Me he roto siete veces seis huesos distintos del cuerpo. O sea, no es que me haya roto esos mismos seis huesos siete veces; es que el codo derecho me lo rompí dos veces. En años consecutivos. En veranos consecutivos, concretamente. Con ocho y nueve años.
Haciendo los cálculos, salgo a 1,75 roturas traumáticas por cada década de vida; lo cual, pues oye, no es un promedio nada malo. Nada malo si fuese piloto de motociclismo, paracaidista profesional o trapecista de éxito (no descartemos aún esta última opción, que la vida es tan larga como ancha es mi inconsciencia). Pero no, resulta que soy un tipo de vida razonablemente sedentaria aquejado por un particular sentido de la percepción del espacio que me rodea. Siendo específicos: no tengo absolutamente ningún sentido de la percepción del espacio que me rodea.
Soy un tipo torpe. Muy torpe.
Pero no crean que soy ese adorable chico que tira el café por intentar sujetarse las gafas mientras abre caballerosamente la puerta a su compañera de oficina. No, no soy Superman ni tampoco soy Superman disfrazado de Clark Kent. Soy torpe de verdad. De los que se abren la crisma con una puerta cerrada porque no se ha dado cuenta de que está cerrada. De los que tropiezan con el bordecito del peldaño al subir las escaleras despreocupadamente. Siempre con el mismo bordecito. Ese pequeño cabronazo que te obliga a terminar de subir el tramo de escalera a cuatro patas. Que la gente te mira y tú les devuelves la mirada desafiante: “¿Qué pasa? Yo siempre subo las escaleras así.” Un torpe de los que se rompía el codo y la muñeca y la rodilla y el tobillo y que da gracias a que las extremidades no tengan más articulaciones. Porque también se las rompería.
En definitiva, que soy un torpe real, no un torpe de los que salen en las películas, que en realidad son un tío/a bueno/a moviéndose raro, para, al final del metraje, quitarse las gafas, soltar su melena al viento (con independencia del sexo) y descubrir al mundo que los torpes son estupendos, eficaces, simpáticos, cariñosos. Y además están macizos.
Tampoco soy un pobrecito tontuelo, un ingenuo inmaculado de torpeza graciosa e intenciones inocuas. Soy como todo el mundo. Me doy un golpe y me cago en la hostia, joder, coño, cómo duele, no me jodas que me van a tener que escayolar otra vez. Otra vez.
Sí, soy como todo el mundo: no salgo en una película.
Salvo que la película sea de los hermanos Peter y Bobby Farrelly. Porque los torpes de los Farrelly no son torpes de película. Porque los enanos y los cojos y los paralíticos y los discapacitados mentales de los Farrelly no son unos pobrecitos a los que su discapacidad les ha tocado con la varita mágica de la pureza, transformándolos en adorables seres de luz. Son como todo el mundo: se cagan en la hostia, joder, coño, cómo duele. Y follan y quieren follar y son amables o rastreros o graciosos o aburridos o cabronazos como el bordecito del peldaño. Vamos, que son de verdad.
Posiblemente, son los personajes más de verdad que aparecen en las hiperbólicas comedias de los hermanos Farrelly. El mujeriego y superinteligente Tony Cox de Yo, Yo mismo e Irene; el cachondo Ray ‘Rocket’ Valliere de Pegado a ti; o el macarra Danny Murphy de Algo pasa con Mary. Todos son personajes centrales, circulares o secundarios de sus filmes. Y todos son total y absolutamente normales; pese a que Cox mida poco más de 90 cm. de estatura, Valliere tenga síndrome de Down y Murphy sea tetrapléjico. Tan normales como Jim Carrey, Greg Kinnear, Matt Damon, Ben Stiller o Cameron Díaz. Quizá incluso más.
Es curioso lo de Danny Murphy, porque quizá fue él quien despertó en los Farrelly el interés por enseñar la normalidad de los discapacitados en sus filmes. Era uno de los mejores amigos de Peter desde la infancia y compartía el mismo sentido del humor chabacano y garrulo de los hermanos. Una tarde de verano, cuando tenían apenas quince años, Murphy se tiró de cabeza a la piscina sin fijarse en que la escasa profundidad no iba a poder absorber el salto. El muy torpe se rompió la columna vertebral y, desde ese día, necesitaría una silla de ruedas para moverse. Siguió siendo uno de los mejores amigos de los Farrelly y siguió haciendo chistes de pedos cada día. Y siguió emborrachándose y siguió yendo a trabajar cada mañana y siguió riéndose con ellos y de ellos y de él y con él. Y siguió dando abrazos cuando se los pedían y siguió pidiendo abrazos cuando los necesitaba. Y siguió haciéndose pajas y follando. Cada día. Cada día hasta que murió este verano. De cáncer, como cualquier otra persona.
Decía Murphy que edulcorar la discapacidad no solo es una estupidez, sino que además separa a los discapacitados del resto de la población. Como se separan los personajes de una película de las personas reales. Salvo que sea una película de los hermanos Farrelly, porque entonces, los enanos y los paralíticos y los cojos y los discapacitados mentales y los torpes no pertenecen al mundo de las películas.
Son reales. Son de verdad. Son como todo el mundo. Porque somos todo el mundo.