En la introducción del libro de Cátedra consagrado al cine de Aki Kaurismäki (Orimattila, Finlandia, 1957) se definía al director de Un hombre sin pasado (2002) con dos palabras que no podemos más que suscribir: “clásico postmoderno”. En la siguiente mirada crítica al conjunto su filmografía no dejarán de aparecer referencias cinematográficas y modelos recurrentes (del cine mudo al noir o incluso el western) que en su momento hicieron del cineasta finlandés una rara avis dentro del cine de autor, cuya obra no deja de cobrar relevancia y peso propio con el paso de los años. Su reconocible estilo formal, marcado por el hieratismo en la dirección de actores y la metódica puesta en escena, que sitúa en la temática social y de clase obrera sus señas de identidad, hacen de sus películas tratados universales sobre la condición adversa del ser humano. Sin perder ese halo de esperanza que pese a todo nos deja el carácter musical y pictórico de su cine, aquel que llegado desde el frío norte de Europa, y en sus palabras, hasta una campesina china entendería sin subtítulos.
Arañas
por Mario Iglesias
La palabra ambicioso no es, desde luego, una de las primeras que se nos puede ocurrir a la hora de definir a Aki Kaurismäki, pero que alguien inicie su carrera como cineasta con 25 años adaptando Crimen y castigo de Dostoievski es, cuanto menos, atrevido. Seguramente llevado también por su admiración hacia Bresson y Pickpocket (1959), el entonces jovencísimo cineasta finlandés trasladó la canónica novela del tempestuoso escritor ruso a Helsinki para realizar su ópera prima, de la que actualmente reniega, aunque en nuestra opinión tenga pocos motivos para ello.
La sobriedad de la realización y la habilidad con la que consigue, sin perderse en meandros, recoger el esqueleto esencial de la trama de una larga novela que, por muy popularizada que esté, no deja de tener las características de la narrativa decimonónica, consigue darle a su versión de Crimen y castigo un aspecto lacónico y conciso. Además Kaurismäki desecha el esperanzador y cristiano componente de redención, que se había maximizado en la adaptación bressoniana, para inyectarle un atroz existencialismo que niega cualquier principio moral, desecha el amor como posible punto de salida al aislamiento y al nihilismo y conforma finalmente un cuadro pesimista y mucho más desesperanzado del que podríamos ver en otras adaptaciones, respetuosas con el benigno desenlace del hombre que a través del crimen acaba encontrándose a sí mismo y a la humanidad en su conjunto.
Rahikainen, trasunto del Raskolnikov original, comienza la película matando de un hachazo a una cucaracha (con la cámara captando el detalle), considera al hombre al que asesina “un piojo” y finaliza rechazando una salida del túnel al alcance de su mano invocando a las arañas como destino final del ser humano. Esta primacía de los insectos y de lo despiadado envuelve la película en una seca misantropía que Kaurismäki pareció exorcizar de una vez por todas en su filmografía, siendo la puerta carcelaria que cierra el metraje un punto y final en una visión sombría que solo volvería esporádicamente a dominar en sus obras (con La chica de la fábrica de cerillas como punto culminante de esta corriente subterránea).
La importancia de llamarse Frank
por Gonzalo Ballesteros
Más de una docena de hombres se encuentran reunidos, llevan gafas de sol, gabardinas o chupas de cuero, están despeinados y desaliñados… parecen detectives en horas bajas o rockeros de retirada, pero todos tienen algo en común se llaman Frank y quieren salir de allí. Son una gran banda de desheredados que huyen de una comunidad y una sociedad que los trata como perros, su objetivo es llegar a Eira, una suerte de tierra prometida al otro lado de la ciudad pero no saben cómo lo van a conseguir. “La rama de un árbol podrido debe buscar un árbol más saludable” justifica en su discurso el líder de la reunión, “cuando estemos ahí fuera, cada uno va por su cuenta” recuerda el segundo en tomar la palabra. Después todos salen del edificio mientras un plano general los graba caminando al ritmo de la música de los créditos de inicio, cual reservoir dogs.
Con esta potente y desconcertante escena arranca Calamari Union (1985), segunda película del director finés y la primera 100% Kaurismäki. En ella esboza mucho de los elementos que serán constante en su cine como la austeridad en la dirección, dominada por los planos fijos y los meditados movimientos de cámara, o el patetismo de unos personajes dibujados a vuela pluma pero que revelan mucho sobre la sociedad en la que se inscriben. El puñado de Franks que componen la película la convierten en una historia coral y a la vez personal, las extravagantes costumbres de las que hacen gala o las conversaciones que mantienen funcionan por acumulación siendo cada Frank más absurdo que el anterior y convirtiendo el surrealismo en la norma. Con todo, la penosa diáspora de este grupo tiene un final distinto para cada uno de ellos pero una conclusión compartida: no hay esperanza. Una de las obras más radicales y punks de Kaurismäki es también de las más pesimistas. El filme no deja de ser una metáfora de los parias de la tierra que en su búsqueda de un ascenso social sólo encuentran frustración y muerte, así funciona el Capitalismo, al menos observando el periplo de cada uno de los Frank hay espacio para la risa.
El amor en la derrota
por Miquel Zafra
Primera parte de la trilogía sobre el proletariado que Aki Kaurismäki realizaría durante la segunda mitad de la década de los ochenta, Sombras en el paraíso (1986) ofrece las esencias éticas de su cine, mientras confirma las constantes estéticas que ya no dejaría de trabajar. El objeto a estudiar en esta triada de filmes –completada por Ariel (1988) y La chica de la fábrica de cerillas (1990)- es la Finlandia de los años setenta y su lamentable estado de precariedad laboral, auspiciado por políticas capitalistas basadas en el recorte sistemático. El peculiar y melancólico retrato de aquellos que encarnan el lado más humilde del espectro social, se erige en discurso político y en emblema de estilo.
Atravesada por pinceladas de un humor frío y cruel, Sombras en el paraíso se viste de drama romántico para que sus personajes puedan trascender la miseria que les rodea. El recogedor de basura Nikander parece vivir dominado por un espíritu fatalista que supedita su destino al fracaso y a la inercia. Sin embargo, al empezar una relación con Ilona, cajera de supermercado, algo emergerá del anestesiado basurero, ajeno a ideologías aunque capaz de vislumbrar la existencia de algo mejor. Con sus idas y venidas, el amor se contempla como remedio para la derrota, pero es tratado desde una perspectiva ajena a romanticismos. La bella escena del beso en la playa es una buena muestra de ello: en la obra de Kaurismäki, entre el bressoniano laconismo interpretativo y sus ritmos de dicción entrecortados, la progresión apenas tiene lugar. Si un personaje hace algo, lo hace abruptamente, sin gestos intermedios, tal y como Nikander besa a Ilona, repentino y desafectado pero, sabemos, internamente lleno de pasión.
Los suyos son seres que rebosan emociones, aunque sus exteriores apenas quieran transmitir nada. Y así se puede leer la película, como un melodrama congelado donde hay largos silencios y la expresión de los sentimientos se muestra proporcionalmente inversa a su intensidad. Lo melodramático se acentúa en la importante predominancia de líneas musicales (del rockabilly al blues, pasando por el tango o el bolero), que revelan las derivas emocionales que los protagonistas ocultan, además de evidenciar las preferencias melómanas de su director. El uso de colores saturados en la escenografía recuerda al Fassbinder deudor de Douglas Sirk, mientras la suave y poética luz de Timo Salminen lo baña todo con un fascinante brillo, artificial y difuso.
En estas certeras sombras que invaden el falso paraíso del primer mundo, se presentan las constantes del universo visual de Kaurismäki, con su planificación estática y el hieratismo insobornable de sus actores. Queda también atestiguada su filiación comunista en la escena de la huida final, donde el amor despierta al individuo y le salva de un sistema que deglute humanidades para crear seres atomizados y vacíos. Aquí, aun hay espacio para una esperanza que irá desapareciendo a lo largo de esta excepcional trilogía, todavía hoy de absoluta actualidad.
Noirlandia
por Antonio M. Arenas
Inmerso en una prolífica etapa inicial repleta de frescura e incorrección, en la que su reconocible estilo todavía está por asentarse, Kaurismäki adapta a Dostoievski o Shakespeare, como esta ocasión, en un claro gesto iconoclasta, sirviéndose de su material dramático para realizar un ejercicio manierista por el que seguir descubriéndose como cineasta. Con Hamlet se mete a hombre de negocios (Hamlet liikemaailmassa, 1987) reajusta los códigos del noir a su imaginario en la fría Finlandia, dando lugar de la mano de la fotografía en blanco y negro de Timo Salminen a una película de reminiscencia clásica como inusitada modernidad. En ese sentido, su uso expresionista de las formas y la constante relectura del género negro permiten establecer fuertes paralelismos con Sangre fácil (1984) y Muerte entre las flores (1990) de los hermanos Coen, con los que coincide no solo en época, sino que comparte espíritu transgresor y postmoderno, cargado de un pesimismo y cinefilia que nunca han dejado de acompañar las películas del finés.
Desde su propio título, tan descriptivo y lacónico como suele ser habitual en su cine, se advierte un sentido del humor irónico que en realidad solo (tras)tocará la película desde el uso de la música rock y el patetismo de la representación de sus arquetipos. Fiel a su estructura y personajes, Kaurismäki traslada Hamlet a la Finlandia contemporánea dentro del entorno empresarial, pasando de las intrigas palaciegas al entorno mafioso de una gran empresa, del Príncipe de Dinamarca al poderoso heredero de una fábrica de patitos de goma. Un poder que refleja de forma miserable en su temible protagonista, en absoluto heroico, dejando atrás cualquier reflexión existencial para insistir en la clase de personajes ruines que habitan las sombras y controlan nuestro sistema.
El cine de Kaurismäki se define ante todo por su empatía con la clase obrera, por ello resulta revelador que una de sus pocas películas que se centran en la clase alta dominante sea una adaptación de la mayor tragedia de Shakespeare. Una tragedia sin héroes con la que parece alejarse de la realidad proletaria hasta la llegada de los títulos de crédito finales, filmando escenas vacías de la fábrica, de nuevo en marcha al sonido de una canción cuya letra nos invita a soñar por un mundo mejor. Tan solo un cineasta como él podría brindarnos un gesto político de tal calibre en una película profundamente manierista.
Un lugar donde quedarse
por Alejandro González Clemente
En Ariel (1988) se encuentran dos películas diferentes y la vez cortadas por el mismo patrón. En su primera parte seguimos las andanzas del típico personaje de Kaurismäki, solitario, perdedor y sobre todo parco en palabras. Acaba de quedarse en paro. La mina donde trabajaba ha cerrado. Solo le queda su coche, un Cadillac al que no le puede cerrar el techo, y una radio que le servirá como único acompañante en sus idas y venidas. ¿Dinero? Tampoco tiene. Nada más llegar a la ciudad se lo han robado.
Las desgracias se acumulan en el personaje principal. Pero éste permanece impasible. Como si conociera de antemano las reglas del juego, de la vida. Sabe que estas cosas pasan y sigue adelante, siempre adelante. No hay expresión de derrota, directamente no hay expresión. Su único objetivo es continuar, sobrevivir. Conseguir un trabajo y algo de dinero que le dé para comer y conseguir un lecho donde dormir.
Y ahí es donde Kaurismäki saca oro. La inmutabilidad del personaje le permite potenciar la vis cómica de cada situación. Todo envuelto en el humor negro marca de la casa, pues de las desgracias obtiene la extrañeza que, irremediablemente, da paso a la carcajada. El gag la mayor parte de las veces es visual al mostrar personas hieráticas, poco comunicativas, que actúan como seres de otro mundo. Pero curiosamente al situarlos en situaciones (el paro, historias de amor, etc.) reconocibles por todos, lejos de provocar distanciamiento, acaban expresando, a través de la pura síntesis, sentimientos universales.
Si en la primera parte el director abraza elementos del cine mudo para confeccionar el ambiente de su historia (y por ende de su cine en general), en la segunda recurre al género de de atracos y fugas para culminar la trama. No es gratuito que en un momento determinado los personajes estén viendo El último refugio (1941) de Raoul Walsh, porque este giro lo viven los protagonistas y la propia película, donde saldrá a la luz el Kaurismaki más cinéfilo y lúdico. Ese que según sus declaraciones le hacía ver cuatro o cinco películas al día. Y que sin duda, por mucho que su cine sea personalísimo, siempre le permite tirar de homenaje, cita o gustos cinematográficos para aderezar su particular mundo. Eso sí, sus personajes podrán vivir aventuras intensas y estimulantes, pero ellos siempre permanecerán en silencio.
Vaqueros errantes
por Miguel Ángel Lozano
La comedia, como dice Woody Allen, es la suma de dos conceptos: ‘tragedia más tiempo’. Personalmente, añadiría para terminar de redondear la fórmula la condición espacial, es decir, la distancia que toma el director respecto al espectador. La comedia en Aki Kaurismäki se revela incluso en películas dentro de su filmografía que no pretenden serlo, pero que dado el distanciamiento que toma el finés en su planteamiento de puesta en escena, sumado a lo singular y absurdo de algunos de sus personajes y situaciones, provoca en determinados espectadores sensaciones de extrañeza, ridículo, risa, vergüenza y pena en distintos grados. Rasgos denominativos de lo que ahora se llama post humor, que cuenta con grandes dosis de crítica y que puede apreciarse, por poner algún ejemplo en España, en películas actuales como Magical Girl (Carlos Vermut, 2014) o Gente en sitios (Juan Cavestany 2013), pero que ya practicaba el finés hace más de veinte años.
Este es el caso de Leningrad Cowboys Go America (1989), sexta película del director en la que retrata el viaje hacia el no-éxito de un grupo de música de iconografía particular (grandes tupés, zapatos de punta, traje, gafas de sol) entre lo patético y lo icónico, que comienza con una hiriente frase: “Son malísimos. Que se vayan a América, allí se tragan cualquier chorrada”. Este pistoletazo de salida en forma de road movie, lleva a los Leningrad Cowboys desde su Finlandia natal hasta México a través de un tortuoso viaje en busca de un éxito que nunca llega, cargados con el cadáver de un componente del grupo, un déspota representante, y perseguidos por un repudiado vecino del pueblo que quiere pertenecer a la banda.
La película, dividida en pequeñas viñetas, entremezcla canciones originales como el Space Tractor junto a versiones rock y country de grandes éxitos. Personajes singulares, entre los que se encuentra Jim Jarmusch caracterizado de vendedor de coches, y numerosos gags, algunos de ellos mudos, sin diálogos, simplificados, que enfatizan la filosofía existencialista del film, que contrapone el talento innato y auténtico del grupo con su fallida búsqueda del éxito a través de la exploración de lo socialmente establecido, demostrando lo difícil que puede resultar ajustarse a la moda en según qué casos.
El club de los olvidados
por Jesús Villaverde
Pocas filmografías recogen un catálogo de perdedores como lo hace la de Aki Kaurismäki. Las películas del cineasta finlandés tienen siempre varios pilares en común: la derrota en la que viven inmersos sus protagonistas y la situación de la trama en un estrato social de bajo nivel. En La chica de la fábrica de cerillas (1990), película con la que el autor nórdico cerró la denominada “trilogía del proletariado”, el foco se centra en una joven que trabaja de forma mecánica en una fábrica -los planos con los que se abre el film muestran el proceso automatizado que ella solo supervisa, en clara referencia al concepto marxista de alienación- y que trata de sostener el hogar en el que vive, junto a unos padres con los que mantiene una relación prácticamente inexistente.
Kaurismaki narra su película a través de la fuerza de los silencios. Durante el primer tramo de la obra, los primeros quince minutos, los personajes no dicen ni una sola palabra. Y la primera que se dice cae como una losa sobre los oídos de Iris: “Puta”, le espeta su padrastro al verla con el vestido nuevo que acaba de comprar para salir por la noche. Y en ese vestido nuevo, de un rojo reluciente, casi la única pizca de vitalidad en la paleta cromática y luminosa que permite la pareja formada por Timo Salminen y Aki Kaurismäki, reside el cambio que servirá como pivote. Iris sale, conoce a un hombre, tiene una relación con él y este la confunde con una prostituta. Para más inri, tras su encuentro queda embarazada.
La narración de Kaurismäki es fina, pero certera. El director hace gala de la economía narrativa que le caracteriza y construye las emociones, los avances y los giros a través de pequeños y calculados detalles de una puesta en escena siempre austera, sin movimientos de cámara y sin ningún tipo de alarde efectista. Por ejemplo, la fascinación con la que Iris se desliza por la enorme casa del hombre para mostrar las diferencias de clase, la sonrisa que esboza la mañana posterior al encuentro, la única que se permite mostrar el director, como símbolo de la inocencia o bondad que aún guarda en su fuero interno el personaje, o la contextualización de la acción a través de sutiles inclusiones del sonido de los noticiarios de televisión en la acción central. Mientras tanto, sucede la mayor de las derrotas. La vida misma, que sigue siempre impertérrita ante todo, impasible ante los males ajenos.
El club de los olvidados en que Kaurismäki ha convertido su cine tiene un referente absoluto en la Iris de La chica de la fábrica de cerillas. Tras las luces y sombras y los claroscuros con los que Salminen baña los encuadres, ese bosque, incluso más oscuro, de soledad –aderezado esta vez con la venganza– en el que siempre se mueven los personajes del cineasta. El fracaso inherente a sus obras. Quizás por eso su cine es, en sí mismo, la mayor de sus victorias.
El reverso melancólico de Antoine Doniel
por Juan Avilés
Como suele ocurrir con el argumento de las cintas de Kaurismäki, Contraté un asesino a sueldo (1990) se puede resumir de forma breve desde su propio título. Henri Boulanger (Jean-Pierre Léaud) es despedido después de quince años de su empleo en Londres, y ante su falta de valor para suicidarse, decide contratar en un lúgubre tugurio a un asesino (Kenneth Colley) para que acabe con su vida. Pero el suicida fallido se arrepiente, tras enamorarse de una vendedora de flores (Margi Clark) y se encuentra con el problema de no poder localizar a su verdugo. Un argumento que a primera vista puede resultar simple e idiota, pero el director finés es capaz de transmitir emociones de un modo que acaba resultando creíble, al estilo del cine clásico que tanto alaba y al que homenajea en su riguroso formato, eliminando líneas de diálogo y jugando con la aparente inexpresividad de sus personajes.
Después de siete películas rodadas en Finlandia,rodadas en Finlandia, Kaurismäki traslada la acción a Londres, prescindiendo además de ese reparto casi repetitivo que había formado parte de la mayoría de sus proyectos hasta ese momento. Sin embargo, lo que en manos de cualquier otro director se habría convertido en una estúpida y grotesca parodia del cine de mafiosos, Kaurismäki consigue que la sencillez se convierta en credibilidad, en gran parte gracias a las comedidas actuaciones de sus actores. Colley permanece frío e impasible durante toda la película, Léaud, por su parte, nunca deja de ser un hombre corriente, que como gesto más exagerado levanta una de sus cejas cuando algo sorprendente le acaece.
Contraté un asesino a sueldo, además de ser otra muestra perfecta de la filosofía del escandinavo, alcanza unas cotas de calidad sobresalientes alejándose del exceso verborreico y el estilismo impuesto o cargante, acomodando de modo perfecto su ritmo cinematográfico a esa sensibilidad de apariencia magullada. Siempre que el espectador se enfrenta a una de estas películas, le queda la duda de si el oscuro mundo del finés es realmente tan serio y lóbrego, o por el contrario nos encontramos ante una broma macabra, para acabar entendiendo que la vida es amarga pero al mismo tiempo ofrece momentos maravillosos. Como muy bien puede comprobar Henri Boulanger, un hombre que no quiere seguir viviendo, pero cambia bruscamente de idea cuando prueba la dulce esencia vital del placer.
Convivir con la desgracia
por Daniel Reigosa
Situada en París, eterno lugar de residencia y peregrinaje para los artistas, La vida de bohemia (La vie de bohème, 1992) narra las desventuras de tres autores en horas bajas –un pintor, un escritor y un músico- que forman un extraño parnaso de la clase obrera. Una vez más Kausimäki se posiciona del lado de los más desfavorecidos para tratar de construir una realidad paralela, minimalista y dura, pero siempre desde la ternura y la comprensión. En una lúcida reflexión sobre el arte, los tres protagonistas buscarán con ahínco la sublimación de su técnica no sólo por creencia artística, sino para conservar su dignidad -una de las pocas cosas de las que no se les ha privado-, y será solo en el momento de extrema necesidad de un ser querido cuando accederán a malvender su obra.
Nos encontramos ante toda una lección vital de la mano de los desangelados personajes de Kaurismäki, quién no duda en sustituir las clásicas flores de plástico que abundan en su filmografía, por unas de verdad y cuya marchitación en pantalla representa una inmensa metáfora vital. A pesar de que el amor destaca como tema principal, el director reflexiona sobre la supremacía en nuestra sociedad de conceptos como el capitalismo exacerbado o la delimitación de fronteras, mostrando de esta manera el lado más oscuro del ser humano.
El realizador finés compone aquí una obra multirreferencial con citas a la Viridiana (1961) de Buñuel, al Pickpocket (1959) de Bresson (con escena calcada del robo de una cartera) o al cine de Renoir y Becker, en la que se desprende un fuerte aroma a Charles Chaplin, especialmente el de Luces de Ciudad (1931). Kaurismäki realiza un sincero homenaje al mundo de Charlot, no solo por la temática, la convivencia permanente con la desgracia o por la extrema bondad de sus personajes ocultada bajo una ligera capa de mezquindad (propia de mundo suburbano en que los vagabundos son forzados a malvivir), sino también por una fotografía en blanco y negro con abundantes grises y una cierta comicidad mímica de los personajes (especialmente el de Mimí), que establecen sólidos puentes entre La vida de bohemia y la obra del director británico.
Kaurismäki pasa de la caricatura al relato milimétrico, de la comedia a lo siniestro, de lo trascendente a lo banal con enorme sencillez, despojándose (a la vez que sus personajes) de todo ornamento en un cuadro en el que la luz de Timo Salminen se lleva todo el protagonismo. Resulta admirable en el director finés la cualidad de hacer fácil lo difícil quien, incluso poniendo cierta distancia con el espectador, siempre consigue que amemos sus personajes y, sobre todas las cosas, su cine.
Éxodo al lejano este
por Antonio M. Arenas
Si en su primera película dedicada a los incalificables Leningrad Cowboys, cuya presencia musical cobraba cada vez mayor protagonismo en sus cortometrajes, Kaurismäki trazaba un irónico viaje en la búsqueda del sueño americano que les llevaba desde la fría e inhóspita Siberia a descubrir el rock y recibir una calurosa acogida en la frontera de México, en su continuación cinco años más tarde emprenden el camino de vuelta, un Éxodo a la tierra prometida de la que se marcharon y donde las referencias bíblicas son constantes, desde la transformación del mánager Vladimir (Matti Pellonpää) en su Mesías del título.
A diferencia de Leningrad Cowboys Go America (1989), cuya mayor virtud como road movie residía por un lado en su construcción a través de una serie de sketchs de esencia slapstick, pero ante todo en su mirada proletaria hacia los paisajes industriales que retrata insistentemente a lo largo de la cuna del capitalismo, Kaurismäki intenta repetir la jugada en su vuelta cruzando Europa, pero el resultado no resulta tan redondo ni brillante por diversos motivos, quizá el principal de ellos que no termine de lanzar una mirada descarnada a Europa tras la caída del muro como en otras de sus películas.
Su comienzo al más puro estilo western –¿y qué no puede hacer la fotografía de Timo Salminen?- presenta a los Leningrad Cowboys completamente identificados con la cultura fronteriza norteamericana, cuyas vestimentas y frondosos bigotes forman parte del paisaje como cada grano de arena del desierto. Hastiados de su vida y carentes de personalidad sobre el escenario, que no de un interminable flequillo que a su primo del pueblo no le termina de asomar, del rock que les hiciera conocidos han pasado a interpretar una suerte de flamenco, con el que Kaurismäki se ríe de la globalización musical a la vez que lamenta la pérdida de la tradición, de la esencia, tema que recorre no sin dolor ambas películas.
Para regresar a sus raíces la estructura vuelve a ser idéntica: de carácter episódico, sin apenas diálogos (o escritos en una mezcla disparatada de idiomas) y con actuaciones musicales íntegras, cambiando un ataúd por la nariz de la estatua de la Libertad como macguffin. Pero fruto de la repetición y aunque el humor visual funcione, como en la escena en la que Moses camina sobre las aguas de una piscina, Leningrad Cowboys Meet Moses no alcanza el lúcido tono estrafalario de su primera parte. La idea de hacer pasear por Europa a los Leningrad Cowboys uniformados con la vestimenta del ejército soviético no termina de ser un contraste tan potente ni cargado de lecturas como el original. En lo que ambas si coinciden es en encontrar refugio cinéfilo y vital junto al calor de una hoguera entre desamparados de México o Siberia, al recuerdo de un western de John Ford, ya sea con un cactus o entonando My Darling Clementine.
Café, vodka y rock & roll
por Daniel Reigosa
Agárrate el pañuelo, Tatiana (Pidae huivista kiinni, Tatjana!, 1994) supone la primera road movie de Aki Kaurismäki, con permiso de Leningrad Cowboys Go America (1989), en la que el director aprovecha para diseccionar las relaciones personales despojando a la acción de sus elementos más básicos. Valto (Mato Valtonen) y Reino (Matti Pellonpää) son dos amigos con trabajos rutinarios a los que la vida les es esquiva y que, unidos por el rock, el café y el vodka, deciden emprender un viaje hacia ninguna parte pero con vuelta conocida. Por el camino se sumarán al viaje dos mujeres extranjeras, Tatjana (Kati Outinen) y Klavdia (Kirsi Tykkyläinen), hecho que complicará la vida de los taciturnos héroes.
La falta de comunicación, especialmente por parte de Valto y Reino quienes dejan literalmente de articulas palabras en cuanto aparecen las dos féminas, se convertirá en un extraño compañero de viaje al mismo tiempo que se produce un tenso enfrentamiento entre los sentimientos amorosos y los de desesperación. Con la barrera entre los sexos aparentemente insuperable, son los delicados gestos, miradas o acciones vacilantes los que logran generar los momentos más conmovedores, como cuando Tatjana descansa su cabeza en el hombro de Reino y este, nervioso, la rodea con su brazo. A pesar del carácter triste de sus personajes (especialmente los masculinos), Agárrate… sabe a comedia, pero no a comedia de sketches y divertidas escenas, sino de sutilezas, gestos derivados de la timidez y el absurdo de las pequeñas cosas. Sirva como ejemplo el divertido sonido que hace Valto al roncar, los espasmos provocados por el exceso de cafeína mientras Reino se atasca con su enésima botella de vodka o la risa floja de ambos amigos al reencontrarse con sus compañeras de viaje en el barco.
Rodada en un exquisito blanco y negro y con una banda sonora cargada de música popular finlandesa y, sobre todo, de rock and roll, Agárrate… es una película deliciosa, de perfil bajo, de la que se desprende una irradiante melancolía, pero extremadamente optimista que cuenta con infinitos y casi imperceptibles detalles encapsulados en los momentos de mayor sosiego. La aventura vital que emprenden Valto y Reino, convertida en ocasiones en un viaje interior, supone un punto de inflexión en las tranquilas vidas de los dos amigos, quienes se encuentran necesitados de emociones fuertes, como señala Valdo: “los rockanroleros viven menos años”. Sí, pero viven más intensamente.
Contra el mal tiempo
por Isart Armengol
Son de elogiar en Nubes pasajeras varios aspectos, empezando por la pareja protagonista y su encomiable actitud ante las circunstancias adversas de la vida, pasando por el tono extrañamente optimista de Kaurismäki pese al melodrama que plantea, hasta esa capacidad de construir una cinta tan cálida y cercana teniendo en cuenta esa frialdad formal de la que hace gala y que al mismo tiempo define en buena parte la obra del realizador finlandés.
La pareja protagonista se encuentra ante la dramática situación del desempleo, la cual podríamos definir como una de las grandes preocupaciones que vivimos en nuestros días y que ya en 1996 se radiografiaba de forma muy lúcida en esta película; el derrumbe y la posterior lucha por hacer frente a las circunstancias de la vida, en este caso la búsqueda de trabajo, y el amparo por vivir ya no de forma cómoda sino de manera digna.
Esas nubes que presagia el título de la película se ciernen sobre un matrimonio que ante todo mantiene una actitud digna y de perseverancia admirables para salir adelante, a pesar de que se encuentren con un entorno hostil y nada afable a la hora de hacerlo. En ese sentido hay una crítica a la sociedad que pasa desde el mismo entorno de trabajo, hasta las agencias de búsqueda de empleo, los bancos o determinados individuos que ante situaciones delicadas de esta índole siempre aparecen para sacar provecho de algún modo de los más necesitados.
Estamos pues ante un drama al más puro estilo Kaurismäki, lo cual implica que la dura realidad de la situación queda algo mitigada por esa parsimonia con la que se comunican sus personajes, esa no interpretación que marca un alejamiento pero que al mismo tiempo permite vislumbrar con claridad los conflictos del relato, que refuerza además con un componente cómico que acompaña toda la cinta y aligera el conflicto. La música también juega un papel clave como vehículo para expresar los estados de ánimo de los personajes, al mismo tiempo que embellece una historia triste y melancólica pero a la vez esperanzadora. Y es que al fin y al cabo esas nubes que se posan sobre la vida de los dos protagonistas acaban siendo temporales.
No es casual en la película la aparición de pósters de films de Jim Jarmusch, Robert Bresson y Jean Vigo, pues hablamos de tres cineastas que definen gran parte de su obra por esa sobriedad y uso limitado de recursos a la hora de elaborar la puesta en escena en sus películas. Algo que Kaurismäki parece tener muy presente en su trayectoria y en esta cinta en particular. Un principio que diría algo así como: «hacer del minimalismo formal la máxima expresión emocional».
por Román Puerta
The Artist (Michel Hazanavicius, 2011) abrió los ojos a muchos espectadores y críticos en torno a la recuperación de un cierto modelo de cine clásico, pero nadie se acordaba de Juha (1999), que tomaba las mismas fuentes para elaborar una película limpia, de sentimientos puros, de ideas sencillas. “El cine está contaminado por las palabras, por el exceso de diálogos”, decía en su día Aki Kaurismäki para justificar esta película producida después de una década dorada de su cine, a través del que transforma la vida de un país en lo más alto de la pirámide de desarrollo económico y social del mundo en un mundo aburrido, rutinario y carente de interés vital. Y para representarlo el autor finés se atreve a filmar sin diálogos hablados, sólo con música interpretativa y con intertítulos, llevando al extremo esa parquedad de palabras de sus películas anteriores, como si quisiera convencernos de que la gente no necesitara la palabra para comunicarse.
Su eterno pesimismo se exacerba todavía más con este film mudo, en un blanco y negro extremo fotografiado por Timo Salminen que nos retrotrae al cine de Dreyer, Murnau o Lang y con una banda sonora firmada por Anssi Tikanmäki que más que ilustrar las imágenes se convierte en la auténtica protagonista, capaz de definir los estados de ánimo y sentimientos de unos personajes que buscan única y exclusivamente la felicidad. Una felicidad a la que parece imposible llegar y que a muchos nos cuesta creer que exista en el país de Kaurismäki, por la que Juha parece transformarse paulatinamente en un cuento infantil donde los personajes son pequeñas marionetas manejadas por su director que responden a perfiles muy sencillos de comportamientos humanos, tal como refleja en sus anteriores y siguientes películas.
Esa sencillez se demuestra a través de algunas fórmulas que definen su puesta en escena como los continuos planos vacíos, los planos detalle de manos, la utilización de las gotas que caen o los ríos con agua y las flores que surgen en la primavera para definir el paso del tiempo. Recursos para definir una simple historia de amor, de sentimientos nítidos representados por planos densos casi sin profundidad de campo, como si de una representación teatral se tratara, que reflejan la podredumbre del que viene de fuera para llevar a la perdición a la mujer que confía en un hipotético futuro más favorable en la ciudad.
Pero siempre hay una esperanza, por pequeña que sea, para la escapatoria de ese mundo cruel. Aunque sea a costa del sacrificio de uno de los componentes de la pareja, en el único plano realmente abierto que Kaurismäki filma en esta pequeña joya llamada Juha.
Calor anónimo
por Mario Iglesias
Si alguna vez se ha acusado a Aki Kaurismäki de ser un cineasta idealista, ingenuo y alejado de la dura realidad, Un hombre sin pasado (2002) es la película perfecta para levantar acta de esa acusación. En pocos minutos el cineasta finlandés nos presenta a un protagonista que llega en tren a Helsinki, solitario y silencioso, de madrugada, y como bienvenida recibe el robo de todas sus pertenencias, una brutal paliza y la pérdida de la memoria. El planteamiento es de un despojamiento (no solo en sentido cinematográfico del término) tan radical, que parece que exija un pesimismo a la altura de tan devastador punto de partida. Y sin embargo, resulta difícil encontrar una obra más optimista y que nos transmita con mayor rotundidad el mensaje de que siempre es posible salir adelante, por dura que sea la derrota de la que partamos. Hasta es probable que incluso el escéptico más sombrío note cómo en esta película Kaurismäki le está agarrando por las solapas, aprisionándolo contra la pared y diciéndole a voz en grito que reaccione y sea consciente de que la vida es un milagro que no se repite.
Es evidente que Un hombre sin pasado no es una película realista. Al igual que en Le Havre (2011), somos conscientes de que a Kaurismäki no le interesa retratar la sociedad de hoy tal cual es, sino mostrar un desiderátum de lo que debería ser. Pero no por ello este largometraje deja de hacer visible el material con el que está construido el mundo contemporáneo: la visita del protagonista, interpretado por Markku Peltola, a las oficinas del empleo, muestra bien a las claras que para el Estado cualquier ser despojado de una tarjeta identificativa y por tanto, no clasificado, es un potencial enemigo. Del mismo modo, su encuentro con el empresario arruinado que busca “una solución personal” (el suicidio) no sin antes repartir el dinero que debe a sus antiguos empleados ejemplifica que las despiadadas leyes de la economía son capaces de defenestrar personalidades valiosas y honestas, aunque éstas puedan dejar su rastro de dignidad antes de sucumbir. Y, al fin, el esperado viaje del desmemoriado protagonista a su antigua vida nos remite a la pesadilla que el personaje de James Stewart tiene que contemplar con sus propios ojos en Qué bello es vivir (Frank Capra, 1946): empezar de cero, en este caso, no ha sido un castigo, sino la salida de urgencia para reencontrar la luz del día.
Con unos elementos temáticos tan poderosos, un dúo de actores protagonistas rozando la perfección en su heterodoxa relación de principiantes con cuatro décadas de vida a sus espaldas, una comunidad lumpen retratada con el aprecio de quien reconoce a sus componentes como “los suyos” y un componente musical que empieza en lo anecdótico y acaba por configurar el clímax emotivo de la película, Kaurismäki sitúa las piezas adecuadas para que su estilo, hiératico y discreto, melancólico y callado, lacónico y frío acabe por configurar, en un triunfo de la paradoja, una obra maestra del calor humano.
Acercar la distancia
por Lidia Fernández
En un Helsinki desencantado por la ausencia de amor, el individuo es aislado en su soledad y conducido de manera irremediable por el devenir de una existencia condicionada por la tristeza y la falta de afecto. Una realidad desoladora constituye una ciudad sostenida en la dinámica de un sistema socio-económico basado en una lógica de opuestos entre vencedores y vencidos. Los considerados “malos”, ganan y sostienen su existir a raíz del abuso de los “buenos”, individuos abocados, dada su condición, a una situación inefable. En Luces al atardecer (Laitakaupungin valot, 2006), el artista llega al límite de una ontología sustentada en el alejamiento emocional. Kaurismäki da vida a una existencia hecha forma, llegando esta última a ser atmósfera estética de la distancia y el vacío sentimental, de la marginalidad del individuo y su ensimismamiento.
Koistinen realiza un camino pasivo dada la circunstancialidad que su condición de vencido conlleva. Es un fallido aspirante a héroe de mirada extraviada y distante, de palabras medidas y huecas. Amante que pareciera no poder amar, ya sea por sus gestos erráticos y el juego de miradas perdidas que mantiene con su deseada, o por esa realidad que no deja suceder la muestra de amor. Un entorno sin afecto entre personajes que viven en unos escenarios de medido minimalismo y austeridad, de calles frías y lugares poco acogedores. Así, se hace consciente la construcción estetizada de una realidad, y se evidencia, siendo la razón del film, una forma que no se deja querer y resulta distante.
Pero ante esta vaciedad, que pudiera correr peligro por su radicalidad, aparece la melodía del tango. Es esta música, cántico del perdedor y muestra de su melancolía, la que melodramatiza esa ontología de la soledad (rasgo de relación intertextual que Luces al atardecer mantiene con el tono desencantado del cine de Chaplin). Brota en el momento preciso para expresar el dolor y el desengaño, evitando que la austeridad de la representación sitúe a las emociones en apariencia desmotivada. La música popular se manifiesta como un elemento autónomo que armoniza el todo y nos acerca al despecho de Koistinen, al sentimiento trágico en su vivir. El tango se convierte, a modo de contrapunto, en una melodía existencial necesaria para poder sentir la desolación de la derrota, la soledad que la forma es.
Luces en el infierno
por Luis Fernández
Para su última película hasta la fecha, Kaurismäki volvió a salir de su tierra natal en busca del escenario adecuado para una historia en la cual la inmigración juega un papel crucial. La ciudad portuaria de Le Havre acoge una nueva muestra de su particular universo de caracteres, esos que viven al margen (o a la sombra) de los oropeles capitalistas de la próspera Europa (ya no tanto) y que han ido jalonando buena parte de su obra. Marcel Marx es un famoso escritor voluntariamente exiliado que se gana la vida como limpiabotas. Su rutina se quiebra cuando aparecen en escena un grupo de inmigrantes que viajan en un contenedor y son descubiertos por la policía. Su imponente aparición, la potencia de sus rostros, ese cruce de drama y épica que transmiten, supone una fractura en la película que sólo el fabulador podrá resolver.
De esta manera, el realizador finés se apoya en dos planos de realidad, la diegética del film y la real que evoca, que subyace en sus imágenes. Lógico y habitual en una ficción cinematográfica. La particularidad reside en que a nivel argumental son dos planos que se oponen de manera contradictoria sin que haya impostura o cinismo en ello, sin caer en la parodia, ni dejar que la ironía se haga protagonista.
Ya había sugerido este tipo de contrastes en películas previas, pero nunca de manera tan explícita y evidente, seguramente porque la cuestión de la inmigración supone un anclaje contextual del que carece la gran mayoría de su obra. Sobre esa desesperada y cruda realidad que irrumpe en la película y queda fijada en la consciencia del espectador, el finlandés construye su particular cuento de hadas, una historia en la que reconocemos el artificio de su imposible galería de personajes, donde hay sitio para los referentes cinematográficos, que incluso viene vestida con los ropajes de una escenografía deliberadamente demodé.
La maestría de Kaurismäki, su capacidad para estilizar y depurar las imágenes, para construir personajes que navegan entre un entrañable patetismo y un rabioso humanismo, logran el milagro de componer una emocionante verdad cinematográfica a partir de una mentira de la que todos somos conscientes, y que por ello mismo revela con más fuerza si cabe las miserias del mundo en que vivimos.