Llegamos con el Festival ya empezado y nos iremos antes de que concluya, pero Sitges es una cita ineludible en el calendario a la que no queríamos faltar. Allí se encuentran Juan Avilés y Carmelo González, que firmarán sus crónicas diarias a cuatro manos, como en este caso, o por separado. En su primera jornada se enfrentan a uno de los últimos trabajos de un clásico de Sitges, Takashi Miike, y toman el pulso a dos apuestas alejadas del cine de género, algo a los que nos viene acostumbrando los últimos años el Festival, tras las que surgen dos nombres propios dispuestos a confirmarse, Cold in July y ’71.
Cold in July es la última película de Jim Mickle, la cuarta de su carrera y también la cuarta que presenta en el Festival de Sitges. A diferencia de sus primeras obras, Mulberry St (2006), Stake Land (2013) y We are what we are (2010), en Cold in July renuncia a cualquier acercamiento al género fantástico, adaptando una novela de Joe R. Lansdale, más próxima al género negro y con ciertos tintes de western, especialmente en su tramo final. Los aspectos técnicos continúan la buena línea mostrada en sus anteriores trabajos, destacando la fotografía, una vez más en manos de Ryan Samul, que consigue transmitir en cada plano la sensación térmica a la que hacer referencia el título y que además por momentos nos sumerge en una especie de mundo onírico.
La atmósfera anteriormente descrita no sería posible sólo con el trabajo de Samul, conviene remarcar la labor de Jeff Grace, colaborador desde Stake Land con Mickle, que no permite un segundo de respiro al público, acompañando con inquietantes melodías a las imágenes. El guión y la capacidad que demuestra Mickle de ir dando vueltas una y otra vez a la situación inicial son quizás el punto fuerte de la cinta, que no deja de sorprender desde la primera escena. Por el contrario, la actuación de Michael C. Hall no es demasiado convincente, quizás en parte debido a la cuota de pantalla que le roba Sam Shepard, que con un papel secundario es capaz de absorber al protagonista con su carisma; incluso el pequeño papel de Don Johnson resulta más gratificante en escena que el del protagonista. Un largometraje del que se esperaba mucho y que no defrauda en parte por su ejecución, principalmente en el apartado técnico y el guión, pero que no termina redondeado con una narración a su altura.
’71, es una de esas películas, cada vez más habituales en Sitges, que parecen desentonar con la programación del festival, ya que el largometraje de Yann Demange narra las desventuras de un soldado británico durante los turbulentos disturbios entre las dos facciones de los republicanos irlandeses, la vieja escuela y la nueva ola, en 1971. Como lograse tras las cámaras de la serie Dead Set, su trabajo más reconocido hasta el momento, Demange muestra un control envidiable de las escenas de tensión claustrofóbica.
Y es que ’71 sustituye a los zombis por irlandeses y a los participantes de gran hermano por Gary Hook, el soldado británico interpretado con soltura por Jack O’Connell. El guión, a pesar de no ser uno de los puntos fuertes, destaca en el despliegue coral de personajes que conforman el entramado por el que deambula el protagonista. Los aspectos técnicos de la película complementan a la perfección la narrativa de la obra, y es que la fotografía, aunque puede llegar a ser monótona y reiterativa en ciertos momentos, consigue cimentar la base narrativa con escenas cargadas de ambiente y juegos de cámara que refuerzan las sensaciones del espectador. En definitiva, ´71 destaca por su excepcional ambientación y nos insta a seguir de cerca los próximos trabajos de su realizador.
Tras el homenaje recibido el año pasado en este mismo festival, Takashi Miike vuelve con dos estrenos, el primero de ellos la comedia The Mole Song – Undercover Agent Reiji (Mogura no uta – sennyu sosakan: Reiji). La obra está basada en el manga del mismo nombre, escrito por Noboru Takahashi, y como ya ha demostrado sobradamente en anteriores films, como Yatterman (2009) o Ace Attorney (2012), cuando Miike adapta una obra no se limita a trasladar la historia a la cinta, sino que además se vale de la estética y del lenguaje empleado, sin importar el medio del que provenga la obra original.
La película está repleta de personajes maniqueos, exagerados en su perfil y actuación, con la intención de dibujar una caricatura de sí misma. Tiene dos partes bien diferenciadas, la primera correspondiente a ese espíritu gamberro y provocador, y la segunda, más extensa y carente de ritmo, en la que intenta encaminar la obra hacia algo más serio y no consigue más que acabar aburriendo al espectador. Todo ello da como resultado dos horas de comedia que nos hacen plantearnos seriamente si los emolumentos de Miike guardan relación directa con la duración del largometraje.
Carmelo González & Juan Avilés