa la biografía de los personajes. Una costumbre enclavada en el reino de las contradicciones: películas cuyo mayor reclamo es poner en escena hechos reales terminan recurriendo a enormes textos para explicar el destino literal del relato. En ese momento Linklater huye de la vejez a través de los rótulos, como si aún no se atreviera a filmarla de cerca, como si sólo pudiese añadir etapas a su cine conforme él mismo las experimentase. Ni siquiera la producción faraónica de The Newton Boys podría ocultar que todas las películas de Linklater han sido un diario filmado.
Yo confieso
por Manuel Barrero Iglesias (Tierra Filme)
Una habitación de hotel. Ese es el lugar en el que Jesse y Celine dirimen las diferencias que han ido creciendo durante sus años de convivencia. Hablamos del tramo final de Antes del anochecer (2013), y lo que se presentaba como una oportunidad para recuperar momentos de pasión olvidados se convierte en una explosión de reproches latentes. Una habitación de hotel es un lugar extraño. Íntimo a la vez que desconocido. Parece el lugar adecuado para decir cosas que en otras circunstancias no nos atrevemos a pronunciar. Y es que cuando una pareja en problemas busca la felicidad de antaño en un hotel, lo más probable es que la tensión acumulada le estalle en la cara. Que se lo pregunten también a los protagonistas de Blue Valentine (Derek Cianfrance, 2010). Esa combinación de intimidad y extrañamiento ayuda salirse de uno mismo, a ser más crudo. Y no solo ocurre con las relaciones de pareja.
Tape comienza con dos viejos amigos reunidos en la habitación de un motel barato. Lo que parece un reencuentro amistoso tras tiempo sin verse, se irá enrareciendo hasta desembocar en una grave acusación del uno al otro. La aparición en el último tramo de una antigua compañera de ambos, acabará por hacer estallar la situación. Linklater dirige la adaptación que escribe Stephen Belber de su propia obra, aunque el director se las ingenia para no hacer “teatro filmado”. Algo muy complicado si tenemos en cuenta que solo hay un escenario y tres actores. Pero ana planificación que parece no seguir ninguna lógica interna rompe toda asociación teatral. Sirva como ejemplo uno de los momentos clave, el de la acusación. Una conversación filmada plano-contraplano, y en la que es casi imposible ver dos planos tirados desde el mismo ángulo. Incluso en la parte final prescinde de los cortes, para mover la cámara de un actor a otro.
Una forma de rodar que contribuye también a crear esa tensión tan presente durante todo el film. El intenso drama psicológico coquetea con el thriller, haciendo que el espectador se sienta perdido entre tal madeja de secretos. La relación entre los personajes masculinos se mueve entre la camaradería y el desprecio. Es muy interesante ver el juego que se establece entre ambos, cada uno con su rol muy asumido, pero a la vez con caras ocultas que van emergiendo ocasionalmente. Da la sensación de que nunca existió una verdadera amistad entre ellos, y que la envidia es el sentimiento que domina la relación, muy por encima del aprecio. Aunque el tema que más impacta en este trabajo es el de la violencia sexual. La película pone sobre la mesa el problema que supone para la mujer vivir en una cultura machista, en la que parece casi obligada a aceptar cierto tipo de agresiones. Resulta muy significativo el momento en el que Vince (Ethan Hawke) recupera ese sentimiento de compañerismo masculino, poniéndose de parte del que antes había sido objeto de su ataque. Así confirma -explícitamente- que sus acciones no servían para ayudar a la víctima, sino para su satisfacción personal. El personaje femenino actúa con mucha más entereza, apoyado en la sutilidad de la interpretación de Uma Thurman. Su rostro refleja toda la madurez, la estupefacción, y el dolor oculto que anidan en su interior.
Es Tape un pequeño trabajo en cuanto a medios, pero importante en la incomodidad que provoca y en los temas que trata. Con la libertad que da el escaso presupuesto, Linklater puede experimentar a su antojo. Estamos ante un estimulante ejercicio de estilo que al director le sirvió como ensayo para una de las secuencias más importantes del reciente cine americano. Y que por sí mismo supone una valiosa disección sobre el comportamiento humano.
Fondo y forma
por Omar Santana (Reencuadres)
Los primeros compases de Waking Life recuerdan inevitablemente al trabajo realizado 10 años antes por Richard Linklater en Slacker: un chico llegando a la ciudad, un atropello y una sucesión de conversaciones y monólogos de corte existencialista. Los diálogos son, como es habitual en su filmografía, el motor de la trama. Sin embargo Waking Life no supone en absoluto un trabajo rutinario o acomodado, pues estamos ante un director que busca el movimiento perpetuo no sólo en la puesta en escena sino también en su trabajo, y aquí lo pone de manifiesto tomando los ingredientes que caracterizan su obra y añadiendo otros nuevos que perfeccionaría en el futuro.
La principal diferencia de Waking Life salta a la vista, pues Linklater recurre a la poco habitual técnica de la animación mediante rotoscopiado (que luego retomaría en A Scanner Darkly), consistente en dibujar sobre cada fotograma de una filmación con actores reales. A pesar de ser una técnica llamativa y sin duda arriesgada, no es utilizada como un simple reclamo para el público, sino que se trata de una pieza esencial para el resultado final.
El uso de la animación libera a Linklater de muchas ataduras respecto a la puesta en escena, permitiéndole utilizar recursos visuales que aligeren los sesudos temas discutidos en diálogos que podrían resultar plúmbeos de haberse rodado de forma tradicional. También le ofrece la oportunidad de eliminar los habituales paseos que utilizaba como herramienta para dotar de dinamismo a sus películas basadas en diálogos. Aquí el movimiento lo aportan las líneas temblorosas de los dibujos y el continuo cambio de formas y estilos gráficos.
La libertad se traslada también a la trama, pues el eterno sueño por el que deambula el protagonista permite a Linklater lanzar innumerables reflexiones hacia el espectador sin necesitar de excusas formales para pasar de una a otra. Las disertaciones filosóficas se intercalan con un cameo de Jesse y Celine, referencias a Philip K. Dick o una secuencia impagable en la que el director de Texas ataca frontalmente la estrechez de miras de Hollywood para defender una experiencia cinematográfica basada en ‘momentos sagrados’, concepto que Waking Life parece llevar como bandera.
Esta narración inestable y su tono onírico encajan a la perfección con la decisión estética, pues el mundo de los sueños no se podría representar de mejor manera que con ese dibujo tembloroso y en continuo proceso de cambio. Las imágenes resultantes de una técnica que hibrida imagen real con animación producen a su vez un interesante reflejo de la dualidad sueño-vigilia que sobrevuela la trama. La perfecta unión entre fondo y forma consigue que Waking Life sea más que una simple curiosidad, convirtiéndose en una de las cimas de la filmografía de Richard Linklater.
La leyenda del alquiler
por Pedro Villena
Embarcado ahora en la encomiable tarea de documentar la vida a través de la ficción, y de convertir esa ficción en una representación de muchas realidades, podría parecer irrelevante dedicar un espacio en este especial sobre Richard Linklater a Escuela de rock (School of rock, 2003). Podría parecerlo, pero no tiene por qué ser así. Más allá de toda la parafernalia y el cóctel de nostalgia y melomanía que ya se le presupone del título, la historia plantea un ejemplo práctico sobre cómo cumplir los sueños irrealizables: modificándolos un poco.
El hecho de que toda una clase de un exclusivo colegio se dedique a tocar canciones de Led Zeppelin en vez de estudiar sin que nadie se de cuenta nunca llega a ser un hándicap. Las reglas del juego están muy claras, y poco ocurre fuera de ese universo despreocupado que es el “Horace Green Elementary School”, salvo algún que otro guantazo de realidad para el alma máter del grupo. No se puede rebatir al que hable de vehículo de lucimiento, pero si es así está perfectamente conducido por Jack Black, un hombre que al fin y al cabo antes que actor siempre quiso ser estrella del rock. Expulsado de su propio grupo por ser demasiado apasionado y poco comercial, Dewey Finn acaba, artimañas mediante, de profesor sustituto en un colegio de pago donde no afectan los recortes y parece que los chavales tienen unas clases de música muy completas. El resto no es historia de la música, ni tampoco del cine: es tan solo una historia.
En School of rock no se dan la mano el inconformismo rockero y el cinematográfico, si bien pocos esperaban que algo así sucediese. No hay drogas, tampoco sexo, y la batalla de egos dura más bien poco, pero los dramas humanos como pagar el alquiler siguen ahí, listos para que el Dios del rock pueda convertirlos en leyenda.
Let me sing you a waltz
por Taimar Alves
El amor, como la vida, es un río con una fuerte corriente que no espera a que aprendas a nadar. Sin embargo, el amor, la vida, a su vez, se divide en millones de afluentes que pueden acercarnos al mar o alejarnos, tal vez para siempre. A la hora de contar una historia de amor resulta muy difícil salirse de los engranajes ya establecidos que, parafraseando al propio Jesse en la película que nos ocupa, suelen determinar si somos románticos o cínicos, o si lo es la historia. En el cine el amor hace tiempo que se convirtió casi en un producto de marketing donde se nos intenta inculcar la esperanza de una media naranja perfecta o la desazón de un futuro irremediablemente solitario. Es aquí donde Antes del atardecer (Before Sunset, 2004) rompe el molde y consigue desmarcarse de los caminos trazados incluso más que su predecesora.
Las virtudes de Antes del atardecer convergen en un concepto clave: el compromiso. El compromiso por contar una historia. Ni siquiera eso, el compromiso por dejar que una historia se cuente a sí misma, se desarrolle. Tanto Richard Linklater como Julie Delpy e Ethan Hawke se apoyan en todos los aportes de realidad posibles para conseguir que el encuentro de Jesse y Céline nos descubra como auténticos voyeurs, que presencian algo genuinamente íntimo. Así, los nueve años que pasan entre la primera y la segunda película son exactamente los mismos que han pasado en la vida de nuestros protagonistas, y los mismos que han pasado en la vida de los guionistas (el director y la pareja protagonista), cuya propia experiencia y madurez acaba impregnando el film.
En lo referente al fondo de la película, existe un arduo trabajo de escritura muy basado presuntamente en la propia realidad del trío creativo. Sin embargo, el fondo se ve reforzado excepcionalmente en este film por la forma, que es la que acaba de darle el empaque y la autenticidad. La cohesión temporal no sólo es aplicable al momento de realización de la película sino sobre todo a la duración de esta: la hora y media de film se corresponde exactamente con la hora y media que pasa desde que vemos el primer plano de Jesse en la librería hasta el último. No existe ningún corte en la conversación, ningún momento en blanco, ninguna transición. No nos perdemos nada. Asimismo, se complementa con una obligatoria cohesión espacial, que nos lleva de tour por París enlazando una calle con otra. Para darle más poderío a la narración, Linklater utiliza casi de manera abusiva un plano secuencia tras otro, convirtiéndose más en una seña de identidad que en un recurso. En definitiva, todas las piezas se unen para potenciar la sensación de continuidad. Y sobre todo, lo hace sin intrusiones. Tal vez la mayor virtud de Linklater como realizador en Antes del atardecer es el saber dar a cada momento el tipo de plano necesario sin querer hacer un gran despliegue de medios narrativos.
Al final, lo que nos queda es producción que no sólo consigue ser un complemento y continuación perfectos, sino que es en sí misma una espléndida película que logra hacernos sentir como si estuviéramos presentes en el encuentro real de una pareja que nos resulta extremadamente cercana. Y es el propio espectador es el que acaba dando trascendencia al film, descubriendo si es un cínico o un romántico, una vez más, mientras se da cuenta de que le han hecho bailar al son de un precioso vals durante hora y media.
Sweet Home Run
por Alejandro González
“Para mantenerme en mis cabales, decidí trabajar en otras cosas”. Estas declaraciones las hizo Richard Linklater con respecto a la dificultosa producción de A scanner darkly, una película rodada con la técnica de la rotoscopia, que consistía en animar digitalmente secuencias de actores reales. Un proceso muy laborioso que le llevó a Linklater a desesperarse por la lentitud del mismo. Por este motivo, el oriundo de Texas, ocupó ese tiempo en la dirección de Bad news bears (titulada en España Una pandilla de pelotas), remake de la película homónima de 1976 protagonizada por Walter Matthau.
Si su objetivo era liberar tensiones, podemos entender la razón de ser de esta película. Y si tenemos en cuenta que Linklater es un entusiasta del béisbol ¿por qué no lanzarse a dirigir una película donde se unía su vocación profesional con una de sus grandes aficiones? Bad news bears es un trabajo correcto, simpático y, por qué no decirlo, también prescindible. La película prácticamente es calcada a la original. Mantiene el mismo espíritu irreverente, donde un ex-jugador semiprofesional, alcohólico y deslenguado debe entrenar a un grupo de chavales que no tienen la menor idea de coger un bate de béisbol y hacerlos competir en la liga infantil.
Asistimos a la típica historia de superación de un grupo de inadaptados, que experimentan cómo a base de esfuerzo y trabajo en equipo pueden llegar a lo más alto. Argumento que comparten multitud de filmes y donde únicamente se diferencian por las disciplinas que practican sus personajes; baile, canto o cualquier otro deporte que se pueda imaginar. No hay más que recurrir al plano que cierra la película, esa bandera estadounidense que ondea a lo alto y que, con cierta sorna, expresa el sentir de una sociedad enraizada en la idea de que todo el mundo puede conseguir lo que se proponga, aunque sea a costa de pisar al otro.
Y a pesar de contar con un buen elenco de actores, con un Billy Bob Thornton perfecto en el rol del entrenador Buttermaker, Bad news bears es una película menor por la poca trascendencia que tiene en relación a las de su misma categoría. Aunque si bien es cierto, no resulta nada extraña dentro de la filmografía de un director que su objetivo no es abrazar la teoría del autor, y que por eso se mueve como pez en el agua entre encargos y proyectos más personales. La virtud de Linklater se encuentra en la capacidad de confeccionar una trayectoria polifacética. Engloba la esencia del director (y cinéfilo) al poder camaleonizarse en distintos géneros y estilos. Tan pronto te conmueve con una profunda historia de amor a través del tiempo, como te hace pasar un rato agradable en compañía de un conjunto de incompetentes que intentan ganar un partido de béisbol.
Somos lo que comemos
por Sofia Perez Delgado (La película del día)
– I have a friend that teaches food science over at A&M- microbiology. And this semester, a couple of his grad students decided to culture some patties from a bunch of fast-food chains. Well… they got ahold of a couple of Big Ones- frozen patties. Don’t ask me how. And the fecal coliform counts were just off the charts. I’m concerned that this could be a problem for us. You understand what I’m saying?
– Not exactly.
– I’m saying there’s shit in the meat.
En Marzo del pasado 2013 sorprendía la noticia de que la empresa sueca Ikea retiraba de la venta de sus restaurantes una tarta de almendra y chocolate por haberse detectado en ellas índices de bacterias fecales. Richard Linklater ya era consciente, 7 años antes, de la conmoción que un suceso de este calibre puede causar. Por ello, en Fast Food Nation, adaptación del ensayo de investigación homónimo del periodista Eric Schlosser (coguionista de la película junto a Linklater) golpea al espectador a los apenas 6 minutos de metraje con una frase impactante, casi cómica: “There is shit in the meat”. Y esa va a ser la dinámica de toda la película: exponer a grandes trazos, poco sutiles, las bases de la tesis de Schlosser, dramatizada a través de una historia de ficción.
Fast Food Nation tiene pretensiones de reportaje que hace un estudio de la sociedad estadounidense a través de su alimentación. En efecto, el libro de Schlosser poseía madera de documental cinematográfico, no tanto del estilo de Super Size Me (2004) de Morgan Spurlock, que parece más un experimento televisivo heredero del sensacionalismo de Michael Moore, sino como un informe de denuncia sobre una industria que fomenta la mala alimentación y explota a los trabajadores en favor de su propio y único beneficio. Pero en un caso como este, resulta muy complicado hablar de culpables y víctimas; como Spurlock plantea, nadie obliga a la gente a frecuentar los locales de comida rápida, es un juego en el que todos participan y tienen su papel, por lo que la línea entre “dónde termina la responsabilidad personal y empieza la empresarial” es muy difusa. Sin embargo, en lugar de abordar el tema con la complejidad que exige, Linklater y Schlosser se inclinan por la diferenciación simplista y evidente: la industria es malvada, y los jóvenes e inmigrantes los que pagan las consecuencias, sin término medio.
Linklater se erige como paradigma del cine indie (que con el paso de los años se ha convertido más en una categoría estética que temática y de producción), en este caso en su vertiente socialmente comprometida. El director se deja llevar por el drama tremendista en su retrato del sueño americano al que la fábula del capitalismo convierte en pesadilla. A través de un naturalismo forzado, sobre todo en las actitudes de los jóvenes ecologistas, y en la situación de los mexicanos, la película se articula en torno a una sucesión de personajes estereotipados; no tanto los protagonistas, mejor plateados, como los cameos de rostros famosos como Bruce Willis, Ethan Hawke, Avril Lavigne… Abundan además las metáforas poco sutiles como la de las vacas hacinadas en un cebadero mantenidas con alimento alterados genéticamente, del que no quieren huir, como representación de la actitud de la población norteamericana.
Lo que cuenta Fast Food Nation es necesario e impactante, qué duda cabe. Más de uno y de dos se planteará el no volver a pisar un local de comida rápida tras su visionado. Pero Linklater se deja llevar más por el adoctrinamiento que por la crítica. Algo que se evidencia en un final que, no por realista, deja de ser efectista por la forma en la que está presentado, y que resulta más desagradable que chocante o estremecedor. A la película, a pesar de que se la percibe molesta, enfadada con lo que cuenta, le falta cinismo a la hora de abordar sus numerosos temas, enfocados de manera moralista. Nos encontramos así ante una de las escenificaciones de la máxima “Somos lo que comemos” más explícitas que se hayan hecho nunca.
Distopía yonki
por Miguel Gonzalez
En A Scanner Darkly (2006), traducida al castellano como Una mirada a la oscuridad, Richard Linklater decide repetir la experiencia de Waking Life (2001) con la técnica del rotos-copiado, que permite re-dibujar o calcar manualmente imágenes reales previamente filmadas. En este caso Linklater revisa el libro homónimo de Phillip K. Dick, y nos introduce en un futuro no tan lejano a la fecha de escritura de la novela, en donde la vigilancia se extrema y una nueva y destructiva droga arrasa entre la población. En un mundo donde la línea entre la realidad y la alucinación es difusa, la técnica empleada por Linklater difumina el propio trazo, potenciando la sensación de paranoia y esquizofrenia que la historia escrita ya posee. Una historia con tintes autobiográficos del propio escritor sobre el abuso de drogas y las consecuencias que este conlleva, con dedicatoria “a los caídos” incluida, que Linklater recupera textualmente de la novela para el final de su película.
Así avanzamos entre la confusión y la reflexión filosófica por un camino irregular donde encontramos momentos de gran fuerza y profundidad pero también bajones de ritmo, diálogos dementes donde destaca la verborrea incesante de Robert Downey Jr y un discurso sobre la obsesión por la seguridad y la vigilancia, donde vidas humanas pueden ser sacrificadas por el bien común. Tan americano y, a la vez, factor común en muchas distopías futuristas literarias y cinematográficas. Y aunque la técnica del rotos-copiado pueda diluir en parte las interpretaciones de un elenco protagonista eficaz y plagado de caras conocidas, y dificultar la empatía con los personajes de la cinta, el histrionismo que aporta el temblor del trazo contribuye a esa sensación constante de caos e irrealidad. Una delirante mirada a la oscuridad donde sólo los veinte últimos minutos son capaces de arrojar luz en la paranoia y el baile de máscaras. Y es entonces cuando las piezas del puzzle empiezan a encajar y sólo lamentas en este viaje lisérgico determinados momentos innecesarios, o innecesariamente largos, que hacen perder fuerza a este interesante experimento capaz de englobar en si mismo el espíritu de Orwell y el de William Burroughs.
Imprimiendo la leyenda
por Antonio Moreno (Retratos de ahí afuera)
Richard Linklater es la encarnación del artesano del siglo XXI. Como director ha sido capaz de compaginar sus proyectos más personales (la trilogía “before…”, sus obras de animación) con productos aparentemente más rutinarios y alimenticios como Una pandilla de pelotas, Los Newton Boys o Escuela de Rock. La principal habilidad de Linklater (que al mismo tiempo podría ser defendida como su máxima debilidad) es su capacidad camaleónica para adaptar su estilo al contenido en un gesto que le asemeja al otro gran artesano contemporáneo, Michael Winterbottom. Frente al estilo directo y desnudo de sus películas más personales (que le entroncan con el indie americano que nace en Casavettes), en sus obras “de encargo”, el director se (con)funde con ellas y toma una forma más clásica y convencional. Sin embargo, este proceso no impide encontrar siempre pequeños destellos del talento del autor.
Me and Orson Welles (2011) es un caso paradigmático. A priori, una película totalmente de encargo basada en un libro de cierto éxito y protagonizada, ni más ni menos que por Zac Efron. Es decir, todos los ingredientes necesarios para construir una película menor. Pero sin embargo, si hay algo que hemos aprendido con los años es que Richard Linklater no hace películas menores ya que siempre sabe llevarlas a su terreno. Y esta película no es una excepción, en primer lugar, porque, temáticamente, pone el foco en el paso a la madurez de un adolescente, que es quizás, el gran tema de Linklater a lo largo de su carrera (y que es el centro de su nueva y flamante Boyhood) y por ello podemos observar muchas de sus constantes temáticas. En segundo lugar, porque, precisamente al tomar el punto de vista del niño, la película opta por la fascinación más que por el realismo. Por esta razón el Mercury Theatre y sus miembros, con Joseph Cotten y Orson Welles a la cabeza, son casi héroes legendarios y el estreno del Julio Cesar que los encumbro se retrata de manera mitológica.
A partir de esa mirada fascinada, Linklater construye una historia que deambula entre la inocencia, la nostalgia y un toque de comedia loca -que en algunos momentos incluso la entronca con Qué ruina de función (Peter Bogdanovich, 1992)- que la acaba convirtiendo en un artefacto deliciosamente encantador en el que poco importa el retrato del verdadero Welles, ya que solo veremos esa máscara del personaje mordaz, conquistador y egocéntrico que construyó su leyenda (enorme Christian Mackay). Pero, en todo caso, a quien le importa. Como decían al final de El Hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1962), cuando la leyenda se convierte en verdad, imprime la leyenda.
Una historia de Texas
por Antonio M. Arenas
Haciéndose eco de una historia real que tuvo lugar a mediados de los noventa, Bernie (2011) supone uno de los artefactos más arriesgados y también más brillantes de la filmografía de Richard Linklater. Y ya que su razón de ser trasciende lo meramente narrativo hasta imponerse en lo formal, debe ser artefacto y no otro el calificativo que requiera su increíble-pero-cierta recreación colectiva y satírica del caso de Bernie Tiede, un querido miembro de la comunidad de Carthage (Texas) acusado de asesinar a su compañera, la viuda de 81 años de edad Marge Nugent, a la que troceó y escondió durante meses en un congelador Crimen no le hizo perder el cariño y apoyo de sus vecinos durante el juicio.
El principal y reconocible acierto del film es el de otorgar el rol de Bernie a un actor de las características de Jack Black, capaz de transitar por los momentos más incómodos y moralmente cuestionables sin perder nunca el don de la comedia, generando la repelente empatía que el propio Bernie produjo entre sus allegados y sin la que la película no tendría razón de ser. También es el primer riesgo, dado que remarca el estrato satírico de guión y condiciona intencionadamente el punto de vista a su favor, que se apropia del recurso del falso documental para dar forma a un relato coral que reconstruye paso a paso la historia de Bernie. Un gesto que, salvando las distancias, en su proceso creativo no debe encontrarse tan alejado del que ponía en práctica Víctor Erice en Vidrios partidos, su pieza dentro de Centro histórico (2012). Por medio de las declaraciones y vivencias de los antiguos trabajadores de una fábrica textil cerrada diez años atrás en Guimaraes, Erice reformula y reescribe los textos que pone en boca de sus ahora actantes. En el caso de Bernie el mecanismo es menos estricto aunque similar, da voz a declaraciones de vecinos que están basadas en un profundo trabajo de investigación y de inmersión en la comunidad en la que tuvieron lugar los hechos y donde la película está rodada, la pequeña ciudad de Carthage, de apenas 6.000 habitantes, confundiendo entre el reparto actores no-profesionales, lo que nos permite pensar que alguno de ellos llegaron a conocer a los auténticos Bernie y Marge.
Y la importancia de esta decisión no se encuentra en la frontera del cineasta en los límites entre realidad o ficción, que por su trabajo con el tiempo en el cine tiene francamente presente y diferenciada, sino en lograr que la película absorba su polémico contexto y no renuncie al relato oral de Texas por el cual se acabó transmitiendo, incluyendo en el metraje la película que cada uno de los ciudadanos podía tener en su cabeza sobre la relación entre Bernie y Marge. Es por ello que Linklater evidentemente también tiene la suya y esquiva con ingenuidad la conflictiva presentación del personaje de Marge, una Shirley MacLaine desatada y malhumorada que roza lo caricaturesco, al igual que el fiscal del distrito que persigue el caso, un Matthew McConaughey que disfruta sacando a relucir su marcado acento sureño y que no podría representar mejor los tópicos asociados a las fuerzas del orden locales de Texas.
Al llegar los créditos finales se nos revela la visita del propio Jack Black a prisión para conocer al auténtico Bernie Tiede, único resorte documental que enlaza a la vida del film, que en un golpe del destino y varios años después de su estreno, tras ver reabierto su proceso legal ha sido liberado de la cadena perpetua y residió temporalmente en el garaje del propio Richard Linklater. El cine como artefacto capaz de absorber el impacto social e interpelar a la realidad por medio de un relato oral y colectivo, otro logro silencioso de un cineasta de Texas.
El principio de la incertidumbre
por Andrés Galán
Antes del anochecer (Before Midnight, 2013) probablemente sea la consecuencia lógica de una ecuación cuyos resultados todos necesitamos despejar en algún momento de nuestras vidas. Esta ecuación -álgebra del amor- se cuestiona, no sin angustias, llantos y algún que otro bote de prozac, acerca de los mecanismos que empujan a un par de desconocidos a enamorarse en un parque de Viena. Años más tarde, y tras un paseo romántico por el Sena, Before Sunset (2004) dejaba al espectador desasosegado sumergiéndolo en la duda y la especulación. Probablemente, ni siquiera ellos –Linklater incluido- sabían qué demonios iba a suceder entre Jesse y Celine. Hoy sabemos de buena tinta que estos dos seres cuánticos son padres de gemelas, Ella y Nina, que pasan las vacaciones de verano en una de esas islas griegas que salen por televisión y que, más allá de la consabida decadencia física, enconada sobre todo en el caso de Julie Delpy, siguen manteniendo la sana costumbre de darle a la lengua; la comunicación, según cuentan, es el condimento de todo matrimonio bien avenido, y éste, no ha dejado de discursear desde que se conocieran en un tren con destino a París.
Before Midnight debería suponer una resolución algebraica. No obstante, el tándem de guionistas, formado en esta ocasión por Ethan Hawke, July Delphy y el propio Linklater, considera que, en las matemáticas del amor, las incógnitas no pueden ser despejadas. La trilogía queda clausurada con un punto y seguido que no es más que una invitación a seguir caminando por los paisajes de la vieja Europa. Sabemos, de eso no nos cabe la menor duda, que Jesse y Celine seguirán resolviendo sus cuitas a través de la palabra. Que en el fondo solo nos queda madurar y aprender a amar. No es tampoco baladí que el último capítulo se desarrolle en un paisaje como el de Grecia, cuna del racionalismo. Fueron los presocráticos quienes empezaron a cuestionarse el problema del movimiento y el devenir; la amenaza constante de la transmutación y el cambio de lugar. Celine lo sabe y la metáfora adquiere volumen a través de las ruinas que salpican la isla. Celine se siente cuántica porque, como las partículas elementales, no sabe qué lugar ocupará mañana.
La incertidumbre es el lugar natural de toda relación. Linklater nos lo transmite a través de una forma de hacer cine cuya raigambre no es otra que las películas de Éric Rohmer. Películas como El rayo verde (Le rayon vert, 1986), El amigo de mi amiga (L’ami de mon amie, 1987) o las películas que conforman los cuentos de las cuatro estaciones, tienen mucho que ver con el origen y posterior desarrollo de una trilogía con la cual parece identificarse buena parte de una generación.
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