El gran carnaval
Entre los títulos más reconocibles, o más recordados con el devenir de los años, del realizador David Fincher se encuentra siempre la aleación de un estilo visual propio y deudor del videoclip –donde el de Denver se inició– y los artilugios correspondientes al género del thriller. El estreno de Millenium: Los hombres que no amaban a las mujeres (2011) podría haber funcionado como fin de trayecto, tras Seven (1995) y Zodiac (2007), de su trilogía de la perversión. Y, en cierto modo, si atendemos a los puntos de divergencia de Perdida (Gone Girl, 2014) con las anteriores incursiones del director en terrenos de similar índole la fábula del periodista y la hacker seguirá ostentando por el momento la posición de cierre de la trilogía temática.
Y es que aun moviéndose en las farragosas y cautivadoras aguas de la violencia sinrazón y la obsesión de la psique, el último soplo que David Fincher ha decidido insuflar a su filmografía abandona mediante determinados giros de guión estratégicamente colocados a lo largo del metraje la estricta categorización bajo un epígrafe predefinido. Como sus protagonistas, la película ofrece dos caras: de haber discurrido por la transitada senda del whodunit, o quién lo hizo, y que es la primera cara, la que la cinta parece querer ofrecer al espectador desprevenido, el resultado no hubiera distado del buen saber hacer del realizador; por lo que Fincher, no obstante, se decanta finalmente, y que constituye la segunda cara de la obra, compartida según cuentan con la novela que adapta, trasciende el marco que hasta el momento podía parecer que encapsulaba la narración, aunque en realidad esté presente y visible desde el primer momento, fagocitando sin miramientos los cimientos más convencionales de la historia. Son los medios de comunicación, la crítica hacia los juicios sociales y sobre todo la proyección de imágenes que en poco o nada se corresponden con la realidad.
El juego metarreferencial que encierra el personaje de Ben Affleck, Nick Dunne, invita además a la reflexión del límite de las fronteras entre realidad y ficción. La misma, aunque en otro nivel, que se establece mediante el montaje en paralelo de los dos puntos de vista del matrimonio, acariciando la trampa pero finalmente alejándose de ella para pasar a contar otra historia diferente, u otro capítulo de la misma. No es casualidad que en la primera secuencia del filme Nick Dunne reconozca no acordarse de cómo se juega al juego de la vida, el popular juego de mesa The Game of Life. Así, el entramado aparentemente irresoluto de la trama se convierte en una representación sentenciadora y fascinante, pero en ningún momento adoctrinadora, de un teatro de caretas empeñadas en perpetuar, a toda costa, la farsa que posibilita su misma existencia.