“La gran voz del cine social europeo”, “baluartes del cine social contemporáneo”, “cine difícilmente reprochable, honesto y de marcada integridad”, “cine sin fisuras, concreto y compacto”. Estos son algunos extractos del conjunto textos con el que abordamos la obra de los hermanos Dardenne, frases que definen el cine los belgas y ponen de manifiesto el consenso crítico que generan sus películas. Desde La promesa (1996) hasta Dos días, una noche (2014) acompañamos con mirada crítica las últimas siete películas de Jean-Pierre y Luc. Una veintena de premios internacionales encabezados por dos Palmas de Oro reconocen una filmografía íntegra y coherente como pocas, con títulos que sirven para mantener el pulso a la sociedad y despertar conciencias sin riesgo de adoctrinar.
Ojos que observan, corazón que siente
por Alejandro González
Baluartes del cine social contemporáneo, los hermanos Dardenne se han ganado ese apelativo por méritos propios. Pero no confundamos cierto cine social únicamente preocupado por el mensaje, ese descaradamente panfletario que intenta reivindicar una serie de ideas a base de bombardearnos con discursos directos y carentes de sutilidad. El suyo se trata de uno a pie de calle, la que pisaron los hermanos durante los años setenta mientras realizaban documentales retratando los estratos más bajos de la sociedad belga, sacando a la luz las miserias económicas y sobre todo humanas que invadían a esos sectores.
Si Buñuel afirmaba que la bondad o maldad del hombre no venía determinada por la clase a la que pertenecían los sujetos, los Dardenne lo plasman en su filmografía sin concesiones. Bajan a las profundidades, porque allí las personas están despojadas de todo menos de su ética, y de esta manera intentan llegar a la esencia del comportamiento humano. En La promesa (1996), su tercera película de ficción y con la que se dieron a conocer, hablan del negocio de la inmigración clandestina. Un mundo donde se cruzan las ilusiones de personas que intentan mejorar sus vidas y esas otras que intentan sacar tajada de la triste situación. Concretamente narran la historia de un padre y su hijo, dedicados a la acogida de inmigrantes ilegales. Ellos les conseguirán los papeles y alojarán en casas destartaladas después de haberles hecho pasar por caja. Meras transacciones, no hay una preocupación por la mejora de estos individuos, solo se preocupan por salvaguardar sus propios intereses y si tienen que dar un soplo a la policía no tendrán el más mínimo reparo en hacerlo.
La diferencia entre los dos protagonistas es que, mientras Roger es consciente de la operación y la lleva a cabo sin remordimientos, su hijo Igor es un adolescente que se ha visto envuelto en ella condicionado por la actitud dictatorial del padre. Y la llevará a cabo por inercia, sin pensar en las consecuencias de sus actos y dejando a un lado sus verdaderas aficiones. Un hecho que cambia radicalmente un día en el que uno de los ilegales sufre un accidente mientras intentaba huir de los inspectores de trabajo. En ese momento, Roger obliga a Igor a ocultarlo y le impide que lo lleve a un hospital para evitar que se descubra su tapadera. Pero justo antes de morir, el inmigrante le pide a Igor que cuide de su familia. Y si antes el muchacho se escudaba en el “ojos que no ven…” ahora todo será distinto. Este hecho le transforma por completo y le servirá para empezar a cuestionarse su forma de vida.
La película gira en torno al proceso de crecimiento personal del joven Igor, sumido en continuas dudas y debatiéndose entre seguir los pasos de su progenitor o romper con ello. La promesa es el acto que lo moviliza para encontrar respuestas. Los Dardenne, casi como una forma de introducirse en su cabeza, sitúan la cámara en su nuca y le siguen en esa búsqueda, se introducen en las entrañas de la problemática, profundizando y sobre todo enriqueciendo el discurso. Todo ello sin blancos ni negros, la gama de grises es amplia, permitiendo que sea el propio espectador, con su reflexión, el que termine por completar la película. Y eso se traduce en el mejor de los resultados dentro de este tipo de cine, creando conciencia social.
Todo por un sueño
por Antonio Moreno (Retratos de ahí afuera)
A pesar de que con La Promesa los hermanos Dardenne ya fueron capaces de obtener la atención de la crítica especializada (además de la Espiga de Oro del Festival de Valladolid), con Rosetta (1999) finalmente consiguieron su consagración definitiva. La Palma de Oro que obtuvieron con ella, batiendo, ni más ni menos, que a películas tan extraordinarias como Una historia verdadera, Todo sobre mi madre o L’humanité les dio el empujón definitivo para colocarles en el star system del cine de autor europeo, del que desde entonces nunca se han bajado.
Rosetta es, de alguna manera, la quintaesencia del cine de los Dardenne (y probablemente, aún su cinta más redonda). En ella, por un lado, se puede observar su obsesión temática, que es la de mostrarnos a los individuos que viven en los márgenes de la sociedad del bienestar europea (y que habitualmente nos son invisibles) y sus esfuerzos, casi siempre inútiles, por intentar vivir una vida normal. Por el otro, la película marca las líneas maestras del estilo Dardenne con sus planos frontales y pegados al rostro y con una cámara siempre al hombro, siempre en movimiento para retratar una luz triste e invernal que da un aspecto gélido a sus imágenes (a pesar del calor del drama que subyace bajo ellas). Esas imágenes nos muestran a una heroína (la Rosetta que da título a la película) hiperactiva e hiperbólica, que nunca está quieta y a la que la cámara persigue a la carrera durante casi todo el metraje. Sus únicas dos preocupaciones son conseguir un trabajo de verdad y conseguir encauzar en la normalidad a una madre alcohólica con tendencias autodestructivas. Esos objetivos, que pueden parecer simples, se vuelven una tarea casi titánica para la protagonista que en su devenir frenético no tiene ni un momento de respiro durante todo el metraje.
Nunca se ha presentado de una manera tan certera, tan sintética y tan contundente a un personaje como en la escena inicial de la película, en la que Rosetta es despedida y, literalmente, se agarra con uñas y dientes a su puesto de trabajo. A pesar de las barreras insalvables que se va encontrando por el camino, el carácter indomable e inquebrantable de la protagonista hace que nunca baje los brazos hasta el final de la película. Esta dispuesta a todo por ser como los demás, está dispuesta a cualquier cosa por tener un trabajo. Y para ello todo se justifica, lo moral y lo inmoral. Como si Rosetta fuera el reverso marginal de la Nicole Kidman de Todo por un Sueño (Gus Van Sant, 1995) solo que en vez de luchar por conseguir un sueño, en la película de los Dardenne, su protagonista solo intenta escapar de la pesadilla. Y para dicha misión, todo vale.
Esta convicción solo se ve resquebrajada en los instantes finales en los que no tiene más remedio que aceptar su derrota. Pero incluso la claudicación es penosa en una memorable última escena en la que Rosetta arrastra una bombona de gas como si fuera la bola de plomo de su condena. Entonces, y solo entonces, en un último plano lleno de ambigüedad y belleza, los hermanos Dardenne deciden introducir una brizna de esperanza. O al menos así lo quiere ver un servidor, que aún se confiesa creyente en que aún hay esperanza en esta vieja Europa.
Diseccionando la paternidad
por Daniel Reigosa (Versión Original Sin Palomitas)
Los hermanos Dardenne confeccionan un cine difícilmente reprochable, honesto y de marcada integridad. Probablemente El hijo (Le fils, 2002) contenga el argumento más negro y maquiavélico de Jean-Pierre y Luc Dardenne, siempre dispuestos a replantearse la moralidad del ser humano. En esta ocasión utilizan el bisturí con delicada precisión para diseccionar los límites del perdón y la compasión y explorar la paternidad desde un punto de vista poco ortodoxo y convencional. Si años más tarde, en El niño de la bicicleta (Le gamin au vélo, 2011) analizarán el concepto de maternidad como asunción de una responsabilidad más allá de la consanguinidad, en El hijo la paternidad responde a patrones de protección y perdón.
Olivier -encarnado por Olivier Gourmet, actor recurrente en la filmografía de los Dardenne- es un carpintero de mediana edad que trabaja en un centro de reinserción de chicos con problemas. Francis (Morgan Marinne) es uno de esos chicos recién salidos del reformatorio que quiere entrar en clases de carpintería, pero es rechazado por Olivier y acaba destinado en el departamento de soldadura. Magali (Isabella Soupart) es la exmujer de Olivier, que le cuenta a éste que está embarazada y se va a volver a casar. Ante esta situación, Olivier, ve su vida quebrarse y decide aceptar a Francis en sus clases, conocedor de que es el responsable de un pecado que le afecta personalmente y que, probablemente, haya sido una de las causas de la ruptura de su matrimonio.
El espectador en las películas de los hermanos Dardenne siempre va un paso por detrás de los protagonistas. Nunca se indaga demasiado sobre el pasado (no recurren a flashbacks o explicaciones pretéritas anejas) y siempre se le ofrece al espectador la duda de por qué los personajes se comportan de cierta manera. Sólo a medida que avanza el filme se van descubriendo las piezas del puzzle moral que plantean los hermanos, pudiendo juzgar con más argumentos a cada personaje.
Así se explica que la película vaya ganando en intensidad al ir comprendiendo poco a poco el enorme e intenso dilema interior que se le plantea a Olivier, que va pasando de la rabia hacia su nuevo pupilo al perdón, a través de la curiosidad y el respeto. Además, la cámara en mano y los largos primeros planos intrusivos y asfixiantes ayudan inequívocamente a leer con claridad la mente de Olivier y su lento debatir entre lo que dicta la cabeza y el corazón.
El climax de la película se alcanza en una última media hora excepcional, de una intensidad rara vez vista en este tipo de cine comprometido. Olivier y Francis emprenden un largo viaje (largo como el camino que debe recorrer Olivier para encontrar este perdón tan personal) a un aserradero para recoger madera. Durante el camino los sentimientos de Olivier se volverán más extremos (la escena cuenta con un soberbio plano secuencia en el interior del coche ejecutado de manera ejemplar), desembocando en una auténtica catarsis emocional. Ya en el aserradero, trabajando entre peligrosas y enormes máquinas, se revela la solución de la encrucijada deontológica entre ruidos sordos mecánicos y golpes secos de tablas. Una manera magistral de reflejar los eternos conflictos paterno-filiales.
Sujetos y perspectivas
por Gonzalo Ballesteros
Es muy interesante comprobar como el de los Dardenne es un cine vivo, sus películas pueden variar en matices según el momento en que se realice su lectura. Esta circunstancia está íntimamente relacionada con la naturaleza de su temática; contar historias sobre la gente a la que nadie ve y escucha se vuelve más o menos incómodo dependiendo de la posición en la que se encuentre la flotante clase media que es al final el conjunto mayoritario de espectadores. El niño (L’enfant, 2005) vio la luz en una Europa que vivía con las necesidades más que cubiertas, la época de “cuando éramos ricos” -si se me permite el cliché-. Aunque sólo han pasado nueve años desde, el terremoto social que ha sufrido Europa ha reconfigurado todas la coordenadas para entender la realidad. En aquel entonces los personajes excluidos quedaban muy lejos, hoy con los márgenes cada vez más amplios los personajes de la película resultan más cercanos que en 2005. Una bofetada de perspectiva a la clase media. La película se alzó con la Palma de Oro en aquella edición de Cannes y es curioso como en algunas de las reseñas del momento se la definió como “cuento urbano”. Quizá no haya nada más allá del mero recurso periodístico pero la palabra “cuento” implica un alejamiento aún mayor, como si la historia de estos personajes marginales nos quedara a años luz. Y puede que así fuese.
En El niño los Dardenne nos presentan a Sonia y Bruno, una pareja joven que subsiste entre puentes y pisos de alquiler, según cuánto se estire la pequeña prestación que cobra ella o el nivel del botín que robe él. El nacimiento de su primer hijo en este clima de inestabilidad forzará la evolución de su relación, Sonia pretende volcarse en el recién nacido mientras que Bruno, mucho más inmaduro y prosaico, sólo busca sobrevivir mejor cada día. Si en la película precedente, El hijo (Le fils) el personaje en cuestión no aparecía en la trama, en El niño (L’enfant) el título no hace tanto referencia al recién nacido como al joven Bruno y su posición ante la vida. La presencia de un bebé en la historia, que por razones obvias está a merced de lo que decidan por él, es el personaje que más tensión dramática alberga por una cuestión de instinto protector por parte del espectador. Sin querer entrar en lo que harían otros directores en una situación así, tan proclive al sentimentalismo, a los hermanos belgas no se les escapa de las manos gracias a su particular equilibrio entre implicación y contención.
La Europa sumergida
por Manuel Barrero Iglesias (Tierra Filme)
Los hermanos Dardenne se han convertido en la gran voz del cine social europeo del siglo XXI. Tomando el relevo de cineastas que ya quedaron obsoletos, Ken Loach a la cabeza, sus películas tratan de acercarse con el mayor rigor posible a los problemas de la sociedad contemporánea. Es innegable su predilección por las historias de adolescentes en situación de riesgo, lo cual no les impide acercarse a otros temas tales como la inmigración. Ya en La promesa (1996) -film con el que empezaron a destacar- hablaron sobre ello. Incluso en la reciente Dos días, una noche (2014) hay breves apuntes que se cuelan a través de la historia principal.
Aunque no es El silencio de Lorna (2008) la típica película de una sola dirección en la que se retratan las miserias del inmigrante frente a la crueldad del país de acogida. Los Dardenne huyen del maniqueísmo y construyen un relato lleno de complejidad que va un paso más allá. Es cierto que tenemos dos personajes que representan ambos extremos, aunque sin llegar nunca a la caricatura. Claudy y Fabio -los dos belgas con los que se relaciona la protagonista- son la inocencia y la codicia. Pero es precisamente ella, la joven albanesa, la que consigue que el film tome una dimensión distinta.
Lorna está atrapada en una trama a tres (o cuatro) bandas en la que lo importante es, como no, el dinero (o la posibilidad de pertenecer al “primer mundo”). Su deseo de prosperar choca contra la necesidad de ser humana. A pesar de sus intentos por mantener las distancias, su sensibilidad le impide ignorar el drama del desvalido que lucha por respirar. Una tensión continua que en algún momento acaba por explotar, y que lo hace a través de un mecanismo de defensa creado por su propia mente. Un último punto de giro en el que los directores se distancian de lo truculento para buscar la honestidad. Mezclar inmigración, drogas, asesinato y embarazo en un mismo film puede ser muy peligroso. Pero ahí está la mano de los Dardenne para evitar la sordidez gratuita y la manipulación sentimental.
Y para sostener todo el entramado es imprescindible contar con un armazón sólido que lo sostenga. Ese soporte es el personaje principal, a quien la actriz Arta Dobroshi presta cuerpo y alma. Un personaje construido con precisión milimétrica, empezando por detalles tan nimios -y tan importantes- como el vestuario o la manera de andar. Los directores dedican varios planos a observar -y escuchar- cómo camina la protagonista. Es más, el film comienza con unos créditos -letras blancas sobre fondo negro- cuyo sonido es el de unos pasos firmes. Son los de Lorna, una mujer joven decidida a encontrar una vida mejor. Pero una mujer que jamás traspasará la línea que la convierta en una desalmada, alejándose así de aquellos cuyos valores solo miran el propio provecho. Una lucha por mantener la integridad moral que se mantiene hasta el final, incluso a costa de perder la propia cordura.
Cyril y los 400 golpes
por Jonay Armas (La Butaca Azul)
Lo único que persigue Cyril en el mundo es amar. Es lo único que pide, aunque aún sea tan pequeño que no sepa cómo expresarlo. Poder amar y ser amado, encontrar un refugio que tenga una voz y un rostro concretos. Cuando uno descubre que el padre del niño es otro de esos adultos perdidos que pueblan el cine de los Dardenne, la mirada sobre Cyril puede resultar devastadora. Es un niño lleno de fragilidad, aunque aún sea tan pequeño que no sea consciente de ello, que para sobrevivir al mundo exterior ha tenido que forzar la coraza del guerrero, del combatiente urbano que se rebela contra todo agente o tutor. Es la única manera que ha encontrado de liberar el dolor, o acaso de expresar ese vacío afectivo que le ha tocado vivir.
Por eso merece la pena dedicar especial atención a la forma en la que se abraza a Samantha. Parece una escena fortuita, del todo accidental, en la que el niño intenta que las autoridades no frustren su rebelde huida agarrándose a cualquier cosa. Pero lo cierto es que Cyril se aferra a Samantha como si una tempestad fuese a llevárselo por delante, como si le fuera la vida en ello.
Y valdría la pena volver a esa escena porque en ese aparente azar de los acontecimientos, tan lleno de significado, puede encontrarse la verdadera esencia del cine de los hermanos Dardenne, casi como si el realismo poético se hubiese reinventado. Una suerte de unión entre la sencillez del plano unida a la emoción que respira su contenido. De ese modo, Cyril se abraza a Samantha no sólo para evitar ser capturado, sino porque desea sentirse querido y lo busca, desesperado, en la persona que por azar divino parece haberse topado con él.
De ahí que, cuando Samantha acepta encargarse del niño finalmente, el film explora terrenos que tienen más que ver con lo extraordinario que con la realidad cruda por la que se ha movido hasta entonces. Cyril cae de un árbol y queda inconsciente en el suelo. Los testigos se asombran y piden auxilio pero, milagrosamente, nunca mejor dicho, el niño se levanta de repente como si apenas hubiese sido un pequeño tropiezo. En esa muerte y resurrección, propiciada quizá por saberse al fin amado por alguien, hay una luz que ilumina por fin el relato: el amor se ha revelado como la única manera de sobrevivir a un mundo incierto y solitario. Incluso a pesar de que la filmografía de los Dardenne está atravesada por la música de Beethoven y por su inquebrantable idea del destino funesto, siempre ocurre un pequeño milagro por el que la esperanza se sigue filtrando. Y aunque Cyril aún sea tan pequeño que no sepa cómo ponerlo en palabras, estos cineastas han sabido contarlo con imágenes.
Working class hero (is something to be)
por Gonzalo Ballesteros
Un fantasma recorre Europa… el fantasma de Sandra. La trabajadora interpretada por Marion Cotillard encarna, en su triste figura, un dilema recurrente de la clase obrera: elegir entre el individuo o el colectivo. En su travesía de dos días y una noche, Sandra debe convencer a sus compañeros de trabajo para que cambien el sentido de una votación que ha acabado con ella en la calle. El patrón de la empresa, dadas las circunstancias económicas, propuso que votaran entre un recorte de personal -el despido de Sandra- o la renuncia de una prima de mil euros. En la primera votación, con Sandra de baja por depresión, la mayoría optó por quedarse con la prima, pero Sandra ha conseguido una nueva votación y tiene tres días para conseguir que sus compañeros cambien de opinión.
El conflicto laboral sucede en una pequeña empresa. Sin directivos ni sindicatos, la cuestión queda entre trabajadores y la propuesta de la empresa los sitúa en un punto límite, de enfrentamiento entre iguales, sometidos a un método que no por democrático es menos injusto. Deben elegir por mayoría quien pierde y en cualquier caso perderá la clase trabajadora. El resultado de la votación, que no desvelaré, les sirve a los hermanos Dardenne para mantener el pulso de la trama pero sobre todo para exponer múltiples matices y puntos de vista ante una decisión que es un dilema de clase.
Los Dardenne han conseguido con una decena de películas hacer un cine sin fisuras, concreto y compacto; de cámara al hombro y moralmente combatiente. Esta película es un nuevo ejemplo de ello. Si alguien tiene alguna duda, dos Palmas de Oro reconocen sus méritos y la continua excelencia de su cine no hace descartar una tercera en cualquier momento. La mirada de los hermanos belgas siempre ha estado cerca de las clases bajas, ya sean los trabajadores o los marginados, en cualquier caso haciendo un cine social al que no se le puede objetar nada. Al contrario de lo que pueda suceder con otros directores y obras que se enmarcan en este género -tan denostado por algunos-, los Dardenne no formulan planteamientos maniqueos, juzgan comportamientos o, lo que es más importante, son condescendientes. Ellos siempre consiguen colocarse en un equilibrio imposible entre la distancia y la implicación, de ahí que su estilo nervioso y documental combine tan bien con la potencia emocional de sus historias.
Lo que componen Jean-Pierre y Luc Dardenne en Dos días, una noche (Deux jours, une nuit 2014) es casi un thriller social, una película que encuentra la emoción por la vía de la introspección -los personajes- pero también de la narración al enfrentarnos a una carrera contrarreloj. Abordar una película sobre la clase trabajadora en un momento en el que Europa -mediante las políticas neoliberales y de austeridad- ha destruido la clase media no deja de ser arriesgado pero los belgas tienen una enorme capacidad para sintonizar el estado de la sociedad, pese a llevar casi tres décadas haciendo cine han sabido adaptar sus sensores al momento actual y el resultado es claro y meridiano. A diferencia de otros filmes, en esta ocasión los directores no están poniendo el foco sobre los márgenes del sistema, lo están haciendo sobre el epicentro. La historia de Sandra es dolorosamente nuestra, empatizamos con ella y su situación pero también con la de sus compañeros. Por eso es tan importante que acompañemos en su viaje a Sandra porque en su espalda está la esperanza de la clase trabajadora que puede estar machacada pero que sigue teniendo en su mano la capacidad de ser heroica.
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