“No hay más que una vida, no hay Dios, ni reglas, ni juicios más que los que tú aceptes o crees para ti misma, y cuando se acaba, se acaba, duermes por toda la eternidad. Se feliz mientras estés aquí.”
Nate Fisher (A dos metros bajo tierra)
Solía conocer a una niña a la que la simple idea de la muerte le robaba el sueño, le alborotaba el estómago y la obligaba a mirar bajo la cama, para comprobar que ningún monstruo irrumpiría en mitad de la noche, para hacerle daño. Confesaré que no me gustan los niños, pero reconoceré que conservan un don envidiable: la inocencia. Esa que nos arrebatan los años, cuando descubrimos que debemos temer a la vida, y no a la muerte, y que no solo los monstruos pueden dejarnos cicatrices.
Tras siglos y siglos de vida y de muerte, es curioso como el ser humano aun no está del todo acostumbrado a la expiación de su existencia. La mayoría callejean, ajenos y arrogantes, obviándola, como si así no se fuera a presentar de repente. Tan solo una minoría osa a burlarse de ella con la acidez que simboliza el, a veces mal visto, humor negro. Dos de mis favoritos son Larry David en Curb your enthusiasm (HBO, 2000) y Louis C.K. en Louie (FX, 2010). Sus guiones no perdonan, para ellos el humor no entiende de límites, y aunque esta forma de enfrentarse a la muerte no los librará de una cabecera de mármol, tampoco los castigará cuando llegue su momento.
Por su parte, también con algún que otro toque negro, Bryan Fuller rechaza la idea del reposo eterno o, al menos, así lo demuestra en sus dos creaciones: Tan muertos como yo (Dead like me, Showtime 2003) y Criando Malvas (Pushing Daisies, ABC 2007). Dos razones para aguardar a la muerte con optimismo y esperanza.
Ellen Muth es la encargada de interpretar a Georgia Lass, la protagonista de Tan muertos como yo. Un personaje cínico, solitario, intranscendental, que no termina de encajar en una sociedad a la que rechaza y al que no le importa lo más mínimo ni su familia, ni su futuro, ni su propia existencia. Con la llegada de su muerte y su nueva identidad como recolectora de almas, comienza a descubrir que hay algo peor que la vida: morir y volver a empezar de nuevo.
La forma en la que Georgia fallece me recuerda a la de Kim Lange, personaje principal de la novela Maldito Karma (Rowohlt Verlag GmbH, 2007) del escritor alemán David Safier, ya que ambas lo hacen al ser golpeadas por un váter procedente del baño de una nave espacial. Un hecho que va mucho más allá del chiste y nos subraya lo primordial: lo peor de la muerte no es perder tu vida; es cómo la pierdes –y me refiero literalmente a eso, al momento en el que morimos–. Cualquier humillación producida en vida puede tener arreglo, pero morir de forma humillante no tiene segundas oportunidades.
Con un tono mucho más amable, aparece Criando Malvas. Una mezcla de fantasía, misterio, magia con tintes detectivescos. Así se presenta, a lo largo de dos temporadas, la historia del pastelero Ned. Rodeada de personajes, en ocasiones empalagosamente adorables, la trama transcurre sumergida en la fotografía de Michael Weaver, David Klein y Jamie Anderson –una fotografía que recuerda al fabuloso universo de Tim Burton–. La enrevesada historia de amor de Ned y Chuck y el ritmo de sus guiones nos encandilarán durante cuarenta minutos. Esta serie, es esa recomendación que nos saca el niño que llevamos dentro y se convierte en el cuento que todos queremos escuchar antes de irnos a dormir. Con ella, la muerte parece el menor de nuestros problemas.
Nate Fisher, por el contrario, parecía tenerlo claro en A dos metros bajo tierra (Six Feet Under, HBO 2001) y abanderaba la creencia de que la muerte no es más que el ansiado final de una vida aflictiva. Llegué a ver cuatro o cinco capítulos por día, hasta el punto de alcanzar la obsesión. La historia de la familia Fisher está llena de grises. Alan Ball, su creador, no se olvida de ningún personaje, todos crecen y evolucionan a lo largo de las siete temporadas, enfrentándose a sus miedos, a nuestros miedos. Los odias y los amas. Nada ocurre por azar y la trama en ocasiones es tan retorcida como la vida misma.
A dos metros bajo tierra es una de las series que encabezan las listas de “obligadas” que, quizás, por su temática funeraria muchos deciden ignorar. Tras sesenta y tres episodios, el ciclo de la familia Fisher concluye con uno de los finales más emotivos que he visto jamás. Muere con la muerte.
Es sencillo, nos guste o no solo tenemos una oportunidad y la idea que nos hagamos de la muerte, no nos va a salvar. Cada cual puede hacer lo que quiera con su vida y lo puede hacer bien o lo puede hacer mal, porque al final no habrá juicios ni recompensas –quizás algunas flores de más–, pero la realidad es que a todos nos espera lo mismo: la muerte. A pesar de esto, quiero pensar que es nuestra conciencia la que nos castiga o nos premia a las puertas de la muerte… porque supongo que no debe de ser agradable dormir mal eternamente.