Sam Peckinpah: Filmografía

Con motivo de la retrospectiva que el Festival de Locarno dedica en su 68º edición a Sam Peckinpah (1925-1984), acompañada de la publicación de un libro sobre su obra, rendimos tributo a un cineasta cuyas desaforadas señas de estilo condensan el tránsito del cine clásico a la modernidad. Dueño de una filmografía polémica e inclasificable, desarrollada a pleno pulmón en el western y lo que quedaba de éste, pero también abierta a otros géneros pese a la violenta brevedad de su carrera tras las cámaras, dos décadas de tradición al exceso de las que analizamos una selección destacada.

Sus inicios en televisión dirigiendo episodios de series como The Rifleman o creando The Westerner le hicieron vivir desde dentro el auge y el apogeo del género con mayúsculas que ha dado el cine, con el que creció y del que fue participé de forma crepuscular. Los principios de lealtad y amistad que desprenden sus personajes dan forma a un espíritu entre lo nostálgico y nihilista que acompañó algunas de sus mejores películas, pobladas de hombres al límite como él lo fuera en vida.

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Lealtad al western

por Antonio M. Arenas

Tras un muy poco recordado debut en la gran pantalla, a la que llegó de la mano del protagonista de The Westerner, Brian Keith, que le recomendó para la dirección una vez cancelada la serie, Compañeros Mortales (The Deadly Companions, 1961) sirvió ante todo a Peckinpah como aprendizaje. Por un lado al trabajar con un gran equipo de producción y lidiar en el reparto con un actriz de la categoría de Maureen O’Hara y todo lo que la rodeaba, pero especialmente por no tener el control del guión durante el rodaje. Una circunstancia de la que se arrepentiría y que por supuesto intentó superar a continuación, como no podía ser de otra manera con un western, firmado además por uno de los guionistas televisivos con los que había trabajado y que pudo reescribir a su antojo.

Si bien Duelo en la alta sierra (Ride the High Country, 1962) se ajusta perfectamente a los cánones más clásicos y apreciados del género, Peckinpah establece una serie de decisiones (algunas argumentales, otras formales) que comienzan a definir su personalidad y abocan el western a su crepúsculo. Ambientada a principios del siglo XX, su inicio en una feria que ha convertido el oeste y sus tradiciones en elementos circenses y de barraca presenta el regreso de un otrora soldado de la Unión (Joel McCrea) a un último encargo, proteger el transporte del oro de una mina que ha sufrido seis asesinatos. Para llevarlo a cabo se rodeará de su antiguo compañero de aventuras, un Randolph Scott que fuera el héroe por antonomasia de los western de Budd Boetticher y que se despediría con esta película del cine, y de un joven engreído que protagoniza una tan recurrente como disfrutable pelea en el saloon, al que Peckinpah asiste con el placer de poner en práctica algo que había visto tantas veces.

Esa pasión tan sabiamente destilada por el western clásico puede comprobarse en la influencia y saber hacer de Don Siegel en el retrato de los personajes, así como en las aristas de su viaje por un agreste paisaje montañoso donde resuena Anthony Mann, sumando señas de modernidad que se adelantarían incluso a Sergio Leone en la planificación y puesta en escena del duelo final. Pero ante todo hablamos de una película con un profundo sentimiento de lealtad y compañerismo, tan propios del cine de Howard Hawks. Lealtad al género y al deber de la amistad. Valores firmes que están presentes con la figura del padre religioso en duelo por la muerte de su esposa, que Peckinpah acentuó en el guión por la educación conservadora que tuvo en su infancia, a quien filma visitando su tumba con un delicado fundido acompañado de un travelling que presagia su desenlace.

Esta doble vertiente tan afin a la tradición como transgresora emerge en varias instantes, pero basta recordar la belleza tan casta con la que está filmado el primer beso del joven vaquero a la chica que protegen, con la que a continuación se propasa bruscamente. Una crudeza que cobra fuerza en la llegada a la mina de oro, con la presencia de los hermanos Hammond, entre los que se encontraba Warren Oates, que una década después protagonizaría Quiero la cabeza de Alfredo García (1974), por culpa de los que el trío protagonista se verá abocado a una persecución que desemboca en un clímax final donde Peckinpah redime a sus personajes, sublima su lealtad y despliega su excelencia tras las cámaras. “El fin de una película es como el fin de una vida”, llegaría a decir Sam Peckinpah en alguna ocasión. No hay un ejemplo más contundente y majestuoso que el último plano de Duelo en la alta sierra.

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El western en el abismo

por Mario Iglesias (El fondo del aire es rojo)

Muchas veces se ha hablado de la muerte del western. Si bien es cierto podemos encontrar en los últimos años algún título que haya alcanzado cierta (aunque siempre limitada) repercusión, la producción masiva de películas del oeste parece haber finalizado hace ya cuatro décadas, y tiene muy pocos de visos de resurgir una vez cumplida la función histórica que le fue asignada. Uno de los títulos a los que podemos culpar, con más razones y contundencia, de esta decadencia del género es Grupo Salvaje (The Wild Bunch, 1969). Quintaesencia del western crepuscular en el que Sam Peckinpah puso una buena cantidad de clavos en el ataúd de los viejos modos de hacer películas, a la manera de La diligencia (1939) de John Ford. El empujón definitivo hacia la sepultura del cine del oeste vendría años más tarde, a través de títulos como Sin perdón (1992) o El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (2007), que cerraron todas las puertas a la continuidad histórica de un género al que la obra de Peckinpah dio un fuerte rumbo hacia un callejón sin salida.

El mismo comienzo de Grupo Salvaje parece darnos las claves de lo que ha sido el género en su apariencia y en su esencia, mediante un acertado montaje en el que se van alternando las imágenes de un predicador que pregona ante un grupo de beatas el carácter diabólico de las bebidas alcohólicas y las de un grupo de niños que, de forma cruel, introducen con un escorpión en un hormiguero. Tenemos, pues, un significativo contraste entre un discurso religioso, conservador y moralizante, y la evidencia de un comportamiento amoral y sádico. Del mismo modo que el western fue haciendo gala a lo largo de su historia de la incoherencia entre sus proclamas civilizadoras y la evidencia de las prácticas genocidas que sublimaba.

En la misma línea, la sangrienta matanza con la que el grupo de forajidos dirigido por Pike (William Holden) realiza su primer golpe, acaba con la evidencia de que han asesinado y arriesgado sus vidas por unos sacos de tuercas. Otra cristalina metáfora sobre el sinsentido de su actividad de veteranos y orgullosos componentes de una banda de salteadores al margen de la ley, al igual que la mayoría de héroes del western, de los que tras llevar a cabo alguna supuesta y mitificada hazaña, intuimos unas vidas con idéntica carencia de sentido: una lucha por nada, recubierta de cháchara sobre el honor, la amistad y la civilización.

Porque lo que diferencia a Grupo Salvaje de las anteriores cumbres del western es que el discurso justificatorio ha desparecido, son los puros actos de los protagonistas los que se explican por sí mismos. Pike y su banda sólo buscan sobrevivir, al igual que Robert Ryan trabajando para el ferrocarril y buscando la muerte de sus antiguos compañeros. La pequeña mención de William Holden aludiendo a una hipotética retirada es desmontada en dos palabras por el personaje de Ernest Borgnine: “¿A dónde?”, pregunta sin respuesta y que desnuda la evidencia de su viaje a ninguna parte: no hay retirada posible ni hay lugar a dónde ir. Las vidas de este grupo se han perdido tras décadas de vida errante, y el desarraigo se ha convertido en una forma de existir sin posible vuelta atrás.

La dislocada estética del film, con abundancia de zooms y una exageración sangrienta de las matanzas que tienen lugar, consigue obviar el habitual fuera de campo a la hora de (no) mostrar aspectos más desagradables de la vida en el oeste americano, y sitúa a la muerte en un lugar mucho más crudo y prominente: Aquí, cada tiroteo y cada vida perdida es recreada con una obscenidad pétrea. Y el propio Peckinpah deja un nuevo detalle de su desaforada misoginia en el episodio entre su personaje más inocente, Ángel, y la ahora amante del general Mapache, Teresa, que acaba desencadenando el estruendoso y, a su vez, único posible desenlace.

Con su violencia sucia y descarnada, una irrefrenable propensión hacia la muerte y la destrucción, una depredación, suciedad y pesimismo antropológicos sin paliativos, el lirismo que surge de Grupo Salvaje es semejante al del humo de una chimenea en la que se van quemando montones de cadáveres: la constatación brutal de que la vida es desilusión, impiedad, agresividad y putrefacción, condensada en una obra maestra que se impone con una rotundidad tan física que duele de brutalidad.

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Sangre, sudor y lágrimas

por Daniel Reigosa (Versión original sin palomitas)

La atmósfera turbia y enrarecida que envuelve a Perros de paja (Straw Dogs, 1971) desde el primer fotograma no alberga lugar a la esperanza. La fotografía de colores extremadamente airados, los diálogos pesados y extraños, las miradas sucias y cargadas de odio, los cuerpos sudorosos e incluso los momentos supuestamente más cotidianos e inocentes, cargan el ambiente de elementos desconcertantes, como si cualquier movimiento en falso hiciese saltar todo por los aires.

La película se inicia de manera desalentadora, con unos niños maltratando a un perro en la calle a modo de juego perverso, estableciendo un interesante diálogo con el inicio de Grupo Salvaje, en el que un grupo de chicos torturan a un escorpión arrojándolo a un puñado de hormigas hambrientas. No hay esperanza, la maldad invade también los cuerpos inocentes de los niños, es un mal endémico con el que nacemos y estamos obligados a convivir. Si ya en sus anteriores filmes el director dejaba entrever un cierto desprecio hacia la raza humana, en Perros de paja lo confirma agudizando el mensaje: Peckinpah no cree en la bondad del ser humano, lo único que nos hace diferentes los unos a los otros es la capacidad de aguante, el límite en el cual nos convertimos en animales salvajes, aunque sea la compasión la que opere en un primer momento.

Esa es exactamente la temática central de Perros de paja, en la que el matemático David Sumner (interpretado por Dustin Hoffman con asombrosa contención) viaja al pueblo de su mujer Amy (guapísima Susan George) para intentar encontrar un poco de paz (el filme está lleno de enrevesadas contradicciones), poder inspirarse en su trabajo y terminar de arreglar la casa familiar. Por supuesto, lo que en principio debería ser una agradable estancia en un apacible pueblo de Gran Bretaña se va torciendo poco a poco hasta desembocar en un auténtico infierno que remite a las claves del western crepuscular o revisionista, en el que Peckinpah mira directamente a la cara de cada protagonista para mostrar (que no exorcizar) sus demonios.

Probablemente Perros de paja no sea la mejor película de Peckinpah, pero sin duda alguna es una de la más complejas y se erige como un destilado del pensamiento y características de su filmografía: la lírica de los perdedores, la maldad del ser humano, la culpabilidad (acusación directa) de la mujer como activador del resorte violento del hombre (algunos ven aquí una cierta misoginia, otros vemos una consecuencia más de la derrota del “American way of life” representada en su pilar más débil), o el uso de la violencia tanto como medio de expresión del ser humano, como efectivo dispositivo formal. No son pocos los directores del nuevo cine coreano que le rinden cuentas a Peckinpah, en general o a ésta película en particular.

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Violento ballet

por Juan Avilés

La huida (The Getaway, 1972) está dirigida con esa dureza tan característica de las películas de Sam Peckinpah. Mezcla de road movie y western moderno en la que el personaje de Steve McQueen, que acaba de salir de la cárcel y aún está bajo libertad condicional, conseguida a través del soborno a un funcionario penitenciario, lo que acaba por obligar a Doc (McQueen) a planear y ejecutar un atraco junto a su esposa (McGraw) y el personaje de Al Lettieri. A partir de ese punto, las traiciones, verdades ocultas y giros inesperados convierten la existencia de la pareja en una auténtica escapada hacia adelante. Como centro absoluto del film, el personaje de Steve McQueen consigue una rara doble vertiente, siendo al mismo tiempo el héroe de acción por excelencia y logrando una gran interpretación. La perfecta compenetración en pantalla con Ali McGraw acaba convirtiendo a la pareja en una especie de Bonnie y Clyde tentados por el reverso oscuro, a los que se dota con ese punto de antiheroísmo que Peckinpah logró con gran parte de sus protagonistas.

El guión lo firma Walter Hill, al que podríamos proclamar como heredero directo de Peckinpah, y está basado en la novela de Jim Thompson, cuyo mundo literario siempre estuvo habitado por perdedores con una visión nihilista de la existencia, muy en la línea del cine del director de Grupo Salvaje. Esos personajes descreídos, que por definición estarían más cerca del canalla que del héroe, acaban siendo vistos con cierto grado de simpatía por el espectador, entre otras razones porque están rodeados de individuos aún más mezquinos que ellos mismos. Peckinpah consigue hacer que esa pareja de delincuentes merezcan una escapatoria del infierno que ha sido sus vidas. Si Bonnie y Clyde se amaban de manera pura e incondicional, Doc y Carol mantienen una relación bastante más tormentosa, pero al mismo tiempo más necesaria para su propia supervivencia.

Como en gran parte del cine de Peckinpah, la violencia cruda y por momentos extrema está muy presente en La huida. Son abundantes las escenas de tiroteos, destacando especialmente el clímax final, con el fuego cruzado que se abre entre la pareja protagonista y un grupo de villanos en mitad de un hotel, donde los rostros dejan bien claro su papel. Este recurso constante a la violencia no es óbice para que el director marque el ritmo exacto durante todo el metraje, consiguiendo mantener la atención del espectador en todo momento, solamente flojeando en el personaje de Lettieri, demasiado surrealista para una historia que en todo momento trata de resultar verosímil.

En Beautiful Girls (Ted Demme, 1996), el personaje de Timothy Hutton se sorprende cuando su padre y su hermano despiden efusivamente a su pareja, Annabeth Gish, y le comenta que no los había visto volver a sonreír desde la muerte de Steve McQueen. Cintas como La huida provocan en algunos espectadores ese sentimiento tan maravilloso que sólo el cine es capaz de causar. Por supuesto los melancólicos pueden volver a sonreír, los grandes como McQueen o Peckinpah siguen vivos a través de sus personajes y sus obras.

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El crepúsculo de un género

por Manuel Barrero Iglesias (Tierra Filme)

La figura del jinete cabalgando hacia el horizonte se ha convertido en icono del western, erigiendo al protagonista en héroe solitario regido por un estricto sentido ético. Pat Garrett & Billy the Kid (1973) también acaba con esta imagen, pero en ella encontramos un elemento disruptivo que rompe con el mito. Ese niño que tira piedras contra Garrett escenifica la muerte de un género que no resucitaría hasta dos décadas más tarde. Durante los años sesenta ya se había impuesto en el western ese carácter crepuscular que imprimieron unos autores que miraban, entre nostálgicos y descreídos, a los clásicos. El mismo Sam Peckinpah había contribuido a ello con la brutal Grupo salvaje (1969), pero es en este film conclusivo donde el crepúsculo alcanza sus mayores cotas de tristeza.

La película se rebela furiosa contra la historia oficial que nos contaron durante décadas. La autoridad legal es presentada como brazo ejecutor del poder económico, acercándose así a la corrupción, mientras se aleja de la integridad moral. Los indígenas, ninguneados por sistema en el cine clásico, son reivindicados como víctimas del colonialismo atroz. Y los delincuentes son una consecuencia de la opresión ejercida por terratenientes mafiosos. Ahí emerge la figura de Billy como símbolo revolucionario admirado por el pueblo. Resulta muy significativo el momento de su primera detención, en la que adopta una postura muy cercana a la crucifixión.

Una admiración profesada incluso por el que será su verdugo. El personaje al que da vida un magistral James Coburn es clave para entender el film. En uno de los momentos más significativos, Garrett dispara contra su propia imagen en un espejo después de asesinar a Billy. Tras ello, se quedará toda la noche sentado en un sofá custodiando el cadáver del que años atrás fue su amigo. Estamos ante un personaje sobrepasado por su propio destino. Sin fuerzas para seguir una vida al margen de la ley, pero que a la vez mira con respeto y admiración a Billy. Este no es más que un reflejo de lo fue Garrett en su momento, pero aquella rebeldía ha sido aplastada por la parte conservadora de la sociedad, aquella que dinamita su capacidad subversiva.

Garrett practica la connivencia con un poder al que desprecia. Precisamente, ese egoísmo le convierte en un muerto viviente, al que Peckinpah es capaz de retratar desde la comprensión. Tal como ocurre con el propio western, género que queda enterrado con una película que mezcla la admiración y la desconfianza. Por eso mismo Pat Garret & Billy The Kid es una obra de tanta belleza, una oda contradictoria a un tiempo que se fue y que nunca volverá.

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El honor de los perdedores

por Omar Santana (Reencuadres)

La primera escena de Quiero la cabeza de Alfredo García (Bring Me the Head of Alfredo Garcia, 1974) tiene lugar en un entorno absolutamente paradisiaco, mientras que el final parece tener lugar en el infierno. En realidad ambos momentos tienen lugar en el mismo emplazamiento, sólo cambia el estado anímico de sus protagonistas, lo cual es un indicativo de que se trata de una película gobernada por las emociones. A menudo se le otorga el “honor” de ser la película más violenta y brutal de Sam Peckinpah, pero la capacidad de combinar esas cualidades con una sorprendente sensibilidad no hace sino confirmar la maestría del director californiano.

Peckinpah trae a la actualidad una premisa clásica del Western como es la de la caza de un hombre para cobrar la correspondiente recompensa, con la esperanza de que el dinero sirva como catalizador para cambiar de suerte. Para ello se traslada a México, donde las reglas del viejo oeste parecen seguir vigentes, sólo que los villanos van vestidos con traje y corbata, conducen elegantes coches y los tiroteos son saludados por los turistas como si de una atracción se tratase.

En ese contexto se mueve Benny, decidido a cumplir con un encargo que se promete fácil y sin necesidad de derramar sangre, para poder vivir la vida que siempre soñó junto a Elita, una de las tantas prostitutas del cine de Peckinpah. A pesar del ambiente cargado de violencia y brutalidad y del aura de perdedores que envuelve a ambos personajes su relación se percibe como algo sincero, quizás lo más cercano al amor que podría ilustrar el director a través de su mirada pesimista del mundo. Un apartadero junto a la carretera es el lugar donde más cerca se encuentran de la felicidad, hasta que irrumpe el lado más salvaje e irracional del ser humano para devolverlos a la realidad.

A partir de entonces se desata la violencia y el celuloide se llena de tierra, sudor y sangre. El viaje de Benny se tuerce para poner rumbo al infierno, en un camino en el que pierde la cordura hasta el punto de que ya no le importa la recompensa, sino llevarse tantas vidas por delante como le sea posible, confirmando la máxima de que no hay hombre más peligroso que el que no tiene nada que perder.

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Asesinos de reemplazo

por Carlos Morcillo Mira (Nakatomi Plaza)

Llegando al tramo final de Los aristócratas del crimen (The Killer Elite, 1975), el personaje interpretado por Burt Young intenta convencer con un desencantado discurso político al asesino a sueldo/mercenario Mike Locken (James Caan) de que no son más que títeres al servicio de un sistema podrido e hipócrita que jamás se ha preocupado por el bienestar común, interrumpiéndole éste de malas maneras con un “Ya basta. ¿Por qué no paras para respirar?”. No es la única analogía del conflicto entre las intenciones de Peckinpah por trascender y los objetivos más mercantiles de la United Artists que subyace en esta polimorfa mezcolanza de noir, thriller político y actioner de serie B, pero sí probablemente el momento que mejor define ese choque como causa principal de la incoherencia interna de un film, de acuerdo, fallido, pero tremendamente valioso a la hora de abordar la figura del director de Perros de paja (1971) y su aportación a la industria desde una perspectiva comercial.

Aún considerándola un producto alimenticio que Peckinpah se vio obligado a facturar tras los fracasos económicos, que no artísticos, de Pat Garret y Billy the Kid (1973) y Quiero la cabeza de Alfredo García (1974), Los aristócratas del crimen comprende buena parte de las inquietudes temáticas y conceptuales que han estado presentes a lo largo de toda la carrera de su realizador: los dos viejos amigos enfrentados (Caan/Duvall); la ambigüedad de los códigos morales que rigen el uso de la violencia; la traición y el profundo desprecio hacia los estamentos jerárquicos y las posiciones de poder, casi todas presentadas al espectador en la notable media hora inicial. Lo mismo podría decirse, aunque en menor medida al tratarse de un film más impersonal, de su impronta formal: al (rebajado con respecto a obras anteriores, pero presente) aliento lírico y uso del ralentí de los tiroteos y peleas podríamos añadir ese montaje en paralelo carente de lógica temporal que muestra la reunión entre Collis (Arthur Hill) con el representante de la CIA al tiempo que la irrupción del enemigo asiático en el aeropuerto, una secuencia narrada de forma tan habilidosa como imposible a partir de la cual el largometraje baja muchos enteros.

Resultaría hasta cierto punto un cliché de la crítica de cine achacar a esos problemas de producción la irregularidad del conjunto y especular con lo que nos hubiéramos encontrado si su montaje final, un deslavazado collage de géneros, tonos y confusos macguffins, hubiera caído en manos de su realizador. Puestos a especular, habría que tener en cuenta también que la adicción de Peckinpah al alcohol y la cocaína (se rumorea que comenzó el abuso de esta última incitado por James Caan…y su camello) ya era una realidad diaria que convertía sus rodajes en poco menos que el infierno- lo cual no tiene por qué ser excusa en la que escudar los puntos flacos de la película, ahí está la posterior y magnífica La cruz de hierro (1977) para corroborarlo- o que quizá algunos de los muchos problemas de guión vengan arrastrados por su material de partida, la novela de Robert Rostand The Killer Elite, que el que estas líneas escribe no ha tenido oportunidad de leer.

Partiendo de que nos encontramos ante un film, como se suele decir, menor en su filmografía, Los aristócratas del crimen atesora, sin embargo, los suficientes elementos de interés como para no ser despreciada, aunque el valor de ellos resulte más tangencial que estrictamente cinematográfico: detalles como el hecho de que sea una agencia privada la que haga el trabajo sucio a la CIA, en unos tiempos en los que el sector público aún no había sido vampirizado por los intereses del neocapitalismo desbocado, arma un subtexto político mal dibujado, pero premonitorio, el del principio del fin de la soberanía de los gobiernos occidentales; la presencia en el reparto del hoy famosísimo escritor filomilitarista Tom Clancy interpretando a un francotirador con problemas mentales (sic) o ese clímax final contra los ninjas (¡!) rodado en las impresionantes flotas militares de reserva de la Bahía de Suisun (San Francisco), un delirio trash que quiere acercarse al cine de Hong Kong de los setenta y acaba siendo ridiculizado desde dentro por el propio Peckinpah a través de los sardónicos comentarios de Locken.

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Esto es la guerra

por Gonzalo Ballesteros

Cuando hablamos de Sam Peckinpah hablamos de western, con todo y sin embargo dos de sus películas más emblemáticas –Perros de paja y la que nos ocupa- no se adscriben al género que le dio fama. Pero si el estilo de Peckinpah ha trascendido por algo, es por su particular tratamiento de la violencia. En este sentido tiene lógica que en su filmografía se produjera alguna incursión en el cine bélico, sus míticos planos a cámara lenta recreándose en la violencia y la sangre podrían alcanzar proporciones épicas si en lugar de reservarlos a enfrentamientos concretos se extienden en un contexto de guerra constante. Y así fue.

Esta circunstancia es posiblemente lo más atractivo del film, comprobar como ve y entiende la  guerra un autor con una mirada tan personal y excesiva como Peckinpah. La cruz de hierro es además un logro por cuestiones que exceden lo cinematográfico, a finales de los setenta era una realidad que el director no pasaba por su mejor momento debido a sus adicciones y los rodajes eran otra película (de terror en algunos casos); con estos mimbres sobre la mesa de Peckinpah había proyectos como Superman o King Kong, afortunadamente el fondo de alguna botella le convenció para rodar la adaptación de la novela The Willing Flesh de Willi Heinrich.

La acción se sitúa en el frente ruso durante la II Guerra Mundial pero a diferencia de la inmensa mayoría de las películas sobre esta época, toma el punto de vista de los alemanes. Esta elección de trinchera refuerza el interés en la película sobre todo hoy en día, cuando Hollywood ha conseguido hacernos creer que la IIGM fue una guerra de Estados Unidos contra Alemania en la que, por supuesto, ganaron ellos y sólo ellos. Al estar en el bando “equivocado” Peckinpah es libre de mostrar unas batallas que no se libran por ideales, simplemente se lucha porque son órdenes, no hay ninguna idea que revista la acción de romanticismo.

Es esta desmitificación de la guerra, con soldados en el fango -literal y metafóricamente-, lo que permite crear personajes llenos de matices y contradicciones entre los que sobresale indudablemente el sargento Steiner (inmenso James Coburn, una vez más) que lidera a un grupo de malditos bastardos que hacen la guerra por su cuenta sin ceñirse demasiado a la disciplina del ejército alemán. La llegada de un nuevo oficial al mando, el capitán Stransky, será el germen de conflictos y tensiones con Steiner y su grupo. Mientras que Steiner vive en el barro comprometido con la supervivencia de su grupo, Stransky, perteneciente a la aristocracia prusiana, busca desde su despacho la forma de conseguir una ansiada Cruz de Hierro que eleve su estatus social. La relación entre ambos es, a la postre, la que vertebra el film y de alguna manera establece conexiones con otras míticas parejas de los westerns de Peckinpah.

En cualquier caso el perfil de los personajes o el punto de vista narrativo están supeditados al guión y con Peckinpah la clave es el estilo visual. En este campo su mano es inconfundible, las muertes a cámara lenta se suceden sin descanso, el frente es verdaderamente angustioso y la guerra, como la muerte, no tienen nada de bello. Exceptuando un breve paréntesis en el ecuador de la película que coincide con la estancia de Steiner en el hospital, durante todo el metraje no hay descanso para espectador: las bombas no dejan escuchar y el polvo no deja ver; no hay lugar para la imagen estilizada y no podría ser de otra manera. Orson Welles dijo de La cruz de hierro que era la mejor película antibelicista que había visto, no faltan razones para suscribir sus palabras.

En una reciente entrevista, José Luis Guerín hablaba en estos términos de obsesión por la perfección que acarrean los avances tecnológicos: “(el cine de hoy) es un cine de nuevo rico, es un cine hortera para mí, y a veces feo. Que veamos imágenes que tratan realidades abyectas, como la guerra, con una calidad esplendorosa, con una nitidez y un contraste que las vincula a la imagen publicitaria(…)”. La cruz de Hierro es la antítesis de la realidad que describe acertadamente el director español, de hecho no sería de extrañar que Guerín se sintiera cómodo entre sus imágenes. Pese a los problemas de rodaje, pese a la falta de presupuesto, Peckinpah sabe crear escenas visualmente impactantes sin desprenderse de la verosimilitud que le exige la realidad que filma. No es una cuestión de nostalgia o romanticismo, es una cuestión de autenticidad y Peckinpah demuestra en La cruz de hierro una vez más que puede ser muchas cosas pero siempre es auténtico.

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Prime Killing Time

por Antonio M. Arenas

El análisis de la que a la postre fuera la última película de Sam Peckinpah queda marcado (como buena parte de su filmografía, visto de otro modo) por sus desavenencias con los productores, que cortaron y modificaron considerablemente el montaje final. En ese sentido Clave: Omega (The Osterman Weekend, 1983) puede interpretarse de dos maneras, y probablemente ambas sean correctas, como un forzado regreso a la dirección por encargo, en un terreno más rutinario y desangelado que de costumbre, el thriller de espías. Pero también como un último baile, una puesta a punto de su estilo y mecanismos en un relato nada convencional de espionaje desde el que volver con el cuchillo entre los dientes para despedirse del mundo que le vio nacer, el de la televisión.

Por aquel entonces Peckinpah no estaba pasando por su mejor momento, el fracaso económico de La cruz de hierro (1977) y sus problemas con las adicciones durante el rodaje de Convoy (1978) le terminaron de vetar de una industria para la que siempre había sido problemático. Fue entonces cuando uno de sus mentores, Don Siegel, le llamó para dirigir la segunda unidad de Blackjack (Jinxed!, 1982), donde su eficiencia volvió a quedar demostrada, lo que unido a su prestigio hizo llegar a sus manos un guión que adaptaba una novela de Robert Ludlum (autor de El caso Bourne), aunque en cambio no era especialmente de su agrado. Pero era trabajo y hacer cine siempre lo consideraría una forma de mantenerse vivo, no podía desaprovecharlo.

Clave: Omega se inicia con un material con aspecto de vídeo doméstico, lo que en realidad descubriremos se trata del montaje de una serie de cámaras de vigilancia, circunstancia que en su extrañeza imprime un tono sórdido desde el primer momento, que imaginamos habría sido aún mayor de haberse respetado su montaje original de la escena, más explícita y confusa si cabe. Ese carácter snuff del comienzo, en el que asistimos al asesinato de la mujer del agente de la CIA Lawrence Fassett (John Hurt), desencadena una trama cuya verborrea apenas esboza una amenaza bacteriológica colindante a la Guerra Fría, y que concierne a un prestigioso presentador de informativos, John Tanner (un esforzado Rutger Hauer que llegaba de estrenar Blade Runner).

Todo lo confuso, repleto de agujeros y gratuito que pueda resultar el argumento llegado a este punto, cobrará razón de ser en el entramado que le convierte en la próxima víctima de la reunión de su grupo de amigos, acusados de espías del KGB. Pero ante todo provoca una cuestión fundamental. En un giro poco habitual, la finalidad de todos estos elementos se desvirtúa por completo, pero lo hace a favor de la película y de las bondades estilísticas de Peckinpah, ejemplificado en la secuencia del secuestro del hijo y la mujer de Tanner. Una emocionante persecución marca de la casa con espectaculares cámaras lentas que una vez concluye la película se descubre carecía completamente de sentido.

Ese instante describe los males y las virtudes de la propuesta, que bajo la excusa de una trama de espionaje se convierte en un deliciosamente tramposo juego psicológico, donde el personaje de Fassett, un John Hurt desatado, controla los mandos (incluso el parte meteorológico) hasta que no quede ninguno. Y desemboca en un espectáculo televisivo con el que Peckinpah reniega de todos los bandos posibles y desprecia la propia televisión desde dentro, esa pantalla que no deja de estar vendiéndote algo. Peckinpah ya estaba vendido, y en la alucinante parte final del metraje, entre ballestas y piscinas ardiendo, dio todo sin esperar nada a cambio. Como siempre hizo, encantando de no haber aprendido nunca las reglas de Hollywood, fiel a sí mismo.

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