Con el palmarés visto ya para sentencia, que el Giraldillo de Oro y el premio al mejor guión hayan ido a parar a Turist (Ruben Östlund) parece demasiado reconocimiento teniendo en cuenta el altísimo nivel de la sección oficial, seguimos desgranando lo que dieron de sí las primeras jornadas del Festival de Cine Europeo de Sevilla. Encontramos el mejor guión del pasado Festival de Cannes, la película seleccionada por Dinamarca para los Oscar y dos visiones, la de un Benidorm futurista frente al crudo e inmediato presente de Siria.
La mayoría de colas para entrar a las salas del Multicines Nervión se formaban junto a la fachada del estadio Ramón Sánchez Pizjuán, que luce un gigantesco escudo del Sevilla rodeado de una colección de diversos escudos de clubes internacionales, un mosaico deslucido por los antiguos aparatos de ventilación que le rodean. Pero si uno aprieta la vista, entre todos los pequeños escudos que hay en ella, aunque debidamente tapado, también se encuentra el del Betis, no se vayan a pensar. Una extraña y parecida sensación se despierta al descubrir en sus títulos de créditos iniciales que el gobierno ruso financia y apoya una película de las características de Leviathan, lo que nos lleva a pensar en dos razones lógicas posibles, no sabemos si aprobar el proyecto supone un propósito de enmienda o si en el caso contrario significa la total aceptación e indiferencia de todo lo que Andrey Zvyagintsev escarba sobre el estado de las cosas en el país. Y es que su capacidad narrativa para describir tanto la esfera política como la más íntima resulta demoledora.
Presentando puntos en común temáticos e incluso metafóricos con la también rusa Durak, vista este año en la sección oficial de Locarno y dedicada al desaparecido cineasta Alekséi Balabánov, cuya personalidad podría servir de anclaje entre ambas, Leviathan ahonda en la corrupción generalizada de una pequeña península del mar de Barents y sus consecuencias en un débil núcleo familiar. Frente a la hostilidad y sentimiento de abandono presentes en sus imágenes, bajo sus certeras elipsis y los litros de Vodka que bebe el protagonista late una gran novela de la Rusia actual, que cuadros con la foto de Putin mediante es capaz de emerger con todo el valor de la denuncia y el poder del drama clásico.
La tierra, año 2052. Un lugar parecido a Benidorm que bajo el filtro extraterrestre en 16 MM de Ion de Sosa y la capacidad de convertir el costumbrismo en ciencia ficción de sus guionistas (entre los que se encuentra Chema García Ibarra, uno de los cineastas a pequeña escala de enfoque más personal y ligado a lo autóctono de nuestra cinematografía) permite la imprevisible y fructífera conexión de la literatura de Philip K. Dick y los viajes del imserso.
El cuidado trabajo espacial y arquitectónico a 4:3 de cada plano del film contrasta con una narración despojada de todo tipo de asideros, reducida a su extracto mínimo, con instantes que se perderán como lágrimas en la lluvia limítrofes con el cine casero, formando un conjunto de decisiones estéticas que crean una atmósfera futurista repleta de agujeros negros a la cotidianidad. Atmósfera que también juega en su contra a la hora de profundizar en el arco narrativo así como en los personajes de su relato criminal. El de un Blade Runner castizo, al que solo le falta la boina, que mantiene una nada extraña obsesión por las ovejas a la caza de un grupo de robots, replicantes con apariencia humana y costumbres entre lo familiar y lo hortera. Recordemos que Benidorm es todo lo que ha quedado de la tierra y este es uno más de los relatos posibles de ese futuro que se parece tanto a nuestro presente. O pasado, si es que es posible distinguirlos.
Objeto de una envidiable retrospectiva en el presente Cineuropa de Santiago de Compostela, el veterano cineasta danés Nils Malmros firma un melodrama de inquietantes tintes autobiográficos donde el cine dentro del cine, hasta exponer lo más hondo del cineasta, juega un papel no del todo satisfactorio. El puñetazo inicial de Sorrow and Joy, en el que se nos narra la muerte del hijo recién nacido a manos de la mujer del protagonista (hecho real que aconteció en la vida del cineasta), supone un acierto narrativo que permite desgranar la historia en dos velocidades, hacia atrás y hacia adelante en la relación de pareja, pero quizá también sea el único momento realmente sobrecogedor de una historia que afronta la posibilidad de un amor auténtico tras el dolor más profundo, bordeando el ridículo debido a sus formas tan enquistadas en el tiempo. Ante un oportuno ejercicio de análisis del matrimonio del que se podrían extraer no pocos paralelismos con Perdida de David Fincher, quizá lo más tumultuoso se encuentre bajo esa realidad en la que se ampara. Pese a volcar su propia vida, Sorrow and Joy transmite tanta frialdad como la obra que asoma del director del cine para burgueses que retrata, que no deja de ser él mismo, generando una distancia cómoda en conflictos morales tan terribles por los que sin duda los años y las arrugas no pasan.
La urgencia de los conflictos bélicos en todo el mundo sacude el audiovisual en su conjunto, creando nuevas formas de acercarnos al horror en su estado más primigenio, sin disertaciones teóricas que lo afronten, en bruto. El caso omiso que la televisión ofrece de algunos de estos combates armados, entre los que se encuentra el sitio de Homs en Siria, provoca la necesidad imperiosa de que un nuevo cine salga al rescate y construya las imágenes de la contienda. Un nuevo cine repleto de contradicciones, el cine de la violencia, el cine de las víctimas, como indica el propio Ossama Mohammed en la voz en off que acompasa las toneladas de imágenes de distinto material y procedencia que componen Silvered Water: Syria Self Portrait.
Su frágil aspecto formal contrasta con la brutalidad presente en sus imágenes, no rechazando mostrar cuerpos cubiertos de sangre, mutilados o inertes. Decisiones convulsas que por su condición ensayística trascienden el grito de ayuda, dan fe de su existencia, la de una supervivencia en Siria (más concretamente en Homs) filmada por cientos de personas que conviven a diario con el horror y lo filman porque no hay nada más que filmar. Dedicada especialmente en sus últimos minutos al seguimiento de los niños que aprenden a sobrevivir entre francotiradores y escuelas improvisadas, surge la presencia de la profesora Wiam Simav, que en esta correspondencia fílmica expone su cámara y su vida misma, retomando la idea del cine como un campo de batalla. Este mismo año, la todavía más contradictoria Return to Homs documentaba desde el punto de vista de una guerrilla de los rebeldes un conflicto que no parecía tener final. Los títulos de crédito de Silvered Water: Syria Self Portrait constatan el fin del sitio, quien sabe si el principio de un nuevo cine alejado de la violencia.