Con la intención de dar a conocer y apreciar el valioso presente del Festival de Locarno en el panorama del cine contemporáneo, nos adentramos en su historia con una selección de los Leopardos de Oro que ha entregado a lo largo de su fructífera existencia. 68 ediciones y 83 galardones a la mejor película, entre premios ex-aequo y ediciones desiertas, suponen el resumen de un festival ante todo de descubrimientos.
Desde sus inicios Locarno demostró su aprecio por los grandes cineastas norteamericanos y europeos, impulsó vanguardias como la Nueva Ola checoslovaca o el Cinema Novo brasileño, abriéndose a cines periféricos como el asiático, el iraní o el iberoamericano, acogiendo en definitiva año tras año las más novedosas propuestas del cine de autor mundial. Sirva este repaso de muestra.
por Antonio M. Arenas
Resulta comprensible que en el primer año del Festival de Locarno no fuera sino una adaptación de la célebre novela de Agatha Christie la película premiada en las proyecciones del Grand Hotel. Incluso compartiendo escenario con Iván el terrible (Serguéi Eisenstein, 1944), Perdición (Billy Wilder, 1944) o Roma, ciudad abierta (Roberto Rossellini, 1945). Era pronto para tiempos de compromiso ni descubrimiento como de celebración, y la que brindaba Diez negritos (And Then There Were None, 1945) era altamente sofisticada.
Reconocida desde entonces como la adaptación más fiel de la novela, pese a todo el guión que filmó René Clair parte de la versión teatral que reescribió la propia Christie para otorgar un final feliz a dos de sus personajes. Una decisión que encaja a la perfección con el tono ligero de la propuesta, más cercano a la comedia de enredo, acentuado con decisiones como las muertes fuera de campo o que los personajes se presenten mirando a cámara, rompiendo la cuarta pared con asiduidad. Detalles originales y refrescantes que aportan otro aire a una película en cambio demasiado ajustada al ritmo y espacio teatral, cuyo reparto poblado por actores de segunda fila tampoco logra que trascienda. Clair se basta con ofrecer un satisfactorio trabajo de cámara que solventa sus problemas. Pero al final quedó alguno.
por Carlos Rivero
Hay una escena en Alemania, año cero (Germania, anno zero, Roberto Rossellini, 1948) que marca el futuro devenir de Rossellini. El joven Edmund, en uno de sus intentos por conseguir algún sustento para su abandonada familia, intenta vender un vinilo fascista a un par de soldados americanos. Las palabras de Adolf Hitler resuenan en un espacio que ya no sólo necesita la cámara para expresarse, sino ser sometido al dispositivo y sus profundos mecanismos. El cine es algo más que pura observación, también puede invocar fantasmas. El neorrealismo se transmuta y olvida su significado, pues, como decía André Bazin, las películas de Rossellini se podrían analizar de la siguiente forma: la realidad documental más otra cosa; siendo esta otra cosa el símbolo de un cineasta que antes de seguir su máxima de mostrar antes que demostrar, decidió certificar con imágenes las roturas y contradicciones que aún asolaban el continente europeo de posguerra.
por Óscar Brox (Detour, Miradas de Cine)
Saul Bass imaginó una rosa envuelta en llamas para ilustrar el tortuoso romance de Carmen Jones (1954). En vez de adaptar el estilo del espectáculo de Broadway, Otto Preminger prefirió regresar a las raíces de la novela de Mérimée y dejar las letras del libreto como acompañamiento para ese amor fatal que envenenaba a sus protagonistas. Vacía del encanto del musical, incrustada en esa América que movilizaba a sus ciudadanos para combatir en la Segunda Guerra Mundial, la escena presentaba a sus actores como dioses caídos en desgracia; criaturas incapaces de gobernar sus pasiones, dispuestas a perder su última pizca de humanidad si con ello podían estrechar entre sus brazos a esa mujer inconquistable.
Preminger filmó a su actriz, Dorothy Dandridge, como si se tratase de la rosa negra de un jardín; sin que la cámara se acercase demasiado, fascinado por el movimiento de su cuerpo, siempre a punto de pincharse con alguna de sus espinas y morir, así, de amor. Consumido, como Joe, por la sombra de la soledad y los celos que ningún verso podría consolar. De ahí que, más que un musical, Carmen Jones fuese un drama cantado en el que los bajos instintos reflejaban la tentación de poseer, de tocar y atrapar, esa rosa envuelta en llamas. Para, al fin, arder juntos en la eternidad.
por Omar Santana (Reencuadres)
El grito (Michelangelo Antonioni, 1957) funciona como una profecía, capaz de poner frente a frente pasado y futuro a través de sus imágenes. Su metraje gira en torno al peso de las ausencias y un poderoso juego con el escenario y sus posibilidades para canalizar las emociones de los personajes, permitiendo vislumbrar las grandes obras aún por llegar de Antonioni, así como el camino a seguir por la vanguardia cinematográfica.
Aldo es el fantasma del hombre que un día fue, que avanza por el espacio pero es incapaz de hacerlo en el tiempo, lastrado por la inevitable carga del pasado en la forma del recuerdo de una mujer. En su camino conoce a otras mujeres que, a pesar de intentar disimularlo, acaban revelando sus propios lastres y un aura de desarraigo casi epidémico. El escenario lo compone un territorio en el que pasado y futuro conviven para crear un presente fragmentado, donde una calle separa lo industrial de lo rural y una gasolinera emerge como un oasis en un desierto de cultivos. El horizonte aparece cubierto por las brumas, que ocultan lo que está por venir pero no lo que se ha dejado atrás.
Quizás por eso finalmente Aldo decide retomar el camino hasta su origen, con la mirada derrotada al descubrir que todo ha avanzado aunque siga en el mismo lugar, mientras que él no ha cambiado a pesar de los kilómetros y el tiempo. Su tragedia acaba en el mismo lugar en que comenzó, tal y como sucede en las profecías.
por Juan Avilés
Kubrick rodó El beso del asesino (Killer’s Kiss, 1955) siendo aún muy joven, con un presupuesto reducido, además de escribir el guión en solitario por única vez en su carrera. Pero quizá el aspecto más negativo de la cinta sea el argumento, dejando muy a las claras que Kubrick como guionista distaba bastante del Kubrick director. Su segunda película le sirvió para adentrarse en el género negro, más palpable en su aspecto formal que en el desarrollo estético y narrativo. El guión plano acaba siendo absorbido por el torbellino visual de un Kubrick desatado, especialmente en la escena final. El encanto principal de la película acaba residiendo en su original planteamiento visual demostrado durante el desarrollo de algunas escenas, así como en ciertos trucos de cámara tan utilizados por el director inglés a lo largo de su carrera. La historia de ese perdedor que intenta salvar a su vecina pasa a un segundo plano, Kubrick siempre intentó crear mundos a través de la cámara y aquí se puede apreciar de manera más exagerada que en otras de sus obras.
por Rubén Redondo (Cine Maldito)
Me resulta complicado resumir en unas pocas líneas las sensaciones que experimenté la primera vez que contemplé esta joya del cine italiano que es El bello Antonio (Il bell’ Antonio, 1960) de Mauro Bolognini. Sin duda, ésta es una película clave inmersa en el período de mayor esplendor del cine italiano. Un melodrama de tonalidad mediterránea que oculta un argumento bosquejado por un principiante Pier Paolo Pasolini a partir del excelente material propiciado por la novela de Vitaliano Brancati. Un guión que lanza una afilada mirada en contra de los convencionalismos sociales que giran alrededor de la noción social del macho italiano.
No puedo olvidar esa magnética fotografía en blanco y negro pintada por el maestro Armando Nannuzzi que vierte esa tonalidad decadente y sórdida de una Italia zambullida en un descontrolado resurgimiento económico. Y no puedo dejar de evocar en mi memoria a ese Marcello Mastroianni que arriesgó su carrera con un papel divergente y radical estilizado desde su habitual y fascinante contención. Porque Mastroianni compuso un personaje memorable en el rol de ese Antonio devorado por su atractivo innato que esconde tras su fachada de éxito una personalidad marcada por el dolor y el hastío existencial. Un muñeco en manos de las afecciones sociales víctima de su belleza. Un ser marchito de apetencia sexual atrapado en un mundo opresor y asfixiante. Un mártir que explotará toda su rabia en una inolvidable escena junto con la Cardinale escenificada por Bolognini con una modernidad grandiosa. Y es que detrás de esa falta de virilidad innata en el macho italiano se destapaba un hombre sensible y torturado en virtud de la forzosa ocultación de su verdadera esencia. Sin duda, uno de los mejores melodramas del imprescindible cine italiano de los sesenta.
por Daniel Reigosa (Versión original sin palomitas)
Resulta curioso el tratamiento de una gran parte del cine bélico japonés, que decidió hurgar en su pasado tras la prohibición establecida durante la ocupación americana de realizar películas que enalteciesen los códigos de honor (bushidô) o que supusiesen un agravio para el pueblo norteamericano (especialmente sobre las consecuencias de las bombas atómicas). La dolorosa y deshonrosa derrota japonesa, en lugar de tornarse en odio hacia el “invasor” generó, en la mayoría del pueblo japonés, una aversión hacia sus generales y hacia la propia guerra, hecho que les permitió recuperar una cierta dignidad.
Muchos cineastas cargaron contra la crueldad de su propio pueblo, especialmente en el trato a sus vecinos durante las guerras sino-japonesas, confeccionando filmes fuertemente antibelicistas -cabe recordar la maravillosa La condición humana (Ningen no joken, 1959-1961) de Masaki Kobayashi- y que mostraban el horror de la guerra y del propio ser humano. Es esta línea se puede encuadrar la lúgrubre pero honesta Fuego en la llanura (Nobi, 1959) de Kon Ichicawa, película que narra los últimos días de un batallón japonés abandonado a su propia suerte en Filipinas tras la derrota nipona en la guerra. La película trata de la desesperación y de la pérdida de la dignidad incluso a la hora de morir. Planos excelsos sin apenas diálogo, largas caminatas con el arrastrar de los pies como único sonido, soldados presos del desaliento, etc. para acabar centrándose en el espíritu de supervivencia del ser humano, quizá la única condición justificable en el marco de la guerra.
No obstante, Ichikawa pone el listón muy alto a la hora de ofrecer una reconciliación con el ser humano, al tratar el tema de canibalismo (aunque de manera muy sutil) como único modo de resistencia a la muerte, de lo que se arrojan dos lecturas fundamentales: la supervivencia a cualquier coste como condición honrosa del hombre, pero contrapuesta a condiciones forzadas por el propio ser humano, la dignidad indigna: he ahí la gran dicotomía, el absurdo de la guerra.
por Mario Iglesias (El fondo del aire es rojo)
La obra de Glauber Rocha, tantas veces desbocada y barroca, alcanza en Tierra en trance (1967) una extraña síntesis entre el poema y la película política, configurando una suerte de espejo deformante (y surtidor de tópicos) sobre la realidad brasileña de los años 60, marcada por el golpe militar que acabó con el gobierno de Joao Goulart. La voz en off, que va narrando los abruptos avatares de dos de candidatos en campaña electoral, reparte ironía destructora a izquierda (la presentación en un festivo mitin a voz en grito como el candidato “popular”, tan exagerada como impostada) y derecha (con el candidato de perfil portando con gesto grandilocuente una enorme bandera brasileña, mientras escuchamos la colección de cargos cosechados en todo tipo de dictaduras). Hasta en un riguroso y marcado blanco y negro encontramos sorprendentes paralelismos con la obra maestra de Robert Rossen El político (All the King’s Men, 1949), al adentrarnos en una enmarañada madeja de ideologías contrapuestas, traiciones a los ideales, represión feroz e inclasificables comportamientos nacidos de la falta de principios y la corrupción del poder.
En medio de este cóctel surge como poético narrador y protagonista Paulo Martins, ubicado en el ficticio país de Eldorado y supuesto hombre al servicio de las ideas revolucionarias, hasta que el corrompido mundo político ensucia sus manos sin posible marcha atrás. Con una estética libérrima y convulsa, mezclando discursos y géneros en una colección de versos que van puntuando las imágenes, la desaforada y confusa década que desembocó en las sangrientas dictaduras de los 70 alcanza una afortunada, muy chocante y tal vez irrepetible destilación.
por Luis Fernández
Gerard Blain es principalmente conocido por su labor interpretativa, por sus papeles protagónicos en las primeras películas de Claude Chabrol o encarnando a “Chips” en la mítica ¡Hatari! (Howard Hawks, 1962). Por desgracia es menos notoria su carrera como director cinematográfico, que se inició triunfando en Locarno con la extraordinaria Les amis (1971). Una película con matices autobiográficos, en los que abundaría posteriormente en la también muy destacable Un enfant dans la foule (1976), sobre un adolescente huérfano de padre que establece una relación con un acomodado hombre mayor, quizás en un mero intercambio de afecto por bienestar material.
Pero Blain está lejos de buscar la obviedad y le corresponde al espectador explorar los sentimientos de los personajes en los pliegues de la narración. Con un estilo de filiación bressoniana, la película elude detalles escabrosos y efectistas, y evita juzgar moralmente a sus protagonistas, cuya relación se fracciona a través de hábiles elipsis que engarzan sus luminosas imágenes. Este proceso de despojo y ascetismo visual se culmina con una discreta y elegante catarsis, en cierta manera el afloramiento de las corrientes emocionales que subyacen a lo largo del metraje. En definitiva, una obra hermosa, pudorosa y emocionante.
por Manuel Barrero Iglesias (Tierra Filme)
Ahora mismo todo el mundo conoce a Mike Leigh, autor de joyas del calibre de Secretos y mentiras (1996) o Another Year (2010). Pero antes de convertirse en un habitual del circuito festivalero, fue Locarno el certamen que tuvo la habilidad de fijarse en la ópera prima de aquel, por entonces, desconocido director británico. En ella ya encontramos muchos de los elementos que han caracterizado su filmografía posterior, como el gusto por retratar personajes femeninos complejos y el apego a la realidad como forma de entender el discurso cinematográfico.
Bleak Moments (1971) siempre está guiada por esa vocación de captar la verdad de los cuerpos que retrata, contando mucho más con los silencios que con las palabras. En este sentido, Leigh provoca el diálogo con esas obras decimonónicas en las que los protagonistas luchan por liberarse del corsé que aprisiona sus propios sentimientos. En 1970 el autocontrol sigue vigente como ineficaz arma contra la infelicidad. Pero no exteriorizar las preocupaciones no implica que desaparezcan. Al contrario, añade más sufrimiento aún. De esto nos habla Leigh en una película que adquiere profundidad a través de la sencillez de su puesta en escena.
por Martín Cuesta (Cinema Ad Hoc)
Willie, Eva y Eddie observan, desde un mirador, el lago Eerie de Cleveland, “es realmente hermoso” comentan. En contraposición a sus palabras una neblina blanca, fruto de la tormenta de nieve que azota la ciudad, impide ver cualquier detalle más allá de unos pocos metros. Quizá este sencillo momento represente buena parte de lo que aparece en Extraños en el paraíso (Stranger than paradise, 1984): frente a lo inhóspito de un paisaje urbano desolado, la voluntad del recién llegado de hallar la belleza en él. La singularidad del punto de vista, ya desde el primer plano en el que Eva y un terreno sin asfaltar ofrecen una extraña perspectiva del Aeropuerto de La Guardia, singularizan la película de Jarmusch y alejan su propuesta del canon de “film de inmigrantes”.
El director de Ohio no recurre al drama ni cuenta “desde fuera” su historia de viajeros sin rumbo, él es un errante más, alguien que intenta buscar la belleza en los pequeños detalles cotidianos: un aspirador y su bolsa, un cartón de Chesterfield o un viejo cassette con I put spell on you de Screamin’ Jay Hawkins sonando. Alguien tan ajeno a cualquier lugar como los propios Willie, Eva o Eddie, como los Adam y Eve de Only lovers left alive, en el fondo el cine de Jarmusch siempre ha hablado de Jarmusch.
por Manuel Ortega (Miradas de Cine)
Casi ningún flashback que yo recuerde lleva incorporada música. Mucho menos letra. Sí una bruma; una imagen del presente que se desvanece ante una instantánea del pasado que toma cuerpo, alma y conciencia. 3 notas submarinas que ahogarían de pena y llanto al capitán Cocteau, un silencio del que te tapona los oídos y el corazón, unos circulitos crecientes que persiguen un bocadillo en fuga hacia el interior. Veo el pasado doloroso de Dick Whitman en Mad Men o el de Kenneth Juul en Borgen y pienso que incluso las mejores series recurren a lugares comunes, a esa manera de representar la regresión, el tormento o la omnipresencia de nuestros más oscuros hitos vitales. Davies no. Davies se va a la jukebox y echa un millón de peniques manchados de carbón.
Terence Davies venía de abrirnos los ojos bien fuerte en su trilogía de mediometrajes (donde el paso del tiempo también era la vara de medir la vida) y decidió abrirnos los oídos para estirarnos de las orejas. Distant Voices. Still lives, dividida en las dos partes que su propio título adelanta, es una dulce y brutal elegía a la muerte del padre, a la de la infancia inocente y febril del hijo/a y la del espíritu sacro familiar del lumpen londinense lluvioso y caliente de posguerra. Es una canción de amor donde el amor no es como en las canciones. Es un recopilatorio que todos nos sabemos de memoria aunque la vida se empeñe en enseñarnos a olvidar como se llega al estribillo.
Es la puesta de largo (metraje) de uno de los directores que mejor ha sabido combinar el fuera de campo con las voces en off, lo que se canta y lo que se escucha. Lo que enseña el cuadro y lo que dice el autor. El arte con el recuerdo. El cine con el presente.
por Gonzalo Ballesteros
Johnny Suede lo tiene todo para ser un rockabilly: el estilo, la guitarra, un tupé imposible… Sólo le faltan dos cosas: unos zapatos de gamuza y haber nacido cuarenta años antes. El destino quiere, que al menos en lo material, su personalidad se complete con unos zapatos como caídos del cielo. Pero nuestro cinderella con tupé vive en los noventa y contra eso no puede hacer nada. Ajeno a la descontextualizaición de su propia existencia, malvive soñando grabar un disco que nadie espera.
Tom DiCillo debutaba en la dirección con este cuento atemporal que esconde mucho más de lo que aparenta. Es especialmente interesante la construcción de los espacios y la puesta en escena, como hace transitar a Johnny Suede por una ciudad fantasma, casi apocalíptica, que contrasta con los interiores -casas, bares, restaurantes- lleno de colores saturados y una estética kitsch. Un contraste que es el mismo que encontramos entre el propio Johnny con el tiempo que le ha tocado vivir. Johnny Suede es una película pequeña, inofensiva en su superficie pero con ideas e intenciones que la hacen destacar a nivel estético y discursivo, circunstancia que supo ver el jurado de Locarno que la encumbró.
por Jesús Villaverde (Esencia Cine)
Una acción tan simple y rutinaria como beber agua de un jarrón de cerámica se convierte en una auténtica odisea en Khomreh (The Jar, Irán, 1994). Con un estilo que camina sobre la línea que separa la ficción de lo documental, Ebrahim Forouzesh narra la yincana en la que se ve inmerso un colegio cuando la vasija del que beben los niños se rompe. El cineasta sitúa su cámara a una distancia media, a menudo a la altura de la mirada de los niños, y persigue a los personajes para ofrecer una interesante panorámica sobre la situación sociopolítica, la burocracia, la educación y la sociedad iraníes mediante las tensas relaciones que se desarrollan entre los habitantes del pueblo y el entorno.
Hacia el final, el movimiento de avance, un paso al frente: la figura de la mujer como motor de cambio, como auténtico agente resolutivo y promotor de la iniciativa que finiquite el conflicto. Un remarcable movimiento de transición entre el Irán del pasado, simbolizado con sutileza en el prólogo como un desierto que sugiere territorios desconocidos, casi de otro planeta, y el último primer plano del film al rostro de la mujer que disfruta su mudo, pero significativo triunfo.
por David Tejero (Visual 404)
El paradigmático gesto en el cine de Claire Denis proviene de la complejidad de construcción en los hilos del montaje desordenado. Filmando de manera pegajosa, poniendo acento en los sentidos en tocar y brotar la narración desde las entrañas, la realizadora cierra su objetivo, obcecado en retratar los tejidos del cuerpo. Conjuga, sabe narrar, desde dentro, desde la mirada compulsiva o extrema.
Nenette et Boni (1996) arranca en un hermoso cenital centrado en el rostro de Alice Houri bajo el agua, un movimiento imperceptible a cámara fija en lo que sugerir un nacimiento, un parto, quizá origen o también final, con el que contarnos la melancólica historia de dos hermanos que al morir su madre rompen el estrecho vínculo que les unía. Denis, obliga a distanciarlos rehuyendo entre ellos de compartir espacio en el encuadre, siempre hostiles, y marginados, solo, si acaso, el dibujo de los dos cogidos de la mano en una vieja libreta nos transmite ese amor fraternal ahora en entredicho. Una película claustrofóbica pero articulada sobre oníricos deseos y fantasías eróticas de adolescentes. Un trabajo intensamente poblado de “close-up”, planos detalle, e imágenes parciales, que reducen, (sello personal de Denis), la experiencia a un puzle narratológico en el que mandan más los pedazos que los todos.
por Sofia Pérez Delgado (La película del día)
Antes de la condena de inhabilitación por parte del gobierno iraní para dirigir durante 20 años, en El espejo (1997) ya se anticipaba la disposición de Panahi para lidiar con lo voluble e inestable, respondiendo a los contratiempos con una enorme pirueta narrativa. El filme comienza en un colegio, desde el cual se realiza un travelling circular que acaba enfocando a Mina, una niña que espera a que su madre llegue a recogerla. Pero al ver que se retrasa de forma preocupante, emprende el camino de vuelta a casa, mientras en Teherán todo el mundo está pendiente de un partido de fútbol. La ciudad se convierte en un entorno hostil y desconocido, cuya enormidad engulle a la pequeña. Las conversaciones se entrecruzan en un relato a tiempo real, dominado por la inmediatez, a través del cual Panahi muestra un panorama de Irán desde el punto de vista infantil, lanzando una mirada desencantada al futuro de un país decadente.
Pero de pronto, Mina empieza a mirar a la cámara, tomando conciencia de su carácter de personaje, y quiere acabar con ello. La realidad se hace presente de manera tan brusca y sorprendente como ocurría en Pardé: mientras en aquella las cortinas (que simbolizaban la represión), se caían para dejar entrar la luz de la veracidad, aquí el espejo se rompe al grito de Mina de “¡No quiero actuar más!”. La dulce niña de la ficción demuestra tener una personalidad muy fuerte y decide que también quiere volver a su casa sola. Panahi entra en escena, como lo hace en sus últimos trabajos, y desde entonces se dedica a seguir a Mina en la distancia. A partir de ese punto vamos a asistir al proceso de elaboración interno de la cinta, como si esta segunda parte se tratara casi de un making of improvisado.
El espejo vuelve a plantear cuánto hay de manipulado y cuánto de auténtico en el cine de Panahi, una frontera que muchas veces no queda clara. Nunca sabremos la historia original que el director tenía en el papel y quería contar; el resultado final es así una declaración (aunque más encubierta) de admiración por el séptimo arte en su estado más puro. Una película dentro de otra, que no sigue unas reglas concretas, y que más allá de su capacidad mimética, se transforma con toda libertad según se va desarrollando como ejercicio vivo y humano.
por Román Puerta
Locarno premió en 2004 esta ópera prima del director italiano Saverio Constanzo en plena escalada de la violencia en Gaza y con la reciente construcción por parte del Estado israelí de un muro de 800 kms. que aislaba aún más los asentamientos palestinos. Domicilio privado aprovecha esta realidad para realizar un film a medio camino entre la ficción y el documental. Y ¿cómo lo hace? Utiliza la ocupación del domicilio de una familia palestina (cuyo padre defiende la resistencia pacífica sobre todas las cosas) por parte de un comando del ejército israelí que no les deja moverse libremente en su propia casa. ¡Toda una metáfora del conflicto!
El film utiliza una planificación de encuadres cerrados y opresivos donde el mensaje de la familia es expresado a gritos, como si su vivienda se hubiera convertido en una auténtica cárcel. Constanzio, en esta primera incursión en el largometraje, traza un plan para que el espectador entre en la historia viviendo en primera persona esa ocupación, en ese estrecho margen entre la libertad y la prisión. Y para ello utiliza una cámara subjetiva obsesiva, una oscuridad en cada uno de los conflictos entre la familia y los soldados que impide saber que está ocurriendo realmente, transmitiendo una rara sensación de película de terror.
Sólo cuando la cámara sale al pequeño terreno que rodea la casa, el director italiano deja entrever que hay una única solución a la ocupación, la violencia del joven, del irracional, del que no entiende porque tiene que vivir así siempre. La nueva ocupación, al final del metraje, sólo servirá para una toma de posición firme del director. El gran logro del film, y por contra, el gran fracaso del eterno conflicto palestino-israelí, es que después de 11 años, el mensaje y la realidad siguen siendo los mismos y la película podría filmarse casi de forma idéntica.
por Jonay Armas (La Butaca Azul)
Tuvo que pasar mucho tiempo antes de que Rodrigo García encontrase, en esta película, el único instante de su filmografía poderosamente personal. Ya había encontrado las formas deseadas en su primer largometraje (Cosas que diría con sólo mirarla, 2000), largos planos secuencia, un generoso número de personajes, fluir a través del diálogo… Pero no sería hasta cinco años después cuando el cineasta hallaba, con Nueve vidas, un relato del todo afín a su manera de hacer y entender el cine. En aquella película construía a nueve personajes femeninos que podrían ser, en realidad, una misma vida presentada en distintos momentos del tiempo. La intensidad con la que se recogían aquellos instantes era la clave de lo narrado (un solo plano secuencia para cada historia, en una época en la que el plano secuencia aún tenía una cierta motivación narrativa y no se había convertido aún en el reclamo comercial que es ahora), pero la planificación no era el fin, sino el canal para acercarse con ternura y con un sentimiento de intimidad fuera de lo común en los pensamientos de unas mujeres enfrentadas a su entorno en momentos cruciales de su existencia.
Rodrigo García no volvió a concebir nada parecido, quizás porque películas como Nueve vidas no pueden prepararse ni prefabricarse: se trataba de ese pequeño milagro, en cierto modo indescifrable, en el que las partes participantes pierden por completo su nombre particular y ya sólo pueden acogerse bajo el nombre del cine.
por Faustino Sánchez (Transit, Shangrila)
Cuando Abrir puertas y ventanas ganó el Leopardo de Oro en Locarno en 2011 ya habían pasado casi 10 años desde el famoso corralito argentino. Aquel acontecimiento supuso el colapso de la crisis económica que llevaba años fraguándose y engordando a base de deuda y déficit. Los argentinos se vieron obligados a reinventarse para garantizar su supervivencia en una depresión cuya herencia a muchos les había llegado sigilosa. Las tres hermanas protagonistas de la película de Mumenthaler viven, a nivel familiar, una situación de cambio análoga. Con su abuela fallecida y una gran casa en herencia, aprenden a desenvolverse en un espacio que se descubre nuevo en cada mirada, que por ser mil veces recorrido no se convierte en conocido. Quizás las tres veían venir la situación, se imaginaban sus gestos, sus miradas, su comportamiento, pero llegado el momento, sin su abuela, a pesar de la preparación previa, todo es nuevo, y la película descubre cada rincón de la casa como si nunca hubiera sido explorado. Cada mueble, cada centímetro, hace explotar emociones nuevas, quizás ya existentes pero probablemente nunca antes reveladas.
Hay un cierto clima de desorientación, un ambiente húmedo y pegajoso, como en las películas de Lucrecia Martel, pero también juego, ligereza y fragor juvenil como en las de Matías Piñeiro, y un rigor en la construcción del espacio que, junto a la búsqueda de lugar de lo femenino en pleno desarrollo identitario, nos evoca algunas de las grandes películas de Chantal Akerman. Nos hablan los personajes, nos hablan las chicas, pero lo hacen a través de la ausencia, de lo compartido y lo aislado, de los espacios comunes y los privados, y nos hablan de sus emociones postadolescentes, de sus dudas, de sus cuitas y de las de todo un país y una generación.
por Fernando Villaverde
Hay algunos cineastas, los que más me atraen, cuya obra se puede (y se debe) entender como una única película. No es, en ninguno de los casos, una impostura de estilo; sino, más bien, la certeza –desde la duda– del acto incompleto, pendiente a verse transformado por las progresivas variaciones del mismo. En este sentido, lo lógico es pensar en un proceso de depuración (hacia lo impuro, a veces), del cineasta que se hace filmando, que se encuentra. No obstante, siendo en parte así, esto no significa que la última surja del destilado de las anteriores, pues, en el fondo, se mantiene como una prolongación de la primera, como objeto de una búsqueda que no cesa.
Brisseau es uno de ellos. Por eso en La Fille de Nulle Part (Jean-Claude Brisseau, 2012) retumban los ecos de las imágenes halladas, que resisten y vuelven a la vida, mientras las nuevas imágenes luchan por distanciarse. De tal contradicción, donde los gestos se repiten y se niegan, surge la vitalidad, la violencia interna, de una obra que rechaza ser un poema fúnebre del mismo modo que derriba las paredes que la recluyen. Quizás una colina al atardecer no se diferencie tanto de una habitación plagada de libros y películas.
por Carlota Moseguí (Otros Cines Europa)
El penúltimo Leopardo de Oro da comienzo con un exuberante banquete donde coinciden ilustrados, criadas y sirvientes que dialogan sobre los límites de la creación poética. En contraposición, Història de la meva mort cierra con otro tipo de festín; concretamente, una orgiástica y mortífera celebración de las tinieblas donde sólo sirven sangre y vísceras. El quinto largometraje de Albert Serra inmortaliza la derrota de la Ilustración frente al Romanticismo durante los primeros años del siniestro periodo decimonónico. La clásica y frustrada lucha de la Luz para derrotar la oscura irracionalidad se libra en Transilvania, a partir de un ficcionado y desafortunado encuentro entre dos figuras mitológicas: Giacomo Casanova y el Conde Drácula. El docto y libertino Casanova personifica el corrupto final del Siglo de las Luces. Su muerte representa la desublimación de la Modernidad; la perpetuación de la monstruosidad.
por Antonio M. Arenas
Cuando el pase de prensa en Locarno quedaba progresivamente desierto o a las sesiones de la retrospectiva de Lav Diaz en Filmadrid acudíamos poco más de una docena de espectadores, cabía preguntarse dónde estaba la cinefília que en cambio si llenó las proyecciones de Pedro Costa o Jean Luc-Godard. La duración de sus películas, de la que lógicamente tanto se habla, parece un enorme impedimento para descubrir su cine, cuando en cambio debería alimentar y expandir nuestra curiosidad, hacernos instigar sobre su expansiva construcción narrativa.
Lav Diaz es obviamente un cineasta del tiempo, pero cuando se le achaca en repetidas ocasiones el término de “slow cinema” creo que no se termina de ajustar a la propuesta del filipino. En sus búsquedas si bien es cierto hay un clara tendencia a la contemplación, al plano fijo de larga duración, pero también a la sublimación de otros elementos que pone en juego contundemente en From What is Before (Mula sa Kung Ano ang Noon, 2014), donde se transporta a la Filipinas previa al Golpe de Estado de Ferdinand Marcos para alcanzar el clima de terror, engaños y miedos que surge en una pequeña población. Y no solo lo hace desde un punto de vista estético, por medio de marcados claroscuros, con la fuerza del agua rompiendo en el acantilado y el ambiente rural tan enrarecido, sino a partir de ese amplio entramado de personajes cuyos temores y desavenencias discurren paralelas a una realidad inminente, alcanzando gracias a su longitud la translación total del aire de un tiempo, de una sociedad en peligro.