Coen, Taviani, Zucker, Maysles, Wachowski o Quay, ejemplos heterogéneos de hermanos cineastas por los que de continuar tendríamos que remontarnos hasta los orígenes del cine, ya que en definitiva fueron desde el propio comienzo dos hermanos, Auguste y Louis Lumière, quienes en 1895 realizaron la primera proyección pública de imágenes en movimiento. Por si olvidáramos a unos de tantos de sus precursores, los alemanes Max y Emil Skladanowsky, a los que Wim Wenders rememoró con A Trick of Light (1995).
Trazando por tanto una línea en esta posible historiografía de hermanos cineastas, los Farrelly y los Dardenne recorren en paralelo caminos aparentemente opuestos. Ambos en cambio surgieron a mediados de los noventa, estableciendo unas formas estéticas y éticas muy determinadas e influyentes a continuación. Tal es así que hasta nuestros días se encuentran en las antípodas en lo que entendemos como cine contemporáneo, por lo que la decisión de enfrentarlos no pretende tratar de determinar cual de sus cines es prioritario o superior, un debate estéril en cualquier caso. Al contrario, unirlos surge precisamente por plantear un posible análisis que los sitúe a una misma altura, subidos al mismo cuadrilátero. Qué mejor interés que el de hacer converger su obra con el fin de encontrar reflejos y tratar brevemente de estrechar la distancia oceánica de Jean-Pierre y Luc con Peter y Bobby. O al menos las diferencias de perspectiva desde las que los valoramos.
Aunque tendamos a menospreciarlo o no tenerlo en consideración, los hermanos Dardenne y los hermanos Farrelly han consolidado una personalidad cinematográfica en espacios repletos de dificultades y retos creativos. Durante las últimas décadas la realidad social europea y el cine de Hollywood no han sido lugares gratos para encontrar una voz única, en los que establecer unas señas de identidad plenas, que deben permanecer soterradas bajo las condiciones del mainstream o la primacía del urgente contexto social. No en vano, tanto por medio del gag explícito como en su desolador retrato de Europa, transgreden las imposiciones de sus marcos alimentando su identidad con huellas que diferencian cada uno de sus proyectos del resto de cineastas coetáneos.
En ese sentido, definir a los Farrelly por su humor escatológico o gamberro sería limitar las aportaciones de unos cineastas que de manera intuitiva, sin pretenderlo ni tampoco buscar vincularse a posteriori al movimiento, utilizando por ejemplo actores asociados a las producciones Apatow, iniciaron lo que ahora entendemos por Nueva Comedia Americana. Cuesta imaginar películas fundamentales como Virgen a los 40 (Judd Apatow, 2005) o Resacón en Las Vegas (Todd Phillips, 2009) sin las dosis de frescura e incorrección que aportaron al género con Dos tontos muy tontos (1994) o Algo pasa con Mary (1998). Incorrección calculada y precisa, pero de tal inocencia que un revisionado de su obra nos descubre que en el fondo esos toques irreverentes escondían una mirada cinematográfica repleta de valores, pero ante todo profundamente clásica. Reminiscencias al clasicismo desde la puesta en escena que en el reciente caso de Los tres chiflados (2012), toda una oda al slapstick, les llevan a convertirse en el último faro de una manera de construir el gag en vías de extinción.
Del mismo modo, se puede sospechar de los Dardenne cierto acomodamiento por pertenecer al denominado star system del cine de autor europeo, ese que ha terminado por ahogar en la complacencia y el discurso demagogo a cineastas otrora aclamados y lúcidos como Ken Loach, sin hablar de las suspicacias generadas al contar con una estrella como Marion Cotillard en su último proyecto. Pero también debe reconocerse que cada una de sus películas ahonda en los esquemas preconcebidos del cine social y los supera llevando a cabo rotundos ejercicios de gran calado cinematográfico. Su puesta en escena se aproxima y aleja de lo naturalista de manera invisible. Sin perder el rigor, pervierte sutilmente lo que mandan sus formas cámara en mano, siguiendo relatos repletos de tensión dramática gracias a su involucración con el punto de vista. Tal es así que ocasiones su lectura resulta próxima al thriller e incluso al cine negro, sobrevolando esa dimensión los aciagos tramos finales de Rossetta (1999), El niño (2005) o El silencio de Lorna (2008).
La de los belgas es una apertura estilística paulatina pero cada vez más presente, que tiene su último ejemplo en la fantástica secuencia musical a bordo del coche de Dos días, una noche (2014). Además de un merecido alivio para su protagonista, el estallido de júbilo provocado por la Gloria de Grateful Dead funciona como contrapunto al crudo estado de ánimo del filme, que no deja de levantar acta del desasosiego de los tiempos. Música que forma parte imprescindible del cine de los Farrelly a la hora de transmitir su concepción lúdica del ritmo cinematográfico. Aunque su buen gusto musical pase desapercibido a consecuencia de su falta de grandilocuencia tras las cámaras, que no les lleva a filmar estiladas set-pieces musicales, con la excepción del inspirado musical de Bonnie y Clyde en Pegado a ti (2004), conviene recordar que en la selección musical a lo largo de su filmografía podamos encontrar a David Bowie, Phoenix, Foo Fighters, Pixies, PJ Harvey o Neil Young.
Pero como principal y contundente punto en común, en lo que sin duda ambas filmografías inciden es en un profundo humanismo que subyace bajo sus coartadas narrativas, al amparo de la falta de esperanza o la apología de la idiotez de sus respectivos protagonistas, almas perdidas en un mundo cruel. Llegado un punto, en sus personajes surge un redescubrimiento personal, una toma de conciencia de la sociedad que los rodea, ya sea en las travesías por las ciudades y los bajos fondos belgas en moto o bicicleta, como por medio de la clásica road movie norteamericana, sencillo esquema de guión que los Farrelly siguen en la evolución de sus personajes y sobre el que orientan buena parte de su filmografía.
Viajes, o tránsitos, que los Farrelly interpretan para dar lugar a transiciones musicales que acompañan el progreso emocional de sus personajes, nada nuevo en la narrativa convencional, pero la reiteración en su uso demuestra esa insistencia por dotarles de un desarrollo interior paralelo a su viaje territorial, que en el caso de Vaya par de idiotas (Kingpin, 1966), probablemente su película más ambiciosa y también la menos apreciada, llevan de forma más redonda a la práctica. Los Dardenne tampoco renuncian a filmar las transiciones, aunque a diferencia de los Farrelly utilizan sonido directo y renuncian a la música, pero precisan de ese acompañamiento externo de la cámara que simboliza el viaje hacia los abismos de la sociedad, panorámicas hacia los espacios de exclusión, ya sea en el caso de La promesa en el tráfico de inmigrantes ilegales, como en El silencio de Lorna en sus consecuencias.
Protuberancias, malformaciones, prótesis, testículos atropellados por una cremallera, un melenudo y anillado vello púbico, granos a punto de explotar, recolección de mechones de pelos de la nariz, etc… el cine de los Farrelly está repleto de instantes, apenas destellos de segundos de duración, en los que rompen con el pretendido buen gusto para establecer su sello. Decisiones estéticas formidables pese a ser habitualmente cuestionadas, cuyo efecto ciertamente no deja de ser inofensivo en estos tiempos. En cambio ¿qué presencia hay más escatológica y aceptada en nuestra sociedad que la del dinero?
La manera culpable con la que los Dardenne filman el dinero revela el pacto tácito por el que funcionamos como sociedad, además del movimiento que funciona por debajo de ella. El dinero no deja de ser una desagradable pero forzosa extensión de nuestro cuerpo a la que estamos acostumbrados, que en cambio no decidimos ocultar como hacemos con nuestras partes más íntimas o los defectos físicos que nos incomodan. Los Farrelly y los Dardenne otorgan similar relevancia al dinero como al cuerpo humano, sin pudor, capturando ambos con detalle. En el caso de los cineastas belgas, las implicaciones que conlleva la entrega de esos billetes, ya sean francos o euros, permiten que su cine puede leerse de manera paradigmática al plasmar los fracasos de la Unión Europea desde los márgenes de su epicentro. Lo que nos lleva a otra de las virtudes intrínsecas al cine de los belgas, su retrato constante de un época de cambios en la vieja Europa, la entrada de un nuevo orden territorial y socio-económico. Cambios que principalmente se reflejan en el dinero, en una moneda única, cuestión que no responde a los problemas sociales ni ayuda a solucionarlos, tan solo nos hace iguales en nuestras miserias.
Aunque las patentes diferencias entre la comedia y el cine social sigan existiendo -de momento no parece posible un reducto para el humor en el cine de los belgas-, quizá sus conciencias no se encuentran tan alejadas de lo que parece, o de lo que los cánones nos quieren hacer creer. Los Dardenne ponen su ojo en los focos más desfavorecidos de la sociedad, en especial la juventud, la inmigración y el desempleo. Por su parte, los Farrelly introducen de manera orgánica en sus argumentos a disminuidos físicos o psíquicos. Si en su obsesión con los freaks y la deformidad Todd Browning plasmó el lado oscuro del cine mudo (1), los Farrelly iluminan por medio de la comedia los lados más oscuros de su relación con la sociedad, reflejando las minusvalías con total normalidad y elogio, de hecho en sus películas nos damos cuenta de que los raros y los estúpidos suelen ser los demás.
“While most of the main characters in Farrelly brothers’ films themselves have a disability (and of course the actors playing them do not), it is often the positioning of the disabled supporting cast that reveals the most about normalcy and legitimacy.” (2)
Desde Roscoe Fatty Arbuckle la comedia surge de la humillación de todos los roles masculinos, continuada por la práctica totalidad del elenco de Algo pasa con Mary, el Jim Carrey de Yo, yo mismo e Irene o los protagonistas de Carta Blanca, que encuentran en el Jack Black de Amor ciego una posible redención a los prejuicios y el machismo imperantes, de los que los Farrelly se ríen no sin señalar. Una redención que brota en los instantes finales de La promesa a través de unas palabras liberadoras que encuentran su eco en un poderoso plano de espaldas, que en su sencillez es capaz de comunicar cuestiones que el cine no siempre muestra con tanta decisión. Prueba de ello es el discurso de Ray ‘Rocket’ Valliere que se incluye en los créditos finales de Pegado a ti. Un gesto improvisado por el intérprete mientras el equipo de rodaje todavía seguía en marcha, en el que agradece emocionado haber actuado en la película.
Los Dardenne y los Farrelly se esmeran por compartir un punto de vista humanista, su sentido del colectivo, ya sea de clase obrera o social, remarcado en la defensa del disminuido psíquico que trabaja en la cafetería de Pegado a ti, como en la lucha por su dignidad de Sandra en Dos días, una noche o la compasión de Lorna ante su marido, un peso que recae sobre el metraje con el golpe de una terrible elipsis cuyo efecto acompañará al personaje desde entonces. De exponer la exclusión y las injusticias para encontrar un recodo de luz colectivo. Por ello, la compenetración fraternal que de manera natural imaginamos surge en el trabajo tras las cámaras, en la valoración de cada decisión, se transmite a su mirada cinematográfica, cargada de empatía por quien nos rodea, con el propósito de construir un mundo y un cine mejor, más habitable. Ese es su triunfo, el de ambos, y por K.O.
1. American Silent Horror. Science Fiction and Fantasy Feature Films, 1913-1929. John T. Soister and Henry Nicolella, 2012.
2. There’s Something About Disabled People: The Contradictions of Freakery in the Films of the Farrelly. Kathleen LeBesco, 2004.