I. DONDE SE RELATA LA HISTORIA DE UN ATRACADOR DE BANCOS QUE DA EL GRAN SALTO PARA INSTALARSE AL OTRO LADO DE LA MANCHA
Aunque la filmografía de Alberto Rodríguez se inicie con Bancos (Santi Amodeo, Alberto Rodríguez, 2000), cortometraje protagonizado por un Alex O`Dogherty todavía perdido en menesteres de supermercado, los primeros trabajos del director sevillano resultan, estudiados con la arrogancia que otorga la perspectiva del tiempo, mucho más lúdicos y festivos que las incursiones en ese noir meridional por el que parecen transitar sus dos últimos largometrajes. Este giro en la tonalidad de las historias tiene que ver, probablemente, con la ruptura del tándem que, formado allá por los noventa, integró el realizador de Grupo 7 con otro advenedizo proveniente del sur: Santi Amodeo.
Con el director de la reciente ¿Quién mató a Bambi? (2013) Rodríguez arranca aventura cinematográfica. Será precisamente a finales de la década de los noventa cuando los jóvenes cineastas andaluces empiecen a experimentar con el celuloide, los amores y la vida. Década prodigiosa (años capitales y capitalistas que determinarán la actual crisis económica) en la que Chiqui Carabante rueda los cortometrajes Los Díaz Felices (1998) y Bailongas (2001). Hoy, por el contrario, pocos hacen sus pinitos con el rollo; entre otras cosas porque la tecnología digital, según dicen, ofrece la misma calidad que el celuloide y a precio de ganga. Eso habrá que verlo.
Es la generación del ir y venir en busca de subvenciones. Un tiempo en el que hacer cine desde Andalucía se convierte, para qué negarlo, en el disparate de un idealista descerebrado. A esta generación pertenecen figuras hoy consagradas como Paco León o Benito Zambrano. Será en 1999 cuando el director de Lebrija sorprenda a propios y extraños con una producción pequeña, casi de andar por casa, que arrasará en la gala de los premios Goya de ese mismo año. La película Solas convence a crítica y público abriendo la veda a un nuevo cine andaluz que, a base de talento, ha venido esbozando una nueva forma de hacer películas.
En este sentido, y traspasando los encorsetamientos del drama social, Alberto Rodríguez ha sabido asentarse, con sorprendente naturalidad, en los complejos –por intransitados- senderos del thriller policiaco. Alejado ya de las obsesiones pop de Santi Amodeo, las últimas películas del director sevillano resultan paradigmáticas por la extraña fuerza poética, hosquedad y refinamiento noir que desprenden. Historias que se abastecen de las oscuridades y miserias de un sur salpicado de cuatreros, jornaleros sin recursos y cortijos de mal augurio. Como cómplice: Rafael Cobos, guionista habitual de Rodríguez y coautor de los libretos de 7 Vírgenes (2005) After (2009) y Grupo 7 (2012).
Pero antes de la oscuridad existió la luz. Solo un año después del éxito cosechado por Solas, Rodríguez y Amodeo se embarcan en la que es, a buen seguro, su primera gran aventura cinematográfica. Será tras la cálida acogida de Bancos cuando los realizadores pongan rumbo a Londres para rodar, en un tiempo en el que todavía se ignoran las ventajas del crowdfunding, un largometraje que, financiado por el propio Rodríguez, significa el trampolín definitivo de sus carreras. La película es El factor Pilgrim (2000); comedia luminosa sobre un grupo de trapicheros y sablistas de mono naranja. La cinta, dirigida al alimón por Rodríguez y Amodeo es todavía el trabajo primerizo de un director bicéfalo que, de forma irremisible, parece condenado a la escisión.
II. DONDE SE DESCUBRE QUE VIVIR TU VIDA ES SIEMPRE UNA EMPRESA ARRIESGADA AÚN VISTIENDO DE TRAJE
Aunque con El traje (2002) Alberto Rodríguez firma su primera película en solitario, la sombra de Amodeo sigue presente. En la historia de Patricio, un joven africano que se siente estafado por uno de esos sablistas y pícaros típicos de Andalucía la Baja, continua sobresaliendo el sentido del humor y la triste melancolía del director de Cabeza de perro (2006). El caso de El traje es, probablemente, uno de los ejemplos más ilustres a la hora de apreciar las diferencias creativas entre ambos realizadores. Ya en su ejecución sobresale una sobriedad formal que, y a excepción de las enérgicas escenas de acción de Grupo 7, será seña de identidad en el cine de Rodríguez. En El traje, la cámara se mueve con una suavidad que contrasta con el carácter nervioso y canallesco de Pan Con queso, personaje interpretado por el siempre sobresaliente Manuel Morón.
Solo un año después, Santi Amodeo estrenará su opera prima en solitario, Astronautas (2003), desvinculándose definitivamente, al menos hasta la fecha, de Rodríguez. En Astronautas los delirios pop campan ya a sus anchas lejos de los intereses, mucho más grises y descarnados, de las películas Rodríguez. Con su siguiente largometraje, Cabeza de Perro (2006), Santi Amodeo confirma que está mucho más cerca de los universos de Wes Anderson y la Nouvelle Vague, o de aquellos niños que poblaban la literatura de J.D Salinger, que de los abismos y arrabales de la ciudad hispalense. A lo mejor por eso, las películas de Amodeo han tenido menor repercusión. Que sus historias estén habitadas por individuos mucho más interesados en refugiarse en tiendas de vinilo y canciones pop que en correrías de centro comercial alejan a Amodeo del sentir de un público que se identifica antes con el Tano de 7 vírgenes que con el Samuel de Cabeza de Perro; ambos, interpretados por Juan José Ballesta.
Amodeo y Rodríguez rompen lazos profesionales en busca de un camino propio que, como no podía ser de otra forma, los ha llevado a transitar senderos opuestos tanto en lo formal como en lo temático. Si analizamos la carrera de ambos directores hoy, comprobamos que poco o casi nada tienen que ver sus dos últimos largometrajes estrenados hasta la fecha. Amodeo entrega con ¿Quién mató a Bambi? una comedia negra de secuestros, mientras que Rodríguez se integra en los abismos y marismas del mal con La isla mínima; donde, desde luego, no existe hueco para la comicidad. Puede que en el fondo esta separación no nos haya salido tan cara. Sobre todo cuando intuimos el progreso de dos realizadores tan talentosos como originales.
III. QUE TRATA SOBRE NIÑOS PERDIDOS, VIAJES AL FINAL DE LA NOCHE Y ALGUNA QUE OTRA HISTORIA SOBRE LADRONES DE CUERPOS
Emancipado definitivamente de Amodeo, Alberto Rodríguez estrena 7 vírgenes (2005), relato social sobre una juventud extraviada que, siguiendo los pasos de un Truffaut conmiserativo con la adolescencia, narraba las peripecias de dos jóvenes procedentes del extrarradio empujados a una existencia traspasada por delincuencias y tragedias. La película supone un éxito y afirma a Rodríguez como director de probada sensibilidad y solvencia. La raigambre de 7 vírgenes es quinqui, esto es: las películas de José Antonio de la Loma. Las persecuciones alucinadas del Torete y el Vaquilla barnizadas por el talento visual de Rodríguez. Pero a diferencia de las películas rodadas por Amodeo, 7 vírgenes conecta directamente con el sentir de un público que se ve literalmente reflejado en la pantalla. No obstante, los temas y personajes de la cinta, calcomanías de una realidad mediocre y miserable, no impiden a Rodríguez traspasar los límites estéticos que impone cualquier suburbio de extrarradio y entrega una cinta tan ágil como estilizada.
Protagonizada por Juan José Ballesta, muestra además el interés de Rodríguez por el simbolismo, presente sobre todo en trabajos posteriores. En el caso que nos ocupa, el realizador se inspira en los niños perdidos del País de nunca jamás imaginados por J.M Barrie para dar vida a unos adolescentes sin demasiadas perspectivas de futuro. Mientras aquellos iban armados con cuchillos para enfrentarse a los temibles piratas, Tano y sus colegas se defienden del mundo que los ignora, con navajas y pitones. Puede que para Tano, el único consuelo esté en los días de cama, caricia y cosquillas que pasa en casa de Patri; Wendy postmoderna.
Con su siguiente largometraje, Rodríguez se aproxima al desencanto de una generación que, a punto de alcanzar la crisis de los cuarenta, prefiere tirarse a las calles a despertar, un día más, en la rutinaria existencia por la que parecen descalabrarse sus vidas. Los personajes de After (2009), interpretados por Tristán Ulloa, Blanca Romero y Guillermo Toledo, deambulan por una ciudad salpicada de luces de neón, fiestas de sexualidad difusa y cocaína en busca de la inflexión y el olvido. El guion, escrito por Rafael Cobos, no da tregua. El pesimismo se apodera del film exhibiendo una desesperanza generacional que, como una de esas enfermedades terribles de África, parecen extenderse sin paliativos. En After, sus protagonistas ni siquiera tienen la posibilidad de salir corriendo como hacía el Tano de 7 vírgenes.
El gusto por el simbolismo se hace aquí explicito a través de la estructura narrativa elegida para desarrollar el film. La elección de una división por capítulos, Los ladrones de cuerpos, Laura 230 y Niebla, recuerdan, por otro lado, a las historias cruzadas de Amores perros (Alejandro González Iñárritu, 2000). En After, los objetos, ya sea uno de esos corazones luminosos vendido por algún inmigrante chino o la pistola de juguete utilizada por el hijo del personaje de Ulloa, adquieren especial relevancia y dotan a la historia de una doble lectura que, aunque presente también en 7 vírgenes, alcanzan aquí una funcionalidad que es, por otro lado, uno de los rasgos de estilo más comunes en las películas del realizador sevillano.
IV. ¡SOMOS EL GRUPO 7! O DONDE SE TRAZA LA DEFINICIÓN DE UN ESTILO
Grupo 7 (2012) supone la confirmación de lo que muchos ya sabíamos; que Alberto Rodríguez y Rafael Cobos son capaces de contar historias genuinamente populares desde un prisma puramente personal. Esta vez no solo consiguen una cinta enérgica y llena de rabia, sino que además lo logran zambulléndose en un género proscrito dentro de nuestras fronteras: el thriller policiaco. Grupo 7 desmonta la teoría de que los actores españoles no pueden usar pistolas porque ésta siempre acaba escurriéndosele de las manos; el film de Rodríguez no solo demuestra la falsedad de dicha teoría, sino que explicita a las claras que los actores españoles, y por rizar doblemente el rizo, los actores andaluces, son capaces de levantar el arma con una exhibición de estilo qué más quisieran los americanos.
Inspirándose en el policiaco francés y teniendo como principal referente el film Ley 627 (L. 627, Betrand Tavernier, 1992), el director sevillano sigue las tropelías y detenciones del grupo de policías encargado de limpiar las calles de Sevilla durante los años previos a la Exposición universal de 1992, intercambiando rasgos de forma y estilo con la película del francés. Mientras que aquella se desarrollaba dentro de los barrios más deprimidos de París, Grupo 7 explora las arterias de la capital hispalense haciendo muestrario de yonkis, prostitutas y otros personajes de indudable atractivo cinematográfico. En esto radica precisamente parte del talento de Rodríguez y Cobos, en la capacidad para construir personajes que salten la pantalla. Si toda la galería de secundarios destaca dentro de ese mundo de pisos destartalados y azoteas a pleno sol, especial mención merecen Estefanía de los Santos y el premiado con el Goya al mejor actor revelación Joaquín Núñez.
Grupo 7 reincide en esa visión cruda y pesimista que poco o casi nada tiene que ver con la ingenua mirada que Rodríguez imprimiera en los primeros trabajos realizados junto a Santi Amodeo. Con la cinta protagonizada por Mario Casas el terreno se prepara para los paisajes crepusculares que devendrán en La Isla mínima; hasta la fecha, el trabajo más maduro y autoconsciente del director. Ambos largometrajes comparten tono en un salto que vuela desde lo urbano a lo rural. Si en Grupo 7 la fotografía de Alex Catalán recogía los laberintos de San Luis y la Alameda de Hércules, con La isla mínima se registra un paisaje, el de la Andalucía de la década de los ochenta que es al mismo tiempo, degradación física y moral. Sin duda, el cine de Alberto Rodríguez tiene todavía mucho que ofrecer. Permanezcan atentos.