Leopardos dorados
Última crónica de la Competición internacional del Festival de Locarno, que supo reservar lo mejor para el final con tres películas que, independientemente del resultado del palmarés, no solo convencen sino que están a la altura del atrevimiento y la excelencia que requiere todo Leopardo de oro. La maestría de Hong Sang-soo en Right Now, Wrong The, la epopeya de Ben Rivers y Oliver Laxe en The Sky Trembles and the Earth is not Afraid and the Two Eyes Are Not Brothers y la cura de humildad tan necesaria que desde su sencillez -y sus más de cinco horas de duración- produce la japonesa Happy Hour, sin duda la sorpresa más agradable del festival.
Como ante todo gran maestro del cine, el placer de ver una nueva película de Hong Sang-soo reside en el fondo en asistir a la misma película de siempre, con las ligeras variaciones y modificaciones sutiles a las que su filmografía nos acostumbra. Pocas veces más fiel a esta idea, Right Now, Wrong then queda separada por dos partes de título intercambiado, en las que introduce a un prestigioso director en su encuentro casual con una joven pintora. Situación que vuelve a repetir introduciendo ligeros cambios, en los que saca a relucir su habilidad para describir los sinsabores amorosos e inevitables de la relación desde su personal caligrafía tras la cámara.
Con un carácter autobiográfico que el propio cineasta no negó, aunque tampoco sea precisamente la primera ocasión que su protagonista es un director de cine, la película se presta a dobles placeres y lecturas. En su primera mitad, la voz en off del personaje masculino, sus secretos y sus acciones encaminan la trama hacia el amor más arrogante e idealizado. En la segunda, más desnuda y contenida, como si en cierto modo el protagonista hubiera aprendido la lección, aflora la honestidad, ya sin remordimientos.
Manteniendo de forma muy similar la estructura y el tono, Hong Sang-soo matiza con maestría cada secuencia en su repetición gracias a la sutileza de su puesta en escena, la dirección de actores, su delicada intervención con el zoom y con todo movimiento de cámara, por leve que sea. Esta serie interveciones formales nos invitan a disfrutar del detalle, reduciendo el estilo de su cine a la mínima expresión. Si establecemos esa relación con una de las escenas, cuando la pintora invita a su casa y enseña su último trabajo al cineasta, comprobamos cómo ella traza embriagada por su presencia una línea de color en su cuadro. En cambio en la segunda parte, dada la composición más equilibrada de la puesta en escena no vemos el trazo, pero el movimiento sigue existiendo y nos ayuda a ver el cuadro, su relación, en toda su extensión y significado. En ambas partes, igualmente, siempre parece el momento equivocado para enamorarse, pero es en esta última donde el vínculo resiste y permanece. Cómo no, lo hará gracias al cine.
En un festival llamado a ofrecer descubrimientos, búsquedas y vanguardia como Locarno, finalmente la irrupción más valiosa ha llegado con la que quizás sea la película de apariencia más sencilla y modesta, la japonesa Happy Hour (Ryusuke Hamaguchi). A lo largo de sus más de cinco horas de metraje asistimos al retrato cargado de matices y delicados conflictos de cuatro amigas, que ya superada la treintena comienzan a plantearse su situación familiar en la sociedad tan tradicional del país asiático.
Protagonizada por actores y actrices no profesionales, Happy Hour nace de la experiencia de un taller en el que los asistentes volcaron sus historias personales, a partir de las que Hamaguchi escribió el guión, lo ensayaron y les invitó a actuar. La terapia como acceso a la creación, no en vano en la película asistimos a una sesión terapéutica y a la lectura de un libro por su joven autora, espacios en los que se nos invita a pausadamente a conectar con las emociones ajenas para descubrir las de los personajes femeninos del film, atrapadas bajo sus obligaciones familiares o profesionales.
La duración se justifica de forma extraordinaria por el trabajo a tiempo real de las conversaciones, de una planificación y puesta en escena de mecánica excelsa, orgánica, ajustada a cada diálogo y a su respiración, en la que incluso recurre con brillantez al uso del primer plano mirando a cámara que tanto nos recuerda a Ozu. El naturalismo de la composición y la detallista sencillez de sus recursos consiguen que cada escena parezca nueva, cada imagen auténtica, ayudando a desterrar los tópicos sobre el slow cinema desde el cine más narrativo. Happy Hour demuestra que es posible contar una historia y desarrollar personajes a lo largo de cinco horas sin caer en la contemplación ni los tiempos muertos, sencillamente desarrollando cada escena y cada diálogo con la veracidad que requiere. Que en el caso de la sociedad japonesa es mucha para hablar con honestidad de los problemas que les atañen, entre ellos la liberación de la mujer, el divorcio o la satisfacción personal. Precisamente Hamaguchi busca la de estas cuatro y excelentes mujeres, que en todo caso la encuentran (o no) decidiendo por sí mismas. Y lo hace en voz baja pero con suma profundidad, entregando la clase de película revitalizadora que estábamos esperando durante todo el festival.
Oliver Laxe comienza a leer en inglés un extracto de los relatos del escritor y nómada Paul Bowles. Se equivoca, es importante decirlo bien, habla a cámara, repite de nuevo y entre las palabras del texto pronuncia el título del film, The Sky Trembles and the Earth is not Afraid and the Two Eyes Are Not Brothers. Hay algo de invocación al otro mundo en este inicio, por el que Ben Rivers comienza a documentar el inhóspito rodaje de la película de Laxe en Marruecos, As mimosas. A lo largo de varios pasajes sus imágenes se mueven entre lo etnográfico, paisajístico y metacinematográfico, impulsadas por la fuerza del montaje en cámara sin que su ambición se termine de plasmar en un plano experimental ni narrativo.
Es en el seguimiento a un Oliver Laxe abrumado por su entorno (durante aquel periodo se convirtió al Islam) cuando el film se adentra junto a él en lo desconocido. Persiguiendo a una sombra el cineasta es capturado por los bandidos de una ficción fantasmagórica, en la que presenciamos su transformación en un ser metálico hasta hacerle olvidar rastro de humanidad alguno. El cineasta británico filma en Super 16mm y con largos planos generales este proceso, algunos deslumbrantes en su travesía del desierto, con ecos al cine de aventuras y al western, otros más salvajes de componentes próximos al fantástico y terror, para los que llegó a utilizar música de Cuadecuc, vampir (Pere Portabella, 1970) como desveló en la rueda de prensa. Encontrando una via de escape marciana e imposible de imaginar, Ben Rivers cierra este asombroso film-epopeya con una revelación en forma de TV y la imagen más hermosa y sanadora del festival.