A Master Builder [Atlántida Film Fest 2015]

Teatro filmado

Hay algo que el teatro nunca tendrá y que es, en realidad, la máxima expresión del cine: una disciplina llamada montaje. Gracias a él los fantasmas no entran y salen del escenario desde bastidores, sino que son capaces de aparecer de repente en la propia escena durante esa fracción de segundo que media entre un plano y otro. Algunos lo llaman magia, por aquello de ser realmente un mago el primero en descubrir que, a nuestros ojos, la aparición de un nuevo objeto en escena debido a un corte en la filmación no era un error de continuidad, sino una aparición milagrosa.

A Master Builder

El milagro aquí es otro, y tiene que ver con dirigir a actores y permitir que desplieguen su más profunda colección de gestos dramáticos. Es la generosidad de un director, Jonathan Demme, cuyo cine se ha ido alejando progresivamente de las formas de los grandes estudios (El silencio de los corderos, 1991) hasta entrar casi en los terrenos de lo amateur (La boda de Rachel, 2008), quizá la única forma en la que podía desaprender todo lo anterior y comenzar de nuevo. Lo que ha permanecido, la esencia de su mirada, es esa capacidad para que el rostro de los actores contenga el ardor de la historia y el mundo a su alrededor desaparezca.

Las palabras de la obra teatral de Henrik Ibsen se recitan casi religiosamente, como si A Master Builder fuese más un homenaje al original que una adaptación para el cine. En ellas, las últimas horas de vida de un afamado arquitecto ceden paso a la ensoñación del personaje que se debate entre vida y muerte y también, por última vez, entre sus tormentos interiores y sus amores del pasado, entre sus frustraciones y sus anhelos secretos. El cine permitió que los fantasmas que han perseguido al personaje durante toda su vida aparezcan de súbito en el plano, y ha permitido al mismo tiempo que la interpretación de Wallace Shawn quede inscrita para siempre, fijada en el tiempo, desafiando a la caducidad de los cuerpos que pueblan el escenario del teatro.

En el interior de esa obra de teatro filmada casi pueden escucharse los ecos de Bergman, y no por el sabor de las imágenes, sino por encima de todo a través de la naturaleza del texto, que se pregunta sobre las razones de nuestra existencia en el momento que precede a la despedida. La textura digital se apodera de la realidad del personaje, pero Jonathan Demme decide rodar el universo imaginario del personaje con una textura inequívocamente cinematográfica, separando por completo ambos mundos. En esa separación habita también la esencia del cine, quizá en la operación de imaginar que la casa es real, que los actores son los personajes, que las lágrimas de Lisa Joyce en escena son el rastro de la decepción de un pequeño ángel o que realmente aquellas imágenes ocurrieron de verdad. Hay algo que el teatro nunca tendrá: unas imágenes capaces de hablar más allá de las palabras de sus intérpretes.

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