Una introducción climatológica
Vivo en una ciudad del sur. Concretamente en una de esas urbes en las que, y al contrario de lo que sucede con los personajes que transitan las películas de Aki Kaurismaki, el calor se te mete hasta las entrañas. En temporadas estivales, cuando las elevadas temperaturas se presentan inmisericordes, el ánimo se vuelve elástico y deslucido; los rostros se deforman y es como si a uno se le derritieran hasta los sesos. Esta introducción climatológica podría parecer peregrina de no ser porque buena parte de las películas del director nacido en Orimattila se desarrollan en Helsinki, Finlandia. Dicho de otro modo: la sensación que perciben los personajes de Aki Kaurismäki no debe ser muy distinta a la sufrida por los que habitamos estos hemisferios menores. Frío y calor son dos conceptos opuestos que definen una misma sensación. Me explico: si para los meridianos todo es cuestión de sofocos y fundiciones, en el caso de los septentrionales, el carácter se gesta a partir de la solidificación que supone todo punto de encuentro con el grado cero.
Desde esta perspectiva, el trabajador finés padece de un modo parecido que el proletario o el jornalero andaluz. Mientras el primero lucha contra unos elementos extremos que se traducen en pulmonías, sabañones y congestionamientos, el segundo se arrastra bajo la tiranía de una luz que quema, debilita y sofoca al más curtido. De lo que se trata es de averiguar hasta qué punto lo ambiental influye en el carácter de un pueblo y, por qué no decirlo, en la forma en que éste se acerca a la creación cinematográfica. Lo ambiental como modo de producción. Porque no se sientan del mismo modo a la mesa los mediterráneos personajes de Amarcord (Federico Fellini, 1973) que los gélidos caracteres que aparecían en El festín de Babette (Babettes gæstebud, Gabriel Axel, 1987).
El cine de Aki Kaurismäki se enmarca dentro de esas cinematografías septentrionales que nacen del frío y el hieratismo. Mucho se ha reprochado, por parte de quienes no toleran estos modos, la obstinada quietud con la que el director finés dirige a sus actores. No hay en éstos, el menor gesto de arrobo o apasionamiento. Nunca gritan y, cuando se trata de entablar alguna riña, lo hacen desde el calculado rigor matemático con el que el cineasta traza la mayoría de sus escenas. Sin embargo, y a pesar de lo que a primera vista pueda parecer (lo esencial es invisible a los ojos), las películas del realizador finés son tan cálidas como el humo del cigarrillo con el que estos personajes aguantan generalmente el chaparrón. Kaurismaki prefiere expresar con la mirada, por eso en la mayoría de sus películas son habituales los primeros planos; mención especial merece el desaparecido Matti Pellonpää, actor finés que aparece en los primeros largometrajes del director y de quien Kaurismaki supo extraer toda la soledad, tierna y desolada, de los mejores intérpretes del periodo mudo.
Las películas de Kaurismäki tienen como centro temático y estético la lucha de quienes viven en el arroyo, es decir: basureros, cajeras, conductores de tranvía, camareras, guardias de seguridad, tipos que malviven en caravanas y demás seres que, sin más bienes materiales que una taza de café y una cajetilla de tabaco, miran al frente con la esperanza de quien todavía quiere creer en un futuro mejor. No resulta baladí que algunos de sus filmes lleven en el mismo título, esa esperanza soterrada: Sombras en el paraíso (Varjoja paratiisissa, 1986), Nubes pasajeras (Kauas pilvet karkaavat, 1996) o Luces al atardecer (Laitakaupungin valot, 2006), evidencian mediante la simbología de los distintos procesos atmosféricos, el estado espiritual de aquellos que las habitan.
En el primer caso, Nikander: ex carnicero y actual basurero, en el último, Koistinen, un guardia de seguridad solitario y malquerido que no duda en abrazarse a la primera rubia que se ponga por delante. Koistinen, como Nikander, mira al frente con la misma tristeza e ingenuidad de quien, a pesar de los palos recibidos, sigue conservando una actitud entre lo pueril y lo misericordioso. ¿No era éste, también, el carácter de Charlot, aquel emblemático personaje creado por Chaplin del que, en mayor o menor medida, son deudores los personajes de Kaurismaki? El mutismo en el cine del finlandés es, entonces, una herencia de las primeras películas mudas, del gritar desde dentro, con los ojos abiertos como platos. De conmover, como solo saben hacerlo los genios, sin abrir el pico.
El Cuarto Estado
Habitualmente regreso a casa en transporte público. Más allá del pensamiento romántico de que todo escritor debe viajar en autobús para no perder contacto con la realidad, en mi caso tiene que ver, sobre todo, con un desinterés por todo lo relacionado con la conducción y el estacionamiento. Como consecuencia, esta rutina me ha llevado a interiorizar algunos de los rostros que, cada noche, repiten idéntico itinerario urbano. Se trata, en la mayoría de los casos, de trabajadores (camareros en su mayoría), que regresan a casa después de una larga jornada de trabajo. También hay guitarristas rumbosos y vendedores de flores asilvestrados. Toda esta fauna se apiña, casi siempre, en el último autobús. Ese que recorre las calles desde el centro de la ciudad y que se pierde de madrugada por los intersticios del extrarradio. Si uno presta atención, descubre que la mayoría se apea en geografías obreras. Lo cierto es que me gusta observar, fijarme en las expresiones cansadas de unos y en los gestos rotos del otro. Algunos se entretienen en el trayecto leyendo la sección deportiva de algún periódico de segunda. Otros hablan entre ellos, canturrean o se comunican a gritos (aquí se expone claramente el carácter meridional); los hay quienes prefieren dejarse caer contra la cristalera y rezar porque el trayecto que va desde la parada hasta la cama, no se haga despiadadamente largo.
Lo que tiene de literario este viaje es que sus ocupantes podrían aparecer en cualquiera de las películas de Kaurismäki. Los personajes que transitan las películas que componen La trilogía del proletariado: Sombras en el paraíso (Varjoja paratiisissa, 1985), Ariel (1988) y La chica de la fábrica de cerillas (Tulitikkutehtaan tyttö, 1990), comparten idéntico periplo vital con los trabajadores que todas las noches se suben al autobús. Son lo que el pintor italiano Giuseppe Pelliza da Volpedo definiría como El Cuarto Estado; pintura que, por otro lado, utilizaría Bernardo Bertolucci como carta de presentación en su fastuosa película Novecento (1976). Pero si tanto en el cuadro de Pelliza da Volpeda como en el film de Bertolucci hay una épica del proletariado, un ensalzamiento del espíritu obrero, en las películas de Kaurismaki no hay espacio para gestas de corte heroico. Los proletarios finlandeses no tienen esa posibilidad de redención con la que se liberaba el personaje de Gerdad Depardieu en la célebre cinta italiana.
Los (anti) héroes imaginados por Kaurismäki, deben buscar la dignidad desde el más doloroso de los individualismos. Los trabajadores fineses que desfilan por la trilogía son gritos silentes que no forman parte de ningún grupo desde el que organizarse y luchar contra ese mismo sistema que los aplasta. En ese sentido, el cine de Kaurismaki no transita nunca lo político. Su cine es social porque se encarga de poner en escena las precariedades y flaquezas de una sociedad que, para mantenerse, necesita sacrificar a unos pocos. De esos pocos, se ocupa precisamente, la filmografía del finés.
Pobres gentes
Sombras en el paraíso supone un primer acercamiento al Kaurismäki de madurez, apareciendo algunas de las constantes que se integrarán posteriormente en Nubes pasajeras o El hombre sin pasado (Miles vailla menneisyyttä, 2002). Tratándose, como se trata, del tercer largometraje del realizador, rodado inmediatamente después de Calamari Union (1985), abre por vez primera, temática y estilísticamente, la puerta a narraciones protagonizadas en su totalidad por los más desfavorecidos. Pero como acabamos de indicar, ni en la Trilogía del proletariado, ni en su posterior Trilogía finlandesa, hay espacio para lo político. Ni siquiera en una cinta anclada a una problemática de tan feroz actualidad como es la inmigración (El Havre, 2011), lo político o el posicionamiento ideológico consiguen alzarse como elemento predominante.
Naturalmente, Kaurismäki está con los de abajo, su constante aproximación a los espacios que permanecen alejados literalmente del centro, lo convierte en un director solidarizado con la gente que pierde. No obstante, lo que hace que el cine de Kaurismäki no pueda ser considerado como un cine de marcado carácter social, al menos como sí lo es el cine de Fernando León de Aranoa o Ken Loach, es el insistente tono poético con el que embala todas sus películas. Si la visión de Bertolucci sobre la liberación del proletariado es mítica, y por tanto falsa, la mirada que arroja Kaurismäki sobre los trabajadores de Helsinki es mágica y, por lo tanto, igualmente irreal. El posicionamiento estético: uso de la iluminación, canciones tristes que suenan con ese crepitar lírico de vinilo, los colores, los encuadres, las miradas, la bondades imposibles, la carencia total de sexualidad, hace que el cine de Kaurismäki esté más cerca del cuento mágico para adultos que del cine denuncia.
En cierto sentido, la filmografía del finlandés queda emparentada con la obra literaria de Hans Christian Andersen. Solo un rasgo diferencia al director de Nubes Pasajeras del escritor danés, y es la falta total de moralina que, por regla general, predominan en los cuentos de Andersen. Kaurismäki no pretende con ninguna de sus películas darnos una valiosa lección moral, sin embargo, sus personajes comparten el mismo trasiego y la misma mala suerte que los caracteres que pueblan la obra del escritor de El patito feo. Tanto Andersen como Kaurismäki muestran el mismo interés por los desamparados. Por los que no encajan. Por los nobles de corazón. La chica de la fábrica de cerillas, última de las cintas que componen esta trilogía del proletariado, remite desde su mismo título a La cerillera, aquel terrible cuento sobre una vendedora de fósforos que sucumbía en medio de la nieve. Esta cinta es, tal vez, una de las más demoledoras y pesimistas rodadas por el finlandés. El sentido del humor, aunque surrealista y distante, estaba todavía presente en Ariel y volverá en mayor o menor medida (el humor es recurrente en el cine de Kaurismaki) a hacer acto de presencia en el resto de las películas del director. Sin embargo, en la cinta protagonizada por Kati Outinen, no hay gesto ni canción de fondo que se nos ofrezca para apaciguar las penas.
La trilogía del proletariado, estudiada hoy como el primer peldaño de un autor en potencia, revela a un Kaurismäki todavía esquemático y narrativamente difuso, siendo tal vez, Ariel, su obra más satisfactoria dentro de esta primera etapa. Todavía están por llegar Contraté a un asesino a sueldo (1990) y La vida de bohemia (1992), rodada en Francia y en blanco y negro; para quien suscribe, una de sus cintas más meritorias. Empero, y retomando las ideas trazadas al principio de este artículo, descubrimos que, aún gestadas en los hemisferios superiores, allí donde las heladas predominan, las películas de Aki Kaurismäki se revelan a través de una poética de la calidez y la compasión. De un hondo humanismo donde esas pobres gentes de las que, por otro lado, también se ocupó Dostoievski en una de sus primeras novelas, se alzan con el puesto que, más allá de la ficción, casi siempre se les niega.
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