Un pequeño silbido
Hubo algo en aquella madrugada de noviembre de 1992 que sabía distinto. El paseo de vuelta a casa se andaba a otra velocidad, el deseo de que la noche no acabara flotaba tan fuerte que incluso el color hizo presencia en el aleteo de algún pajarillo, presagiando que nunca más volvería a hacerse de día. “Su sonido era una melodía suave, un pequeño silbido…” Es la descripción con la que Paul pregunta al DJ de la sesión por la música que acababa de escuchar, hasta entonces desconocida pero que ya no podría salir jamás de su cabeza. Será también el ritmo con el que fluirá el paso del tiempo en la película de Mia Hansen-Løve, una melodía suave que recorre la historia del French Touch y la vida de su DJ protagonista durante más de dos décadas, hasta hacerle perder todo contacto con la realidad.
Inspirándose en la propia vida de su hermano Sven, que co-escribe el guión y al que suponemos pertenece el material de vídeo casero que hace presencia en una de las últimas transiciones temporales, Mia Hansen-Løve contempla y revive su existencia desde cierta distancia fraternal, dedicando una mirada compasiva pero en absoluto dulcificadora a la experiencia de su hermano, sin renunciar a un enfoque representativo de la generación que formó parte del movimiento musical y nocturno de la época. Enfoque para el que, por supuesto, el uso de la música cobra gran relevancia. La selección de temas además de cuidada parece abordar dos mecanismos, por un lado dejando fluir el montaje y describiendo la época sin necesidad de situar temporalmente cada secuencia, pero por otro representando en sus letras el mundo interior de su protagonista. Una decisión que parece repetirse en varias ocasiones y que alcanza su punto más álgido cuando Paul cobra por primera vez distancia del mundo en el que ha estado inmerso, expuesto mediante una panorámica de 360º mientras que es ahora una DJ quien hace sonar Within de Daft Punk, cuyas canciones e incluso su presencia recorren en paralelo la narración como anverso de su trayectoria.
Pese a los largos años que abarca su guión y presa de una fuerte melancolía generacional (que pone en escena precisamente con la nueva generación de intérpretes franceses, representada por Vincent Macaigne), no es el de Eden precisamente un relato épico al uso, de auge y caída como tienden a ser las grandes epopeyas y biopics con la industria musical de fondo, de ostentosa ambientación y estructura; sino uno íntimo, equilibrando aparentes éxitos profesionales con profundas renuncias personales, sin grandes sacudidas dramáticas, en off y construido en base a pequeños detalles, aquellos importantes aunque en aquel momento no lo parecieran: cartas, poemas, viajes, despedidas, canciones, reencuentros… Suspiros de tiempo que su directora encapsula dividiendo la película en dos mitades, Paradise garage y Lost in music. La primera, más vital, juvenil e inconsciente, que no en vano ya atisba entre juerga y juerga nocturna un futuro desolador; la segunda, abordando el fracaso, su aceptación y la imposibilidad de volver al mundo real, ambas partes cara de la misma moneda, la de vivir una pasión desbordante y el vacío cuando se esfuma. Como define su protagonista una de sus canciones, Eden se sitúa en el lugar exacto entre la euforia y la melancolía, al igual que el cine de Mia Hansen-Løve lo hace entre el presente continuo y el pasado imperfecto.
I’ve been for sometime
looking for someone
I need to know now
Please tell me who I am
Daft Punk – Within
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